Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

viernes, 29 de julio de 2011

Cap 13 - Los guardianes de la lluvia (3/3)

Sentí impulsos de vomitar y ladeé ligeramente la cabeza para apartar de mi vista aquella atrocidad y liberar mi vientre sin empaparme a mí misma, pero en vez de expulsar el contenido de mi estómago, empecé a escupir sangre de forma brusca.

Odrix, que estaba ocupado con un androide enorme, consiguió sacar tiempo y entretenerle para acercarse a mí y sujetarme la cabeza con las manos.

—Hilda, todo va a salir bien. Te lo prometo, ¿vale? —me juró, con un atisbo de miedo en los ojos. Me atraganté con la sangre y tosí con virulencia, manchándole la impoluta camiseta blanca de un tono rojizo oscuro de apariencia enfermiza. Hizo caso omiso al reguero de linfa que le había propinado y me dio un suave beso en la frente, para después levantarse y seguir peleando.

Perdí el conocimiento varios minutos, por lo que cuando recuperé la consciencia, los guardianes ya habían sido aniquilados. Odrix me había metido en el coche y se había quitado la camiseta, partiéndola en dos y desechando la parte manchada; con la limpia me había hecho un tosco vendaje que cubría la herida de encima del pecho y de la espalda, pasaba por la axila y se sujetaba en el hombro. Me seguía doliendo demasiado como para poder pensar con claridad, pero logré darme cuenta de que Sangilak estaba en el asiento de atrás y con el hocico cerca de mi oreja. Suavemente produjo un débil gemido y yo le acaricié con el brazo bueno, dándole a entender que estaba bien.

—Mierda, esto no debería haber pasado —maldijo Odrix, conduciendo con violencia y dando volantazos. Me fijé en que su torso desnudo lucía varios arañazos, pero no tenía ninguna herida seria.

—No…te… tú… —hice un amago de tranquilizarle, pero la voz no me salía. Mis cuerdas vocales estaban bañadas en sangre y si seguía intentando emitir un sonido, encharcaría todo mi interior.

—No hables —me avisó (demasiado tarde, a decir verdad)—. Enseguida estaremos en casa.

Volví a perder la consciencia durante un rato, aunque la recuperé cuando llegábamos al campamento. Odrix me llevaba en brazos, intentando no rozarme ninguna de las desembocaduras de la herida. Intenté mantener erguida la cabeza, pero los músculos del cuello tampoco me respondían y me limité a dejar que se balanceara hasta que Odrix me cogió más firmemente y pude apoyarla en su regazo. Cerré los ojos para no marearme, pues estaba demasiado débil como para hacer esfuerzos. Intenté captar sonidos del exterior, pero de pronto hubo tal cúmulo de voces resonando en mis oídos, que traté de no escuchar y conseguí interponer una barrera invisible con la que me protegí de todo ruido molesto. Escuchaba todo con lejanía, como si estuviese en una habitación distinta a los demás, pero escuchaba, al fin y al cabo.

Cuando abrí los ojos Odrix acababa de dejarme echada en mi cama y Jenna tenía algo blanco en las manos. No supe identificar qué era, pero segundos más tarde lo descubrí, cuando me quitó la camiseta de Odrix de encima y, tras un grito de sorpresa por parte de todos los presentes, me vertió un líquido que escocía de sobremanera, para después cubrirme las heridas con un suave tejido. Las vendas hicieron presión y aliviaron un poco el dolor, pero seguía sintiendo la cabeza embotada y las heridas ardían como el fuego de un dragón. Observé con ojos vidriosos cómo todos me miraban con tristeza, apiadándose de mí y rogando a un dios inexistente mi temprana recuperación.

Odrix me cogió de la mano y me dijo algo, pero no fui capaz de entenderle. Simplemente las palabras se agolpaban en mi interior, negándose a cobrar un significado coherente. Zäcra miró con rencor al rubiales y salió de mi cabaña, desapareciendo de mi vista. Nadie la siguió con la mirada excepto yo, pero Odrix captó mi atención de nuevo cuando intercambió unas cortantes palabras con Iarroth. Tras unos segundos de discusiones en susurros, todos abandonaron mi pequeña cabaña excepto Sangilak, Odrix y Azör. El pájaro se posó en el taburete, descansando mientras me miraba con agudeza. Sangilak se tumbó a mi izquierda, con cuidado de no rozarme el vendaje, y apoyó la cabeza en mi vientre. Odrix, que seguía teniendo su mano entrelazada con la mía, me retiró el pelo de la sudorosa frente y me abanicó con un papel o similar. Suspiré de cansancio y me dejé llevar a la pérdida de conciencia mientras, con algo de malicia, sonreía al pensar que Odrix me había elegido una vez más antes que a nadie.

viernes, 1 de julio de 2011

Cap 13 - Los guardianes de la lluvia (2/3)

Caminamos en silencio por la calle húmeda. Había llovido y era fácil resbalarse, pero tratábamos de hacer el menor ruido posible. Estábamos en el sector trece; una zona barriobajera con poca tecnología. No había edificios altos, sino hoteles de no más de tres pisos y casas individuales que parecían tener demasiados años como para mantenerse en pie. Era un área de mala muerte; el lugar en el que nadie querría acabar. Pero nuestro objetivo, Senya Freeman, estaba allí.

Odrix le echó un último vistazo al papel que Iarroth le había dado y me condujo por una estrecha calle. Sorteamos bocas de túneles de basura, antiquísimos automóviles y motos, y farolas viejas y estropeadas. Al llegar a una casa gris, con un pequeño jardín delantero y las puertas de madera, Azör, que había permanecido en el hombro de su amo durante todo el rato, levantó el vuelo y se metió por una ventana abierta. Al cabo de unos segundos volvió a salir y aleteó cerca de la pared, indicando que no había moros en la costa. Subimos por el canalón, dejando a Sangilak en suelo firme, y al final nos colamos por la ventana.

