Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

domingo, 31 de enero de 2010

Rikku

Me asomé a la barandilla y observé el panorama. Estaba en un gran espacio público: Gunar. Se trataba de un recinto cerrado, la mitad de grande que nuestra gigantesca ciudad, con un escenario de cien metros de altura y las gradas, de doscientos metros más. El escenario era una gran escultura dorada de un Golem con una larga espada azulada y brillante en cada mano, espada que quemaba de verdad si la tocabas. Encima de la cabeza del Golem se situaba la plataforma que constituía el escenario en sí. Miré hacia el techo; se situaba a mucha distancia de nosotros, giraba constantemente a una velocidad regular, y las espirales azules que había grabadas en el metal de la cúpula en movimiento producían un efecto ligeramente hipnotizante.
De pronto, la música comenzó a sonar mientras el Golem movía los brazos, con las espadas en las manos, y se los ponía cruzados delante del pecho, creando una cruz dorada, con los extremos azules. Mientras, cerca de una treintena de pequeños platillos volantes plateados, con una cúpula de luz, ascendieron desde el suelo, debajo del escenario, y giraron alrededor del escenario haciendo un foco de luz blanca, creando círculos en el suelo del escenario, que ya estaba ligeramente iluminado y azul. La rápida música hizo una pausa de un segundo, y en ese segundo una bola de luz y cintas de color blanco apareció a unos metros por encima del escenario, cayó a una velocidad alarmante, y cuando tocó el suelo del escenario, la bola de luz se transformó en mi compañera.
Estaba vestida con una camiseta azul oscura de tirantes que se ataban al cuello, con un escotazo impresionante y una tela blanca en los límites de la camiseta, reduciendo un poco el escote. La camiseta era corta y funcionaba de top, y después de la unión de los dos extremos de la camiseta en el pecho, ésta se abría y dejaba ver un poco más de su piel, como si no se hubiera cerrado del todo la camiseta, abierta por delante. En los brazos tenía cintas azules igual de oscuras que la camiseta, casi negras, que le llegaban desde el hombro hasta la muñeca, aunque desde ahí hasta el codo, debajo de las cintas, tenía una tela azul que sobresalía en el extremo de la mano, creando la impresión de que tenía dos mangas largas. Tenía una mini-minifalda azul oscura, también con los límites de tela blanca, con un cinturón negro de hebilla plateada, de donde colgaba una tela del mismo color que las de los brazos.
Comenzó a cantar al compás de la música, y el público rugió. Saqué mis prismáticos del bolsito que llevaba atado a la cintura y observé cantar a Yuna. Varios hombres bailaban detrás de ella, pero ésta les eclipsaba. De pronto, cuando ella llegó al estribillo, sentí una vara metálica rozarme el hombro. Me volví de golpe, sacudiendo mi melena rubia y mis trencitas doradas, y soltando los prismáticos, y ante mí me encontré a un hombre de piel grisácea, con el traje de los soldados reales de Su Majestad, y mirándome con cara reprobatoria.
—Usted no debería estar aquí —dijo, frunciendo el ceño—… Aquí…
No le di tiempo a acabar la frase. Saqué mis cuchillas rojas de las fundas inundadas de veneno que colgaban de mi cinturón y le atravesé de parte a parte en un santiamén. Se tambaleó un poco e intentó golpearle con su vara metálica, mientras se desangraba, pero yo me agaché e hice un giro, poniéndole la zancadilla con la pierna a la altura de los tobillos, y haciendo que se cayera. Él aterrizó en el suelo, inerte, y al hacerlo le dio un golpe a mis prismáticos, que cayeron al suelo de más abajo, rompiéndose en mil pedazos. Yo, mientras volvía a apoyarme en la barandilla, chasqueé los dedos.
—Vaya —dije, fastidiada—. Realmente me gustaban aquellos prismáticos.

sábado, 30 de enero de 2010

El fin de una gran amistad

Ayer estuve más de 30 horas seguidas sin dormir, y eso pasa factura... al menos me eché prontito a la cama y hoy he dormido algo. Pero me duele la cabeza (¡mucho!) y ayer por la noche estuve vomitando, pero ¡aquí estoy! (:
He visto un vídeo triste y he escrito algo triste. Es ley de vida.


El fin de una gran amistad.

Me dejó sentada en el suelo, apoyando la espalda contra unas rocas. Se puso de rodillas junto a mí y me miró con aquellos ojos azules, retirándose el mechón de pelo negro que tenía siempre sobre el rostro, tapándole media cara. Su mirada denotaba tristeza, y de verdad que yo hubiera llorado si hubiera podido.
—Despierta —me dijo, en voz baja—. Despierta, por favor. Te lo ruego.
Me daba tanta rabia no poder contestarle… estaba al límite de mis fuerzas. Tan sólo podía mirarle con mis ojos azules, incapaz de moverme ni contestarle. Él me apoyó la mano en el rostro con suavidad y fijó la mirada en mí, pero tras unos segundos sin obtener contestación, se levantó. Después de echarme una última mirada, se dio la vuelta y comenzó a andar. ¡No! Quise gritarle. ¡No me dejes aquí sola! Pero mis labios no se movían, mis cuerdas vocales no funcionaban. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, alcé mi mano izquierda, aunque inútilmente. Si él se hubiera vuelto, si lo hubiera hecho… se habría percatado de que no habría muerto, pero… ¡Zack! ¡Por favor, vuelve!
No sé cuánto tiempo permanecí allí, bajo la lluvia. Sólo sé que al cabo de unos minutos, oí el grito de guerra de Zack, y enseguida temí por él. Zack… Lo peor fue cuando oí un segundo grito instantes después. Era de él, y era de dolor...
—Zack —musité, con voz ronca. Fue lo único que conseguí decir.
Después de mucho rato, intentándolo, conseguí levantarme, apoyando las manos en la roca que me había servido de respaldo. Me armé de valor y di unos pasos en la dirección donde se había marchado Zack, pero caí al suelo y me raspé las manos, haciéndolas sangrar. Volvía intentarlo, me levanté, esta vez sin poder apoyarme en nada, y di unos pocos pasos hacia delante, pero de nuevo tropecé con una pequeña roca y caí de bruces a la tierra. Contuve un gemido y me levanté de nuevo.
Y así estuve todo el camino, que se me hizo eterno. Tenía que llegar hasta Zack, tenía que comprobar… Divisé una figura negra tumbada en el suelo, junto a unas rocas, e intenté correr hacia ella, pero volví a caer al suelo, y ya no fui capaz de volver a levantarme. Me arrastré por la tierra mojada, y tras unos minutos llegué hasta Zack. Tenía los ojos abiertos y parpadeaba, pero no iba a sobrevivir mucho tiempo más. Tenía un gran tajo en la frente, y la sangre le caía por la nariz hasta las mejillas. Aparte de eso, que no era lo más grave, Tenía heridas de bala en los brazos, y una gran cantidad de cortes y heridas en el pecho. Tenía los brazos abiertos en cruz, y estaba en un charco de sangre. Cuando llegué junto a él, toda mojada, Zack me miró con sus penetrantes ojos.
—Zack —conseguí pronunciar, asustada. Él hizo una mueca, cerró los ojos un momento y los abrió de nuevo.
—Clida —respondió él, agotado y moribundo—. Perdóname —me pidió, con una desbordante tristeza y un descomunal arrepentimiento en la mirada—. Perdóname, por favor.
—No hay… nada que… perdonarte, maestro… —contesté yo, inclinando la cabeza. Noté que se movía un poco, así que le miré de nuevo. Él extendió su mano izquierda hacia mí y me la apoyó en la nuca con debilidad, pero tirando un poco de mí, obligándome a acercarme más a él. Apoyé la cabeza en su pecho durante unos segundos, y después me retiré. Rozó mi rostro con su mano, y me di cuenta de que yo tenía la cara manchada de sangre, al estar en contacto con su pecho. Él fijó su mirada hacia su derecha, en algún punto situado en el suelo, y yo hice lo mismo. Encontré su espada con los ojos.
—Cógela —me pidió, casi sin voz—. Por favor, cógela.
—Maestro… —dije yo, abriendo mucho los ojos.
—Clida, cógela… Un soldado ha caído… Uno nuevo tiene que reemplazarlo… o una nueva —finalizó. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, agarró el mango de su gigantesca espada, e intentó tendérmela, con el pulso tan malo que su brazo temblaba incesantemente.
—Cógela —me ordenó, frunciendo el ceño. Yo le hice caso y agarré el mango del arma, rozando por un momento sus dedos manchados de sangre con los míos, blancos y finos. Él dibujó una sonrisa en su rostro mientras yo le miraba con ojos tristes, y su mirada finalizó mirándome segundos después. Cerró los ojos azules, todavía sonriendo, y yo alcé la cabeza hacia arriba, mirando las nubes que no cesaban de soltar lluvia.
Grité como nunca lo había hecho.
Minutos después me alejé de allí, andando pesadamente mientras arrastraba la pesada espada, todavía manchada de sangre.



* * *


Alcé la cabeza mientras observaba los edificios que parecían moverse a toda velocidad, a mi derecha y a mi izquierda, pero era el tren en el que iba subida yo el que se movía. Me mantuve de rodillas, por miedo a caerme del techo del tren, pero recordé la voz de Zack. Arriésgate, incluso cuando sea una locura… de lo contrario no vivirás satisfecha. Así que desenvainé la gran espada plateada y negra, que tenía sujeta a la espalda, y la sostuve con las dos manos por delante de mí mientras me levantaba.
—Te juro que te vengaré, Zack —dije, apretando los dientes mientras recibía el gélido viento en la cara, y mi pelo dorado ondeaba detrás de mí—. Te juro que lo haré.
Mi maestro no habría muerto en vano.


miércoles, 27 de enero de 2010

Alas en la ciudad.

Aspiré el aire fresco, planeando un poco y descendiendo de vez en cuando, porque desde tanta altura no veía gran cosa. Cuando por fin distinguí las siluetas de los edificios, emitiendo luces en la oscura noche, sonreí y miré la foto que sostenía entre mis manos. Me sería difícil encontrar el edificio que aparecía en ella, pues no era de los más grandes y estaba camuflado entre cientos de edificios que recortaban la luz de la luna llena. Estuve mucho rato en la ciudad, buscando con la mirada, pero sin atreverme a acercarme demasiado, el edificio de la fotografía. Durante un par de ocasiones estuve a punto de volver a casa, pero estaba allí y me iba a costar un rato volver; como era noche cerrada mejor quedarme allí.
Al cabo de un rato conseguí distinguir el edificio y volé rápida como el rayo hasta allí, pegándome contra el muro pero poniendo cuidado en no apoyarme en ninguna ventana, para que no me vieran. Saqué entonces el móvil del bolsillo de mi pantalón, marqué un número y me lo lleve a la oreja. Cuando respondió, tan sólo pronuncié dos palabras.
—Ya estoy.
Observé entonces a mi alrededor, mientras colgaba, y vi que de una de las ventanas del edificio se asomaba un pañuelo rojo, o una tela de ese color. Me acerqué y entré sigilosamente por la ventana cuando la mano con el pañuelo se apartaron de allí. Aterricé en el suelo con un ruido sordo y recogí mis alas, entonces miré a mi alrededor. Era una habitación no muy grande, que constaba tan sólo de una cama, un armario, un escritorio y una silla, con diversos objetos en cada uno de los muebles. Las paredes eran azules, pero estaban recubiertas de fotos y dibujos en blanco y negro, así que la habitación casi no parecía azul. Me acerqué al chico que tenía delante. Ya nos habíamos visto antes, claro, nos conocíamos antes incluso de que ocurriera mi “accidente”. Era de pelo negro, alto, con los ojos marrones, delgado, unas pocas pecas en las mejillas. Como la mayoría de chicos de por allí. Me abracé a él enseguida y él me besó en la cabeza, permanecimos así un rato.
—Te esperaba —me susurró.
—Pues ya estoy aquí —repuse, mirándole a los ojos, y soltamos una sonrisa antes de acercarnos más…





¡Mañana me voy a Alcalá del Moncayo! :DDD ¡Os quiero a todos!

domingo, 24 de enero de 2010

Incansable

Me asestó una puñalada y me dio de lleno en el costado, atravesándome de parte a parte. Grité de dolor y caí al suelo de rodillas, apretándome la herida sangrante con las manos. Los ojos se me empañaron y los cerré con fuerza, deseando que aquello no fuera más que una vívida pesadilla. Por desgracia, eso no era así, y por más que lo deseara no iba a conseguirlo. Estaba yo sola, allí, en medio de un montón de monstruos horripilantes que me doblaban en tamaño, contra los que había luchado hasta que ése me había traspasado con una especie de espada-hacha, sin nadie que me ayudase. Yo misma me lo había buscado, por orgullosa, pero ya no podía remediarlo, todo había acabado.
Pero no… todavía no había terminado. No mientras una pobre ilusa tuviera una esperanza demasiado grande para ella, una fe en algo imposible y un argumento por el que seguir, un motivo por el que continuar…
Tenía que continuar, tenía que continuar, no me podía rendir, de lo contrario, estaba perdida, al fin y al cabo, todavía no me habían matado, ¿verdad? Los monstruos parecían creer que yo ya estaba muerta, porque ninguno me hizo nada más. Respiré lentamente durante unos segundos, y tras unos instantes, abrí los ojos de golpe y me levanté bruscamente en un esfuerzo sobrehumano, con la consecuencia de un dolor en el costado que me impidió pensar en ese momento. Pero no necesitaba pensar para luchar… Recogí mis espadas del suelo y maté a los dos monstruos más cercanos que tenía a mi alcance. Los demás me miraron, sorprendidos, durante unos instantes, un tiempo que aproveché para cortarle la cabeza a un tercer monstruo. No me rendiría tan fácilmente.
Estaba dejando un reguero de sangre en el suelo, y no precisamente de los monstruos, ya que su sangre era negra, y la mía roja. Casi había más sangre mía que de los monstruos, aunque era imposible…
Recibí más golpes e incluso alguna puñalada, pero intenté esquivar alguna y me seguía manteniendo en pie, con un agudo dolor que me impedía pensar, oír, hablar, y casi ver. Pero yo seguía en mi tarea, aunque sabía que me iban a matar tarde o temprano, parecía que los monstruos se multiplicaban, cada vez aparecían más, y yo tan sólo tenía dos manos, no podía con todos a la vez.
Continuaba, si me iban a matar no me iba a rendir fácilmente, prefería dejar de existir más tarde que pronto. Ya ni siquiera podía moverme, tan sólo me tenía en pie y me defendía como podía, incapaz de atacar. Entonces uno de los monstruos, con aquella espeluznante hacha, tan grande como yo, bloqueó el golpe que le intenté asestar y me cortó limpiamente la mano por la muñeca, separándola de mi brazo y haciendo que una de las espadas se me cayera al suelo. Sentí un dolor infinito, todavía más fuerte que el del costado, pero no debía rendirme, tenía que seguir…
Jadeando, atravesé el cuerpo del monstruo con la espada que portaba yo con mi mano izquierda, hiriéndolo de muerte. Cayó al suelo, inerte, y pareció que los demás monstruos se cabrearon, aunque no entendí mucho el motivo. Me defendí como pude, con una mano menos, y deseando que no me arrebataran nada más. Estaba completamente agotada y me iría de un momento a otro… Sí, faltaba poco, un leve sopor me comenzaba a inundar…
Pero no, tenía que seguir, tenía que continuar, no podía rendirme, todavía no, tenía que proseguir, debía hacerlo… Me lanzaron un hachazo entonces en el rostro, pero logré apartarme a tiempo y tan sólo me rozó, aunque me dejó un buen tajo en la mejilla izquierda y en el ojo, pero no era tan grave como para que lo perdiera, seguiría viendo lo que durara mi existencia. Eso sí, la sangre no faltó y enseguida estuve cubierta de ella, más de lo que estaba antes.
Dejando aparte el sarcasmo, era un buen panorama; cubierta de sangre negruzca y rojiza, sin una mano, con la cara abierta en canal, un agujero en la cadera, cubierta de rasguños, agotada, perdida en la nada, y rodeada de monstruos asesinos sedientos de sangre. Genial.
Súbitamente, un montón de flechas enormes cayeron del cielo, matando a la mayoría de los monstruos. Me eché al suelo aprovechando el momento en que desviaron la atención de mí, para intentar recuperar el aliento, aún a sabiendas de que tal vez no me volvía a levantar, y que probablemente moriría ya no a causa de los monstruos, sino de las flechas. Pero entonces miré hacia arriba y vi que una cúpula dorada se levantaba unos centímetros por encima de mí, cuando alargué la mano para tocarla comprobé que era como una burbuja y que se extendía con mi mano como si fuera elástica, pero que no me dejaba traspasarla y que las flechas que caían sobre ella desaparecían. Sonreí, aún a pesar de todo conservaba mi sonrisa. Jadeé y observé cómo los monstruos caían uno a uno, cuando todo terminó, segundos después, la cúpula desapareció y dejaron de caer flechas. En su lugar, una figura apareció delante de mí y me cogió en brazos, tan sólo me dio tiempo a ver sus ojos preocupados. Una mirada roja, cálida e intensa como el fuego.

La distancia...


Le busqué con la mirada, frenéticamente, de un lado para otro, pero no aparecía. Una completa desesperación e impotencia se apoderó de mí y estuve a punto de perder los nervios. Me manoseé el cabello, nerviosa, enredándome los mechones y desesperándome aún más. Cientos de personas salían del recinto cerrado y acristalado, con caras sonrientes y felices, pero en ese momento yo estaba demasiado inquieta para sonreír. ¿Qué habría pasado? ¿Se habría retrasado el vuelo?
Miré el reloj por enésima vez, pero tan sólo había pasado un minuto desde la última vez que lo había hecho. Un minuto y un segundo, y dos segundos, tres segundos, cuatro segundos… ¿Pero cuántos minutos faltaban todavía, demonios? ¡Estaba desesperada!
Relájate… Estará aquí en un momento. ¿Y si no llegaba? ¿Y si…? ¿Y si me había mentido? ¿Si no tenía la más mínima intención de venir a buscarme, por fin? ¿Después de tanto tiempo, me iba a hacer esa faena tan grande? ¿Me la iba a jugar? No le veía capaz de hacer tal cosa, pero…
¿Cuánto falta? ¿Mucho? ¿Poco? ¿Un poco mucho? ¿Bastante? ¿Nada? ¿Todo…? Treinta segundos, treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres… Y otro enredón más, una mirada al reloj, un nudo, un vistazo…
Y la gente no se daba cuenta de que yo estaba ahí parada, quieta en el mismo sitio desde hacía ya diez minutos, o quizá más, no se daban cuenta de que mi corazón se estaba rompiendo en trocitos muy pequeños, y esperaba que fueran minúsculos, para que la señora de la limpieza que hubiera de turno esa noche no tuviera que barrer fragmentos de tejido ensangrentado…
Cincuenta y siete, cincuenta y ocho…
Ya no tenía mechones sueltos que enredar, así que comencé entonces a desenredarlos, pero era una tarea tan fastidiosa que lo dejé por imposible y seguí mirando el reloj…
No va a venir, pensé de pronto. No lo ves aparecer porque no va a venir. Era demasiado bonito para ser verdad… Y sin embargo, mi corazón… Dos minutos y diez segundos, once, doce, trece, catorce, quince, dieciséis…
Mi corazón seguía esperando… inútilmente. ¿Inútilmente? Tal vez… Una brillante y clara lágrima se deslizó por mi mejilla, dejando un rastro húmedo en mi rostro. No me molesté en quitármela, ella sola cayó a mi hombro y dejó una minúscula marca en la camiseta blanca de tirantes que llevaba yo. Apreté los labios con fuerza, evitando llorar.
¿Tres minutos y cuarenta segundos o cuatro minutos y tres segundos? ¿Esperar o marcharme? Decisiones… Putas decisiones… Fe, esperanza… Veintisiete segundos, veintiocho, veintinueve… Un enredón menos, una lágrima más…
Bajé la cabeza, mirando al suelo, confusa, intentando aclararme, pero me fue imposible.
De pronto, noté algo, una presencia, una mirada que se clavaba en mí. Levanté los ojos y vi la silueta que más ansiaba ver recortada en la luz que proyectaba el sol poniente a través de la luz de las cristaleras. Me quedé quieta un momento, sin respiración, dejando de pensar por segundos. Él se movió entonces, empezó a andar rápidamente en mi dirección. Yo hice lo mismo, y los dos acabamos por correr el uno hacia el otro, frenéticamente. Mi bolso negro cayó al suelo, esparciendo todas mis pertenencias por el suelo y provocando que la gente de nuestro alrededor nos mirara con curiosidad, pero nadie tocó ninguno de mis objetos. Aunque eso no importaba.
Con tal fuerza corría yo que colisioné con él y caímos al suelo, mirándonos.
—Cuánto tiempo —susurró él, acariciándome el rostro con una mano, dulcemente.
—Demasiado —le contesté, y me lanzó una de sus tiernas sonrisas. Sonreí yo también y me incliné hacia él. No me importaba que todas las personas del aeropuerto nos estuvieran mirando, pero era tanto tiempo, habían sido tantos meses…
Y todo por culpa de la puta distancia de los huevos.

jueves, 21 de enero de 2010

Dunas

¡Hola!
No sé cuánto llevo sin actualizar... ¿cinco días? ¿seis? ¿una semana? No lo sé..
El caso es que aún no hemos empezado el curso (bueno, casi, por desgracia sí lo hemos hecho) y ya estoy de los exámenes ¡hasta la mismísima nariz!
Peeero gracias a mis encantadores compañeros (JAJAJA) y todo nuestro morro hemos conseguido que nos aplacen un examen de mañana al martes, y otro examen del martes, al jueves... jejeje *-*

Así que ayer escribí una cosa a toda prisa por actualizar, pero no me dio tiempo a actualizar (irónico, ¿verdad?)... y como además tenía sueño, pos ná. Soy así de fantásticJAJAJAJA.
En fin. Espero que os guste.


Dunas.

Con un movimiento rápido hundí la larga espada en la carne del hombre y vi cómo su sangre negruzca manchaba toda su ropa, mi espada, y formaba un charco en el suelo, donde cayó inerte su cuerpo. Me volví entonces, dando media vuelta, y envainé la espada rápidamente, al tiempo que sacaba mi arco y lanzaba una flecha al hombre que intentaba huir. Si lo conseguía, él delataría mi presencia y yo tendría que estar un rato más entretenida con los soldados, así que apunté bien, y la flecha fue a clavarse justo en su nuca. Cayó al instante, y no se movió ni un ápice. Entonces oí unos pasos, de nuevo detrás de mí, pero ni siquiera me molesté en volverme.
—Quieto ahí —dije con voz amenazadora, pero calmada. Dejé de oír pasos al instante—. Como me delates, hagas un movimiento, intentes atacarme, grites, des la alarma, o siquiera respires —solté de tirón, apretando los dientes—, lo lamentarás el resto de tu tortuosa existencia.
Me di la vuelta entonces, y allí apareció otro soldado. Llevaba una ballesta, con la que me apuntaba, pero era pequeña y, según pude observar, las flechas no parecían muy resistentes. El hombre, además, era tan joven que habría que llamarlo chico, aunque yo tampoco era un vejestorio. El muchacho temblaba como una hoja, así que sonreí, y saqué mi espada. Él examinó mis movimientos pero no se movió, ni siquiera respiró.
—Qué considerado —dije burlonamente. Me acerqué a él con la espada en ristre, pero no amenazadoramente, y comencé a limpiar la sangre negruzca en su propio brazo, pero con cuidado de no pasarle el filo por la piel, para no cortarle—. Ni siquiera has respirado. Puedes hacerlo —añadí tras unos segundos, y él soltó una bocanada de aire.
—Me envía… el rey de… el rey de… —comenzó a decir, asustado.
—¿El rey de Aborêe? ¿Ah sí? ¿Tú y cuantos más? —pregunté, sonriendo, y simulando mirar un punto situado detrás de él, como examinando una tropa de soldados y juzgando si eran rival para mí—. Anda, chaval, vete a tu casa —le dije—. Podrás irte a vivir en paz en cuanto… en cuanto me asegure de que no me delatarás.
—No lo haré —casi gritó—. Lo juro.
—No basta.
—Pues tendrás que confiar en mí —respondió mordazmente, armándose de valor.
—Pues tendrás que darme un motivo para hacerlo —contesté yo, avanzando hacia él, tanto que estábamos a unos pocos centímetros el uno del otro. Mis ojos grises, casi blancos, le dieron miedo, pero su vista azulada no se retiró de la mía.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó por fin, bajando la ballesta.
—Te voy a encadenar aquí.
—¿Qué? —rugió, furioso.
—Tranquilo, tigre —sonreí, cogiéndole de las muñecas y aplicándole un hechizo para crear una cadena—. Las cadenas se romperán en veinticuatro horas.
—¿Pretendes que me quede aquí un día entero? ¿Sin comida ni agua?
—¿Pretendes que me quede aquí un día entero para hacerte compañía? —repuse, y segundos después dos cadenas plateadas le mantenían atadas las dos manos, la una a la otra. Creé una segunda cadena, que uní por un extremo a las esposas del chico, y por otro, la fijé al suelo. Examiné mi trabajo, retrocediendo un paso, y sonreí.
—¡Ah! —exclamó de pronto él. Miré las cadenas, se habían vuelto rojas y le quemaban en las manos al chico.
—Eso pasa cuando intentas soltarte —respondí con aburrimiento, trasladando el peso de mi cuerpo a mi pierna derecha—. Las cadenas te quemarán si intentas escapar.
—No me permites que me mueva de aquí —constató—, pero no puedes evitar que grite. Te delataré —declaró, triunfante.
—No estés tan seguro —respondí con una sonrisa, acercándole mi espada al rostro.
Segundos después, me marchaba de aquel lugar, oyendo todavía cómo rechinaban las cadenas, pero sin llegar a escuchar nada más. Abrí mi mano izquierda, que había permanecido en un puño cerrado, y dejé caer la lengua ensangrentada del chico a la arena, donde se cubrió en seguida de insectos curiosos que luchaban por un trozo de carne.
Tenía veinticuatro horas.




***Un poco violento al final, pero ayer estaba cabreada... un besazoo!!!


****(a qien se le a ocurrido subir una foto mia...?? A MII!!! algun problemaa?? xd
qe me e cortado el pelo y a ver si me comentais.. aunqe no se nota qe me lo aya cortaoo.. pero.. bueeno..
muchos comentarios, ehh!! qe os arranco la lengua!!

lunes, 11 de enero de 2010

Las pinturas de Héctor

¡Hola!
Bueeeno, ya estoy de mejor humor porque ya me he quitado la clase de gimnasia de encima, pero la paliza que nos han pegado... T_T
Como os quiero tanto he escrito corriendo unos párrafos para que no os quedéis sin nada... aunque este blog no lo lee ni dios, pero en fin, que no se diga. Que yo LO INTENTO.
En fin, continúo con el segundo capítulo de la niña del orfanato, que todavía no tengo nombre elegido y por eso ahora es "el segundo capítulo de la niña del orfanato" y no "[inserte nombre aquí]".
El capítulo va por Jaky, porque me he propuesto meter a muchas personas a las que quiero en el libro... personificando a niños y niñas de 4 años para delante.
Comentad, anda, que son dos minutos, y a mí me cuesta bastante más actualizar. CREO QUE SOY DIGNA DE VUESTRAS PALABRAS.


* * *


—¡DÉBORAAA! —chilló Paula, fuera de sí. Yo estaba en mi habitación, junto con Alba y Saina, discutiendo sobre quién aguantaría más tiempo sin dormirse, cuando oímos aquel potente chillido. Alba y Saina me miraron, asustadas, y yo puse los ojos en blanco. Me calcé las zapatillas, y crucé la habitación corriendo, con mi camisón blanco ondeando detrás de mí. Ya habíamos cenado hacía rato, pero la mayoría de las chicas de mi edad estaban en el comedor, terminando el postre, o en la sala de juegos, dibujando. Incluso habría alguna que estaría en el salón, viendo la tele con los mayores…
—¡DÉBORA! ¡¿DÓNDE DEMONIOS ESTÁS?!
Bajé corriendo al primer piso y me dejé guiar por la voz de Paula, hasta que la encontré en el pasillo, con los brazos cruzados, los labios apretados, el ceño fruncido y un pie golpeando el suelo intermitentemente, apoyando el peso de su cuerpo en la otra pierna. Me acerqué a ella con cautela, y escondí las manos detrás de la espalda.
—¿Has sido tú quien le ha robado las pinturas a Héctor?
Me esperaba otra pregunta (si le había robado su porción de tarta a Marta, a lo que la respuesta habría sido sí), pero tras pensarlo un momento me di cuenta de que yo no le había robado nada a Héctor.
—No, no he sido yo —dije, mirando a los ojos a Paula.
—¿Estás segura? —preguntó Paula, pasando el peso de su cuerpo a la otra pierna.
—Sí, estoy segura —respondí, desafiante, cruzando los brazos e imitando la pose de Paula. Ella se irguió, orgullosa, y se dispuso a marcharse.
—Más te vale que no hayas sido tú. ¿Sabes quién ha sido?
—Seguro que uno de los mayores. Yo no me meto con Héctor. Es mi amigo.
—Ya veremos. Vete a dormir, enseguida irá Helen a daros las buenas noches. Hasta mañana, Débora.
—Hasta mañana, Paula —respondí, y subí corriendo al segundo piso. En la habitación de las chicas ya estaban todas mis amigas y las que no lo eran, pero todas en sus correspondientes camas, claro, tan sólo yo faltaba de acostarme. Así que a grandes saltos fui hasta mi cama, abrí las sábanas y me tumbé en ella, tapándome con las mantas. Todas hablaban en voz baja, pero yo guardé silencio, cansada. Había tenido un día agotador. Primero había estado toda la mañana en clase, y después de comer había estado castigada sin poder jugar durante un tiempo que a mi me pareció interminable. Por fin, después de un rato, me dejaron en la sala de juegos, aunque todos estaban en el jardín, pero no me permitieron salir. Dibujé un gran pez de color negro, aunque había pretendido que fuera un caballo.
Bostecé, agotada, y cuando Helen entró en la habitación a darnos las buenas noches, ya me había dormido.

sábado, 9 de enero de 2010

Pastel de chocolate

Prefacio


Al principio, todo fue sencillo. La inocencia es un don muy preciado, pero cuando la poseemos no tenemos constancia de ello. Y cuando nos percatamos, es cuando la perdemos. Tan sólo los niños poseen un alma pura e inocente. Cuando las cosas se complican, pierdes la inocencia, tal vez como nos pasó a él y a mí. A veces me pregunto si la mala suerte le ocurre a una persona, sola en el mundo, o por el contrario, todos carecemos de milagros.
Luego descubrí que la suerte no existe, y cada persona está abandonada a su destino.


* * *


Yo era una dulce niña de cuatro años, y vivía en un orfanato en Madrid. No sabía nada de mis padres ni del resto de mi familia, y mi recuerdo más temprano se trataba de una soleada tarde de verano en el jardín del orfanato. Estaba sentada en un banco, comiéndome una porción robada del pastel que había hecho la cocinera, Helen. Faltaba media hora para comer, y en teoría el pastel era para el postre, pero yo no me había podido resistir al delicioso olor del chocolate caliente cubriendo un tierno bizcocho. Así que aprovechando que la cocinera estaba despistada, echándole un ojo a la tortilla, me colé en la cocina y partí como pude un trozo de pastel. Acabé con las manos oliéndome a chocolate y la barriga llena, probablemente Helen se enfadaría cuando descubriera su “recién abierta” tarta, y Paula me regañaría por no comer a la hora del almuerzo (Paula era nuestra tutora, bueno, y la directora del orfanato).
Tenía remordimientos de conciencia después de comerme el trozo de pastel, claro, yo estaba bien educada desde siempre y las palabras de mis superiores siempre habían sido ley para mí. Era incapaz de robar o hacer mal a nadie, allí estaba yo, escondida detrás de un árbol en el jardín, esperando a que alguien me pillara y viniera a por mí.
Como por arte de magia, oí la puerta del orfanato abrirse y unos pasos acercarse, el rozar de unos zapatos por el césped. Oí la voz de Paula, hablándole a alguien que no dijo nada.
—… y esto es el jardín. Tengo entendido que te gustan las plantas y los animales, ¿no? Aquí no hay animales, pero hay muchos árboles, ¿ves? Ve a jugar un rato, la mayoría de los niños están en clase, pero ahora saldrán. En un rato iremos a comer.
Después, la voz de Paula se apagó y la oí de nuevo entrar al orfanato. Me quedé quieta y en silencio, expectante, y al cabo de unos segundos oí unos pasos, esta vez más suaves, acercarse hacia mí. Me asomé poco a poco por un lateral del árbol, y los pasos se detuvieron peligrosamente cerca. Me incliné un poco más, y me topé con un niño que parecía de mi edad, con el cabello de color castaño claro, o más bien rubio oscuro, y unos impactantes ojos grises que reflejaban miedo e inseguridad.
—Hola —le saludé yo, limpiándome las manos en el pantalón, ya que se me ocurrió que tal vez ese chico me delataría a Paula o a Helen.
—Hola —me respondió él, con su suave voz.
—¿Cómo te llamas?
—Mayron —me respondió él, de nuevo con la débil voz—- ¿Y tú?
—Débora —contesté yo—. ¿De dónde vienes?
—De otro orfanato. Todos se fueron. Yo me quedé y me trajeron aquí.
—Ah —con sencillez, señalé un cubo y una pala que había cerca de nosotros—. ¿Quieres jugar?
—Vale —respondió él, más contento, y los dos fuimos a sentarnos junto al cubo y la pala. Al cabo de una hora o dos teníamos un castillo espléndido, aunque hubo bronca porque lo hicimos en el césped, removiendo toda la tierra y “matando” a las plantas de medio metro a la redonda alrededor de nosotros, pero a Mayron y a mí no nos importó. Fuimos a comer con las manos llenas de tierra, aunque Paula nos mandó lavárnoslas antes de sentarnos en la mesa con los demás.
Lo cierto es que a mí nunca me había gustado comer, por eso estaba ya demasiado delgada para mi edad. Además, el hecho de que niños mayores que yo comieran con las chicas y los chicos de mi edad, no me reconfortaba demasiado. Cualquier oportunidad era buena para hacernos rabiar o burlarse de nosotros.

viernes, 8 de enero de 2010

Sin razón...

Estuve deambulando por el castillo, angustiada. De pronto, Jesse ya no se comportaba como antes… Claro que también había sido culpa mía, realmente no tenía por qué compartir sus secretos conmigo… Yo no había compartido los míos con él.
No me atrevía a volver a su habitación, no quería volver a sentirme humillada, no quería que me volviera a echar de su cuarto. Pero quería verle dibujar, quería verle trazar líneas en el blanco papel, al principio inconexas, después con un gran sentido. Quería observar mientras él sombreaba, contorneaba las líneas y trazaba nuevas líneas para perfeccionar el dibujo. Quería hablar con él otra vez, escuchar de nuevo su voz…
Pero, sobre todo, quería que se desenfadase conmigo, aunque no estaba segura de si estaba enfadado.
Di una vuelta por el jardín, medio oculta entre las sombras, porque no sabía dónde rondaban Elsa y su madre. Jesse no me preocupaba. Es más, casi quería que me encontrase… A veces echaba de menos poder tocar las cosas. Por insignificante que fuese, y por gratificante que resultara poder atravesar paredes, suelos y techos, echaba de menos el tacto de la piedra en las yemas de mis dedos, el tacto de las suaves cortinas de mis aposentos y las cálidas alfombras que había distribuida por los suelos de todo el palacio. Echaba de menos abrazar a alguien, echaba de menos el contacto físico, echaba de menos comer, respirar, tumbarme en mi cama, sentarme en los mullidos sofás y las cómodas butacas, echaba de menos bañarme en el lago, en las termas, echaba de menos vestirme con caros vestidos cosidos especialmente para mí por los mejores sastres del reino… Echaba de menos a mi padre, a mi madre, a todos los demás familiares, a Hurricane, pero, sobre todo, echaba de menos a Dimitri… Habían pasado un montón de años desde aquello, y lo había superado, pero de vez en cuando, revolviendo entre mis recuerdos, volvían a mi memoria sus cálidos labios, sus fuertes brazos, su figura estremecedora, su mirada sincera, sus dulces palabras. ¿Y él, donde fuera que estuviese, me echaría de menos a mí? ¿Echaría de menos mis ojos sinceros? ¿Echaría de menos mi compañía, al igual que yo echaba de menos la suya? ¿O se encontraba en un lugar que no podía pensar, en un lugar espantoso, frío y húmedo, donde le torturaran a diario? ¿Y si no se acordaba de mí? ¿Si no conservara ningún recuerdo de su vida pasada? ¿Nada de mí, ni de su padre, ni de nuestra fuga… ni de su muerte?
Y luego estaba Jesse. Jesse, el fantástico Jesse. Era una persona distinta, diferente. No sabía que pensar de él. Tenía unos bruscos cambios de humor, aunque sólo lo había presenciado una vez. Era particular, no tenía miedo de los fantasmas (algo de lo que podía enorgullecerse), me hablaba y trataba como una igual, me enseñaba su música como si fuera una extranjera venida de el otro lado del mundo, como si desde mi lugar de origen no hubiera nada de lo que tuviera él. Yo había creído que estábamos consiguiendo un primer nivel de amistad, o al menos de compañerismo, pero por lo visto todavía no habíamos llegado a eso. Podría haberme dicho, amablemente, que no deseaba que yo viera su dibujo, pero sus duras palabras todavía resonaban en mis oídos y me impedían pensar. A veces, su imagen y la de Dimitri se me juntaban en la mente y revolucionaban mis pensamientos. Era una cuestión inquietante que pudieran ser parientes, aunque fueran lejanos, porque Dimitri no había tenido descendencia. Tal vez mi hipótesis, la de que tendría algún primo que se pareciera a él, y hubiera tenido hijos, era correcta. Como dije antes, el apellido Sweetwords no era común. El de Truthfuleyes tampoco, pero eso daba lo mismo…
Hubo un momento en el que oí peligrosamente cerca la voz de la madre de Jesse y Elsa, por lo que me pegué tanto al muro del castillo que podría haberlo traspasado si no me hubiera detenido. Inquieta, intenté discernir de dónde venía la voz. Noté que llegaba desde algún punto situado encima de mi cabeza, y al mirar hacia arriba ligeramente, descubrí que había una ventana cinco centímetros por encima de mí. Eso me calmó un poco, y haciendo memoria recordé que aquella ventana debía de ser la de la cocina, así que supuse que la madre estaba haciendo la cena. Seguía sin saber su nombre, aunque no creía conveniente preguntarle a Jesse en ese momento.
Olía tremendamente bien, parecía algo como… pollo asado con… con… patatas, y… una pizca de orégano… perejil… Y no conseguía distinguir nada más, pero seguro que el plato estaba buenísimo. Los que se habían servido tiempo atrás en mi castillo habían sido manjares exquisitos, cada día, aunque los cocineros y cocineras reservaban sus mejores platos para celebraciones importantes. Probablemente, la celebración más importante que se celebró, por lo menos que yo recuerde, fue en mi decimosexto cumpleaños, en el baile, cuando conocí por primera vez a Dimitri.
Aparté esos pensamientos de mi mente, numerosos recuerdos e imágenes me impedían pensar con claridad. Atravesando el muro, asomé tan sólo la cabeza para ver quién había en la cocina. Estaba la madre de Jesse, poniendo la mesa, y vigilando de vez en cuando el pollo. Me pregunté dónde estaba la hermana pequeña de Jesse, Elsa. La verdad es que no me importaba, pero como no tenía nada mejor que hacer, subí volando a su habitación y me asomé con cuidado. Estaba escuchando música en una pequeña mini cadena de música, y aunque no supe distinguir la canción, me gustaba aún menos que las rápidas músicas de Jesse, y eso que ésta no era tan acelerada. Elsa estaba bailando en el centro de la habitación, una coreografía improvisada con repetitivos pasos y movimientos extraños. Cantaba a la vez que la cantante de la música, pero desafinaba bastante y soltaba algún que otro gallo. A pesar de ello, su voz se parecía a la de la cantante.
La espié durante unos minutos, pero como seguía bailando, opté por desaparecer de allí.
Ya estaba aburrida, no sabía qué hacer, aunque la verdad es que llevaba toda mi muerte sin hacer nada.

lunes, 4 de enero de 2010

Frank

No me atrevía a decir nada. Estaba nerviosa, miraba a uno y a otro lado con incesante miedo. No miedo, si no pánico. No quería pensar en lo que dirían los otros fantasmas cuando se enteraran de que Jesse me había visto. Y habíamos hablado. A pesar de que, en teoría, yo era la princesa y por tanto soberana de todos los fantasmas, no podía evitar pensar que había traicionado a todos los sirvientes, cocineros y mayordomos, y que merecía un castigo por ello. Pero, mientras nadie lo supiera, no pasaría nada, aunque, por un lado, no aguantaría demasiado callándomelo. Y, por otro, necesitaba decírselo a alguien. Pero, ¿a quién? Tal vez a Lucrecia, ella había sido mi confidente en el pasado… pero, claro, fue ella la que le dijo a mi padre que yo mantenía una relación con Dimitri… No, decididamente, Lucrecia estaba descartada. ¿Tal vez Ilora? Mm… Ilora era demasiado chismosa para contárselo sin esperar que se lo contara a alguien, además, probablemente me regañaría… No, Ilora tampoco. Y, desde luego, no iba a decírselo a Orencio, quien últimamente parecía que estaba contra mí. ¿Acaso ya había notado que yo me fijaba demasiado en Jesse? No lo hacía por diversión, si no por curiosidad. Nunca en mi vida había espiado a nadie, pero Jesse era distinto, tenía que verlo todos los días para comprender mejor su reacción al verme la primera vez… aunque seguía sin comprenderlo.
¿Quién quedaba, pues? Nadie… Bueno, me lo callaría por un tiempo, podría aguantar aunque fueran unos días, tal vez unas semanas…
—¡Princesa Rika! —se oyó una voz detrás de mí. Yo me volví, y allí estaba Ilora.
—¿Sí? —pregunté.
—Perdonad, pero Frank me dijo que le había contado a Lucrecia que… —allí se me encendió la bombillita. ¡Frank! ¿Cómo no me había acordado de él? Tenía que decirle cuanto antes lo de Jesse… con no mucha cortesía interrumpí a Ilora.
—Disculpa un momento, Ilora, tengo que decirle algo urgentemente a Frank, hablaremos luego.
—Pero…
No le di tiempo a seguir, ascendí levitando y atravesé el techo, apareciendo en el piso de arriba. Fui a la sala de bailes, y allí estaba Frank, hablando con Lucrecia. Los dos me miraron cuando entré, y tras unos segundos se inclinaron. Yo me acerqué a ellos.
—Disculpa, Lucrecia, ¿te importaría dejarme un momento a solas con Frank?
—Por supuesto. Luego hablamos, Frank —dijo ella, y Frank la despidió con un ademán. Lucrecia atravesó una de las paredes y yo miré a Frank.
—Tengo que contarte una cosa —fui al grano. Él asintió.
—Claro, princesa, lo que sea.
—Es algo… confidencial —dije en un susurro, acercándome a él—. Es… sobre la llegada de los tres humanos.
—¡Ah! ¿Habéis averiguado algo? ¿Se marchan?
—Eh…no —habría enrojecido si hubiera podido.
—Ah, claro, si él se marcha, usted… —dijo él, y yo contuve la respiración (bueno, no hice eso, porque no podía, pero me asusté).
—¿Qué quiere decir con eso? —pregunté, con pánico en la voz. Frank sonrió.
—Princesa, ya sé que usted y Jesse se conocen. Se puede decir que no disimula muy bien, y que no estaba muy lejos de usted cuando habló con él por primera vez.
Yo me quedé sin palabras, observando estupefacta a Frank, quien sonrió con amabilidad.
—Ah, princesa Rika, si usted supiera todo lo que yo sé… ¿Era eso lo que venía usted a contarme?
—En… en efecto, Frank —respondí, todavía sorprendida—. No se lo dirá a nadie, ¿verdad?
—¿Acaso se lo he contado a alguien hasta ahora? —preguntó con amabilidad, y yo sonreí.
—Gracias, Frank.
—De nada. Ah, por cierto, le aconsejo, si me permite, que no se lo diga a nadie más. En mí puede confiar, pero como Orencio se entere, conseguirá poner a toda la corte de fantasmas contra usted. No puedo decir que lo diga por experiencia, pero mi intuición nunca falla.
—Gracias por el consejo, Frank, intentaré guardarlo lo mejor posible.
—De nada, otra vez.
—¿Crees que debería seguir hablando con Jesse?
—Si tal es su deseo, ¿por qué no hacerlo? Pero le repito; cuidado con Orencio y los demás. Tal vez alguno sea comprensivo, pero cundirá el pánico si se enteran.
—De acuerdo. Bien, no le molesto más, puede seguir hablando con Lucrecia.
—Ah, para mí no es molestia, al contrario, es un placer, y le aseguro que seguiría hablando con usted si Lucrecia no me reclamara.
—Bien —sonreí—. Gracias por todo.
—Adiós, princesa Rika —sonrió él. Yo atravesé la pared, y allí estaba Lucrecia, charlando con Orencio. Espero que no hayan oído nada…
—Lucrecia —la llamé. Ella me miró, junto con Orencio—. Ya puedes entrar, si quieres. Siento la interrupción.
—No pasa nada, no era muy importante. Gracias.
Yo asentí y fui a la habitación de Jesse, con cuidado para que no me viera nadie, pues Ilora rondaba cerca, y el padre de Orencio, Evelio, también. Jesse estaba, como siempre, sentado en su cama, con el portátil encima. Yo me puse delante de él, y enseguida se percató de mi presencia.
—Hola —me saludó, apartando la vista de la pantalla del portátil para fijarse en mí. Me seguía sorprendiendo la naturalidad con la que me hablaba, teniendo en cuenta que yo era un fantasma.
—Hola —le respondí, y me acerqué un poco más, hasta que mis piernas atravesaron su cama. Él estaba escuchando una música horrenda, parecida a la que le había oído escuchar otra vez. Un ritmo rápido, igual todo el rato, con diferentes sonidos extraños que producían un grave dolor de cabeza.
—¿Qué es esa horrible música? —pregunté, llevándome las manos a la cabeza, que, por supuesto, atravesaron.
—No es horrible, es mi música.
—¿La has compuesto tú? —pregunté, con una mueca.
—No, un amigo mío. Pero me la dedicó a mí, porque este ritmo nos gusta.
—Vaya —respondí—. ¿Y no tienes música más… normal?
—Teniendo en cuenta que estás muerta —declaró con casi frialdad— supongo que te gustará la música suave. ¿Me equivoco?
—No. Quiero decir, que no te equivocas. Me gusta la música lenta.
—Vale, voy a buscar alguna.
Estuvo tecleando durante unos segundos en el ordenador, moviendo el ratón y sin apartar la vista de la pantalla. Al fin, esbozó una sonrisa de triunfo y me miró, alegre. Yo me acerqué a él, hasta quedar justo a su lado, casi al punto de atravesarlo, y miré la pantalla, aunque no vi gran cosa, tan sólo una lista de nombres, supuse, de canciones. Clickeó encima de una de esas canciones, en la que ponía “Everytime we touch”, y enseguida empezó la canción. Se oía la voz suave y musical de una chica, que cantaba en un ritmo lento y precioso.

I still hear your voice, when you sleep next to me.
I still feel your touch in my dreams.
Forgive me my weakness, but I don't know why.
Without you it's hard to survive.

Cause everytime we touch, I get this feeling.
And everytime we kiss I swear I can fly.
Can't you feel my heart beat fast, I want this to last.
I need you by my side.
Cause everytime we touch, I feel this static.
And everytime we kiss, I reach for the sky.
Can't you hear my heart beat slow
I can't let you go.
I want you in my life.

Your arms are my castle, your heart is my sky.
They wipe away tears that I cry.
The good and the bad times, we've been through them all.
You make me rise when I fall.

Cause everytime we touch, I get this feeling.
And everytime we kiss I swear I can fly.
Can't you feel my heart beat fast, I want this to last.
I need you by my side.
Cause everytime we touch, I feel this static.
And everytime we kiss, I reach for the sky.
Can't you hear my heart beat slow
I can't let you go.
I want you in my life.

Cause everytime we touch, I get this feeling.
And everytime we kiss I swear I can fly.
Can't you feel my heart beat fast, I want this to last.
I need you by my side.
Cause everytime we touch, I feel this static
And everytime we kiss, I reach for the sky.
Can't you hear my heart beat slow
I can't let you go.
I want you in my life.

—Es preciosa —musité, antes de que terminara la canción.
—Ahora, te voy a enseñar la versión pinchada.
—¿Pinchada? ¿Qué es eso?
—De ritmo más rápido. Queda mejor.
—Lo dudo —bufé, y él volvió a sumergirse en la pantalla. Tras unos segundos buscando con la mirada el nombre de la canción entre la extensa lista, presionó con el ratón encima de una de ellas, y al instante comenzó a sonar. Al principio era la misma canción, pero un poco más rápida y con una especie de eco. Cuando empezó el estribillo, se convirtió en un ritmo frenético y demasiado intenso para mí, era casi igual de horrible que las demás canciones que había oído escuchar a Jesse.
—¿Qué dices ahora? —preguntó Jesse, mirándome fijamente.
—Lo mismo que hace cinco minutos; es mejor la lenta. Puede que sea una anticuada, pero tengo mis gustos.
—No estás tan anticuada, a la mayoría de las chicas de ahora también les gusta. Aunque también les mola la pinchada.
—Vale… —dije, no muy convencida, y sin entender del todo la palabra “mola”. En ese momento se oyó una voz proveniente del piso de abajo.
—¡Jesse! ¡Vamos a comer, ven!
Yo me sobresalté con el grito. Jesse bajó la pantalla del portátil, haciendo que dejara de emitir ruido, y me miró un segundo antes de salir de la habitación.
—Voy a comer —me dijo—. ¿Te quedas aquí?
—No puedo bajar, no deben verme.
—Pero yo sí te veo. ¿Es por puro capricho por lo que no quieres bajar? ¿O simplemente —añadió con una mueca burlona— soy lo bastante especial como para conseguir que los fantasmas me hablen?
—Nada de eso, ni de lo primero. En teoría, tú no deberías haberme descubierto tampoco.
—¡Tú eras la que se presentó en mi habitación como si de la tuya se tratara!
—¡Es que es mi castillo! Tengo todos mis derechos a deambular por mi casa, por raro que parezca. Llevo encerrada aquí toda mi vida, y…
—Querrás decir tu muerte —apuntó, cruzándose de brazos.
—¡Y mi vida también! Casi no me dejaban salir —agregué, con una nota amarga en la voz.
—¿Por qué no? —preguntó Jesse, sorprendido.
—Era demasiado peligroso —dije en voz baja—. Mi padre no me dejaba porque el rey vecino amenazaba con matar a mi familia.
—¿Y eso por qué?
—Porque —inspiré profundamente— el rey de Valkar quería arrasar con nuestro castillo y quedarse con nuestras tierras.
—¿Teníais muchas tierras?
—Un reino —respondí—. Soy una princesa.
Jesse se quedó estupefacto.
—No jodas —dijo por fin.
—Sí… jodo —respondí yo, tras dudarlo un momento, aunque no entendí sus palabras, ni las mías.
—¡JESSE SWEETWORDS! ¡Como no estés aquí en menos de cinco segundos, no comerás en un mes! —gritó la madre de Jesse, desde abajo. Éste suspiró y se dispuso a irse, pero yo me coloqué delante de él. Como al principio no se dio cuenta, me atravesó, pero enseguida retrocedió.
—¿Sweetwords? —le pregunté con un hilo de voz. Mi rostro debía de ser aterrador, porque Jesse puso cara de miedo.
—Sí… así me apellido —respondió.
—No jodas —dije yo entonces, y se me cayó el alma a los pies. Ni me di cuenta de que había utilizado una expresión vulgar y carente de sentido para mí.
—Sí jodo —contestó él.
Imposible. ¿Cómo puede ser? Su apellido, su rostro, sus gestos, sus palabras… bueno, sus palabras no, pero todo lo demás… No, no, no, Dimitri a muerto, no te ilusiones, murió, le viste morir, estabas cerca cuando le asesinaron… Y, sin embargo, parece tan evidente, tan real…
—¡JESSE SWEETWORDS! —chilló su madre, fuera de sí—. ¡ESTO ES UN ULTIMÁTUM! ¡COMO NO ESTÉS AQUÍ YA, TE MATO!
—Tengo que irme —dijo Jesse apresuradamente, sorteándome para no atravesarme—. Luego hablamos, ¿vale? Y me cuentas por qué te gusta tanto mi apellido —sonrió, pero yo le dirigí una mirada estupefacta. Lo vi marcharse, bajar las escaleras y entrar a la cocina donde su madre, furiosa, le empezó a gritar cosas sobre la educación y el respeto a sus superiores, a lo que Jesse se mantuvo callado y se comió su plato.
Suspiré, intentando aclarar mi mente, pero en ese instante me resultaba imposible. ¿De dónde habría salido Jesse? Vamos paso por paso. El apellido Sweetwords no era común, al contrario, así que era prácticamente imposible que no fuera descendiente de… ¿Dimitri? Pero Dimitri no había podido tener hijos… más que nada que yo no… ¿Y si, antes de conocerme a mí, había dejado embarazada a alguna joven? Pero, no, imposible, él me lo habría dicho, nos lo decíamos todo, él me había contado todo, me sabía su vida paso a paso… Y, sin embargo…¿Y si había tenido algún primo, algún pariente, que hubiera tenido descendientes? ¿Y por eso Jesse se parecía a Dimitri? ¿Por eso Jesse… me atraía tanto? Es que era tan parecido a Dimitri, tenía todas sus facciones, todos sus gestos, y sin embargo, era diferente, a su manera. Era más rebelde, pero a la vez menos libre… Dimitri siempre había hecho lo que le había venido en gana, primero, por que había sido un príncipe, y después, cuando se rebeló contra su padre, porque era libre de hacer lo que quisiera. Sin embargo, Jesse, aunque era original por sí mismo, y diferente, nunca en su vida se habría atrevido a contradecir a su madre, o por lo menos no lo había hecho nunca, ni daba muestras de hacerlo jamás.
Y, a pesar de todo, Jesse tenía los ojos de Dimitri, el pelo de Dimitri, sus gestos, su mirada dulce, su sonrisa burlona… sus dulces palabras.

El príncipe de Derion

Tengo un amigo. Se llama Henry. Vivimos en un mundo de guerra, lucha, armas y castillos. También de magos. Cuando conocí a Henry, me pareció que el mundo mejoraba. Era esa clase de personas que te ayudan a superar todo lo malo que te ocurre, sin pedirte nada a cambio, y parecen deseosos de hacer lo que sea por ti. Poco después de conocerle, me contó que era un clon. Nosotros, vivíamos en el reino de Valorian. Éramos, por lo tanto, valorianos. Pero el reino enemigo, Derion, tenía un rey. Y ese rey tenía un hijo, el príncipe de Derion. Pues bien, Henry era el clon del príncipe. En realidad, el hijo del rey de Derion era malvado, pero su clon era una buena persona. Aún así, tenía que obedecer las órdenes que se le mandaba, él era una simple marioneta. La persona que le controlaba, el príncipe, podía escuchar lo que él decía, lo que le respondían, podía ver lo que Henry veía. Pero no podía sentir lo que él sentía. Crearon a Henry por razones que desconozco, pero su misión era matar al rey de Valorian, infiltrándose como un enemigo. En vez de eso, me conoció a mí, y los dos nos hicimos amigos muy pronto. Henry tenía miedo, porque el príncipe, tarde o temprano, iría a buscarle, probablemente para matarlo.
—Kirtashalina —me dijo un día Henry, mientras caminábamos por el territorio de los Kapaks—. Pronto, el príncipe vendrá.
—Lo sé —asentí con la cabeza.
—Quiero que hagas algo por mí.
—Lo que sea. ¿De qué se trata? —pregunté, deteniéndome y mirándole a los ojos.
—Quiero que mates al príncipe.
—Pero… —respondí, confusa y sorprendida— pero yo no puedo matarlo —conseguí decir al fin—. Él… me matará. Tiene dieciséis puntos de lucha, y yo tan sólo tengo ocho.
Nuestra fuerza y habilidad se mide con nuestros puntos de lucha. Cuando adquieres tu primer punto de lucha, te hacen un tatuaje en el antebrazo en forma del escudo de tu reino, y encima te graban el número uno. Un mago te da tu bendición, y hechiza el tatuaje, y así cuando adquieres más puntos, el tatuaje cambia por sí sólo y muestra los puntos de habilidad que tienes.
—Sabes que yo no puedo matarlo —me dijo él—. Controla mis movimientos si estamos cerca el uno del otro, y no me dejaría atacarle. Además, puedes resucitar.
Cuando mueres en tu reino, tu alma resucita a los segundos, y aparece en el templo más cercano del lugar a tu muerte. En forma de alma, tienes que buscar tu cuerpo, y cuando lo encuentras, te fusionas con él, reviviendo de nuevo.
—¿Sabes lo que me estás pidiendo? —pregunté, mirándole fijamente. Él bajó la cabeza y apoyó el peso de su cuerpo en una pierna, incómodo.
—Sí. Lo siento, no debí pedirte eso, no tienes que ponerte en peligro para…
—Mataré al príncipe de Derion —dije, y Henry volvió a mirarme—. Pero, si lo mato, ¿tú, al ser su clon, no morirás?
—Es posible —reconoció—. Él me controla, aunque yo puedo tener pensamientos por mi mismo, y él no controla todos mis movimientos.
Si él moría, al menos, si moría en mi reino, no resucitaría, porque su alma pertenecía a los templos de otro reino; Derion.
—Entonces, quieres que te mate, al menos de forma indirecta —resumí.
—Claro que no quiero que me mates. Existe una remota posibilidad de que yo siga vivo cuando…
—Cuando le mate, cosa que no va a ocurrir, teniendo en cuenta que me matará a mí primero.
—Podrás hacerlo —dijo con una sonrisa—. Sé que puedes.
—Lo intentaré, al menos —sonreí—. ¿Dónde está él ahora mismo?
—Todavía en Derion, pero partirá pronto hacia aquí. Quiere ver si estoy cumpliendo mi trabajo.
—De acuerdo.
Días después, caminábamos hacia el bosque de Toret, para ver si podíamos matar algunos avispones de calabazas. De pronto, él comenzó a gritar, y cayó de rodillas al suelo, gimiendo.
—¿Qué pasa? —pregunté, histérica—. ¿Está viniendo? ¡Henry! —chillé, ya que él no me contestaba (aunque era comprensible, estaba demasiado ocupado gritando)—. ¿Él está viniendo? ¿Se dirige hacia aquí?
—Su… campamento ha sido… atacado. Valorianos… en busca de riquezas… le están…
En ese momento, heridas profundas comenzaron a aparecerle en el cuerpo, producidas por armas invisibles. Aunque, en realidad, esas armas existían, pero estaban a mucha distancia de nuestra posición. Henry se convulsionaba en el suelo, sin dejar de gritar. Yo me arrodillé junto a él y saqué de mi cinturón una bolsita de cuero. De ella cogí unas semillas verdes, que espolvoreé sobre las heridas de Henry. Al instante comenzaron a curarse, y Henry dejó de gritar, y poco después, de tener convulsiones.
—Tranquilo —le susurré—. No pasa nada, estás a salvo. Tranquilo.
Sujeté su cabeza y parte de sus hombros en mi regazo, sentándome en el césped. Él me miró un momento y pareció querer decirme una cosa, pero cerró los ojos y se sumió en el sueño que producían el segundo efecto de las semillas verdes.
Al cabo de un rato, me aparté un poco de él, apoyándolo lentamente en el suelo, quitándomelo de encima, y fui a buscar agua al río más cercano. Llené mi cuerno con ella, y volví junto a Henry, que estaba abriendo ya los ojos.
—¿Tienes sed? —le pregunté, de nuevo arrodillada junto a él. Él asintió, y yo le ayudé a beber el agua. Cuando terminó, le pregunté de nuevo—. ¿Te duele algo?
En teoría, deberían dolerle un poco las heridas, pero ya estaban empezando a cicatrizar.
—Un poco los brazos, la pierna derecha ligeramente… pero me duele horriblemente el pecho. Me duele mucho, Kirt…
Yo dejé de respirar un momento, asustada. Mierda. Como llevaba la armadura, no le había mirado el pecho, no sabía si tenía alguna herida allí. El príncipe de Derion tal vez lo llevara al descubierto cuando le atacaron. Rápidamente, le quité la armadura, con cuidado para no hacerle más daño todavía, y entonces vi su camisa empapada de sangre.
—Mierda —mascullé. Con rapidez, rasgué su camisa y se la quité, apartándola a un lado. Le espolvoreé unas semillas verdes por el pecho ensangrentado, y cuando se curaron, rasgué mi propia camisa hasta conseguir una venda improvisada. Le vendé el torso con suavidad, y cuando terminé, respiré hondo, de pie junto a él. Henry sonrió.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Vaya, te queda mejor el top —opinó. Yo miré mi camisa. Antes me había llegado casi por las rodillas, y había tenido que doblarla, ahora me dejaba al descubierto el ombligo. Menos mal que no hacía frío.
—Muy gracioso —respondí, sentándome junto a él—. ¿Dónde está el príncipe? Lástima no haya muerto.
—No, no ha llegado a morirse, se recuperará pronto. Estará en Valorian en una semana o así, y me encontrará pocos días después.
—De acuerdo —inspiré hondo.
Justo nueve días después, Henry y yo nos encontrábamos en el territorio de los Kapaks, cazando unos lobos amansados. Nos encontrábamos lejos de cualquier campamento, pero en realidad eso daba lo mismo. De pronto, Henry se giró hacia mí con rostro serio y anunció:
—Está aquí. Tengo que irme. Si me encuentra, me matará…
—Pero… —le pedí—. Por favor no te vayas, no puedo hacer esto sola… Quédate conmigo—supliqué—. Por favor, quédate, Henry, no te vayas…
—Estaré aquí —respondió—. Te lo prometo, pero no podrás verme. Ni él tampoco. No podrás verme, ni oírme. Yo sí podré verte y oírte, recuerda que velo por ti. Por favor, no me separaré de tu lado.
—De acuerdo —me armé de valor.
—Está llegando ya. Habla con él, al principio. Finge que intentas entablar una conversación normal. Cuando menos se lo espere, ataca.
—Vale —musité, muerta de miedo de nuevo. Él me besó en la mejilla con dulzura, y después se separó de mí.
—Este no es el acto más valiente que voy a hacer, pero… —dijo con una sonrisa—. Puedes matarle.
Al instante desapareció. Supe que seguía allí, pero no le oí, ni le vi, como él había dicho. Miré a mi alrededor, y segundos después, divisé una figura. Me acerqué a él. Realmente, era idéntico a Henry, salvo por dos cosas. Lo primero, eran sus ojos. Los ojos de Henry eran de color azul claro, sin embargo, aquellos ojos eran negros como la boca del lobo. La segunda era que Henry llevaba siempre una armadura de color verde, a juego con su pelo corto, pero aquél príncipe llevaba una plateada, más duradera, fuerte, imponente y resistente.
—Hola —le dije, casi le susurré. Él no me contestó, me examinó con atención. Así que yo, nerviosa, me removí un poco. Segundos después, me cansé de la situación, yo no era muy paciente. Desenfundé mi larga espada plateada, y le asesté un golpe, que le dio en la armadura, en el pecho. No debió notarlo. Se limitó a reírse.
Eso me cabreó como si me hubiera tirado del pelo, así que, enfadada, le asesté otro golpe, esta vez en el brazo, que esta vez sí notó, y, pude comprobar, le hizo daño. Así que dejó de reírse y sacó también su espada, que era el doble de larga que la mía, dorada, con unas inscripciones grabadas en la hoja, y un gran rubí en la empuñadura. Me asestó un golpe, que yo esquivé, y yo le lancé una estocada, pero él ni se enteró.
Le intenté dar muchas veces, pero fueron más las que él me dio a mí. Yo estaba muerta de cansancio, y llena de heridas. Intenté lanzarle una última estocada desesperada, lanzándome contra él. Éste ni siquiera tuvo que esforzarse. Me apuntó con su espada, y yo, al ir derecha hacia a él, cuando intenté golpearle, la punta de su arma se me clavó en el vientre, atravesando mi armadura, mi camisa, y por supuesto, mi carne. Con la hoja de la espada me atravesó de parte, a parte, y sentí cómo la sangre brotaba de mi interior. No grité, no hice nada.
—¡NO! —oí una voz, pero estaba en mi cabeza. Yo caí de rodillas, pero levanté los ojos, confusa.
—¿Henry? —pregunté débilmente. Eso alarmó al príncipe.
—¿Dónde está? ¿Dónde está el clon? —preguntó, mirando a su alrededor.
—Se llama… Henry —conseguí mascullar, e intenté, ya por última vez, hacerle daño. Sujeté mi espada como pude y la dirigí a su pierna. Un alarido de dolor y mucha sangre me confirmaron que, al menos, le había hecho algo. Al mirar más detenidamente, ya con mi último esfuerzo, me di cuenta de que… le había cortado el pie. Sonreí, y me desvanecí.
Desperté segundos después, sin dolor y con ligereza. Era un alma. Estaba en un templo, así que, rápidamente, busqué al sacerdote que me bendijera para poder buscar mi cuerpo y enlazarme con él.
—Rápido, por favor, haga el conjuro ya. Necesito matar al príncipe de Derion.
—Tranquila, no hay prisa —repuso el sacerdote, conduciéndome a la sala adecuada para el hechizo.
—¡Sí la hay! —respondí, sulfurada—. ¡Necesito volver ya!
Fuimos a una habitación grandiosa, con el suelo de mármol. Inscrito en las baldosas, estaba grabado el escudo de Valorian. Me coloqué encima, y el sacerdote empezó a murmurar unas palabras. Cuando terminó, me indicó:
—Ya puedes irte.
Yo, sin darle las gracias ni nada, salí disparada del templo y corrí como el viento hacia mi cuerpo. Me enlacé con él, y cuando lo hice, volví a la vida, aunque todavía con los cortes, y recuperando el dolor. Miré a mi alrededor, pero el príncipe no estaba. Había tan sólo un grupito de chicos con unos diez puntos de lucha, o así, a juzgar por su armadura. Eran conjuradores.
—¡Mierda! —grité—. ¡Cabrón, ¿dónde demonios estás?! —grité, fuera de mí, pero el príncipe no apareció. Yo rugí, furiosa, y pronto divisé a Henry, que se acercaba corriendo hacia mí. Nos unimos en un abrazo, y él comenzó a besarme en la coronilla.
—Oh, diablos, ¿estás bien? —me preguntó. Yo asentí con la cabeza.
—Y tú, ¿estás bien? —pregunté, separándome un poco de él para ver sus ojos.
—Sí, perfectamente.
—Te he oído cuando has gritado —dije—. ¿No se suponía que no podía oírte?
—He gritado muy fuerte, créeme —respondió—. En mi cabeza, y en realidad. Me sorprende que él no me haya oído.
—Mejor así.
—Sí —asintió él—. Mejor así.

sábado, 2 de enero de 2010

Salvada

—¡Corre, Rika, corre! —me gritó Dimitri, desgañitándose. Yo le pegué con fuerza a Hurricane en los costados, deseosa de perder de vista a los soldados. Dimitri me había adelantado, aunque tan sólo eran unos metros. Esa misma distancia era la que nos separaba a los soldados y a mí. Y pensar que tal vez esos soldados eran los mismos que me habían defendido cada vez que alguien se había vuelto contra mí o contra el reino de mi padre, los mismo soldados que habían jurado lealtad a mi familia… claro que no eran ellos los traidores, sino que era yo la que se había fugado con el hijo del enemigo. Aunque Dimitri también se había fugado con la hija del enemigo de su padre, así que los dos padres estaban furiosos…
Uno de los soldados casi me había agarrado por la capa, que ondeaba al fuerte viento. Apremié un poco a mi caballo, insistiéndole para que acelerara rápidamente, aunque creo que Hurricane ya estaba al límite de sus fuerzas, llevábamos corriendo ya un buen rato.
—¡Vamos, Hurricane! —le animé, aunque no creía posible que me entendiera. Dimitri miraba hacia atrás de vez en cuando, buscándome entre la horda de soldados, y una de esas veces fue cuando sus ojos me inspiraron temor.
—¡Rika, cuidado! —rugió, y entonces sentí un fuerte tirón desde atrás; alguien me había agarrado de la capa. Intenté desasirme, pero el personaje tenía fuerza y sólo conseguí perder a Hurricane, que se fue corriendo por el camino. Quedé levitando por unos segundos, casi sin respiración, pues la capa me impedía tomar aire al estar sujeta por el cuello. Forcejeé un poco, y vi que Dimitri se aproximaba a una velocidad vertiginosa. En un segundo estuvo junto al caballo del soldado que me sujetaba. Dimitri sacó un largo cuchillo de entre los pliegues de su capa, y le cortó la mano al soldado, dejándome libre. Se desplazó un poco a la izquierda, para que yo cayera encima de su caballo, detrás de él, y no en el suelo. No me dio tiempo a ver la sangrienta mano que había en el suelo, pero sí oí, mientras corríamos deprisa como el viento, los alaridos de dolor del soldado, ahora manco. Le rodeé la cintura a Dimitri con los brazos, y apoyé la cabeza en su hombro. Todavía me dolía el cuello del fuerte tirón que me habían propinado.
—¿Estás bien? ¿Te han hecho daño? —preguntó, encima del rugido ensordecedor del viento.
—¡Estoy bien! —grité yo, quedándome un momento atrapada en sus ojos. Cuando él retiró la vista para mirar el frente, yo quedé liberada, como por arte de magia. Suspiré, aunque no lo pude oír ni yo, y me apreté más contra Dimitri, quien cabalgaba con envidiable maestría.
No llegamos a ver a Hurricane, posiblemente estaba muy lejos de allí, tal vez iba hacia una nueva vida. Había sido muy leal, pero, en fin… De todas las maneras, tal vez Dimitri querría que consiguiéramos otro caballo. No podíamos comprarlo, claro, pero tal vez con un poco de suerte, algún granjero estaría despistado…
Nos adentramos en el bosque situado a nuestra izquierda al atardecer, pero no nos detuvimos hasta que anocheció. Acampamos en un claro, donde tendimos una manta junto al caballo de Dimitri, que se echó en el suelo. Nos acurrucamos contra el caballo, encima de la manta, y yo cerré los ojos, aunque me mantuve despierta.
—Eran los hombres de mi padre —declaró Dimitri—. Llevaban el escudo del reino de mi padre tatuado en el cuello. Se lo he visto a uno.Además, si hubieran sido los del tuyo no te habrían cogido así. Te habrían tratado con más cuidado.
—¿Cuál es el escudo? —pregunté, muerta de sueño, pero incapaz de dormirme.
—Un castillo de siete torres, con un águila a cada lado y tres estrellas debajo.
—¿Qué significa?
—El castillo significa fuerza; las siete torres, magia; las águilas, sabiduría; y las tres estrellas, nobleza.
Yo bufé notablemente.
—Ya —coincidió Dimitri, acariciando mi rostro—, yo tampoco creo que sea muy acertado para el reino de mi padre.