Aterrizamos en el dormitorio de Senya. Era una habitación pequeña, algo menor que las cabañas del campamento. Aunque originariamente había sido pintada de un color claro parecido al azul claro, la espesa capa de pintura se estaba desconchando y dejaba al descubierto la pared de ladrillo rojo. El suelo estaba cubierto por una moqueta de color azul oscuro, que antaño habría podido ser suave y espesa, pero que en ese momento parecía una alfombra vieja. No había muchos muebles, tan sólo una mesa escritorio en la que había una pila de ropa y otra de libros, con una silla al lado, y la cama. En ésta, sobre la cubierta blanca con topos, descansaba Senya. Al principio me asusté, porque tenía los ojos azules abiertos de par en par, pero al reparar en su acompasada respiración me di cuenta de que dormía sin cerrar los párpados. Parecía que dormía plácidamente, aunque lo había hecho leyendo; un libro abierto descansaba sobre su pecho y, sus manos, blancas y huesudas como las de un muerto, estaban apoyadas sobre la tapa. Su cabello negro se desparramaba alrededor de su cabeza y su cuello, como una aureola oscura. A su lado, agarrado a una de las viejas columnas que había a ambos lados de la cabecera de la cama, dormía un gran cuervo negro.

—Es ella —verificó Odrix en un susurro—. Déjale la nota.

Odrix me había dado posteriormente un pedazo de papel en el que había anotado lo mismo que en el mensaje que me había enviado a mí semanas atrás; el código para descubrir la entrada al emplazamiento de Los Rebeldes. Saqué la susodicha nota del bolsillo interior de la gabardina que me había prestado Jenna y, con suavidad, extraje el libro de Senya de sus manos —uno de los últimos tomos de Harry Potter, una novela viejísima pero muy buena—, colocando la nota entre las páginas que habían permanecido abiertas. Acto seguido, dejé el libro a su lado, sobre la cama, cerciorándome de que la nota sobresalía lo suficiente como para percatarse enseguida de que estaba allí, y le indiqué a Odrix con un ademán que era hora de irnos. Bajamos de nuevo por el canalón y llegamos junto a mi lobo, que nos había esperado con paciencia.

Decidimos robar uno de las motos para ir más rápido a los dos sectores que nos faltaban; el veintisiete y el cuatro. Desgraciadamente, ninguno era lo suficientemente nuevo como para no llamar la atención a tan altas horas de la madrugada. Además, llamaríamos demasiado la atención si Sangilak corría detrás del ciclomotor, ya que no podía subirse con nosotros. Al final, cogimos un coche. Era una especie de todoterreno viejo y negro, y aunque estaba lleno de polvo (algo que arreglamos pasando por encima un trozo de papel que había en suelo), era el único que no tenía abolladuras, agujeros de bala o las ruedas pinchadas. Por supuesto, la llave no estaba, pero rompimos la ventana y accedimos sin problema al interior del vehículo. Después, tras unos cuantos retoques de cableado por parte de Odrix, el motor del coche arrancó.

Nos dirigimos al sector veintisiete. Mi amigo no sabía dónde estaba exactamente, pero era un lugar que yo conocía, pues allí había un parque al que me llevaba Cora hacía muchos años, ya que estaba cerca de casa. Echó un nuevo vistazo al papel que le había entregado Iarroth y giró el volante con demasiada brusquedad. Sangilak gruñó.

—No sabía que supieras conducir —comenté, mientras observaba cómo Azör sobrevolaba la calle unos metros por delante de nosotros.

—En realidad no sé hacerlo —confesó, dando otro volantazo mientras sonreía—. Es la primera vez que conduzco.

—Ya me parecía.

No tardamos mucho en llegar. El sector veintisiete era una zona un poco más aceptable que el área trece, pero aun con todo era un barrio pobre. No había casi ninguna casa, tan sólo edificios de no más de veinte plantas. Los automóviles eran más modernos, pues todos eran voladores, y parecían estar en buenas condiciones. Salimos del coche seguidos por Sangilak, que no parecía muy contento de estar allí. Levantaba las orejas hasta límites insospechados, y miraba a su alrededor con agresividad, enseñando los dientes cada dos por tres.

Entramos en uno de los edificios y miramos a nuestro alrededor. Nos encontrábamos en una especie de vestíbulo, al cual se accedía por tres puertas distintas y un ascensor. Subimos a la décima planta, y allí cruzamos una puerta mal cerrada, gracias a la cual pudimos introducirnos en la vivienda de una de las futuras rebeldes.

La encontramos dormida en el sofá. Estaba enfrente a una vieja televisión, tapada con una horrible manta a cuadros verdes y rojos. Berna Rolland era pelirroja, pero no tenía un pelirrojo anaranjado como la mayoría de la gente, sino un cabello de color rojo pasión; rojo sangre. Sus ojos estaban ocultos tras unos párpados tan claros como el resto de la piel de su cuerpo, que aunque era blanca como la leche, estaba moteada de pecas pardas por las mejillas, el cuello y los brazos. No parecía muy alta, pues no abultaba mucho en el sofá, pero a su lado descansaba plácidamente un gran oso panda. Me asusté al verlo; nunca había estado en presencia de uno y me impuso bastante.

Cuando Odrix le dejó la nota en la mesa contigua al sofá, nos marchamos y nos dirigimos con el coche al último sector; el cuatro. Era un barrio un poco pijo y bastante caro, pero por suerte no había nadie despierto que pudiera descubrirnos. El viejo coche levantaría demasiadas sospechas, al igual que Azör.

Sólo faltaba por entregarle una nota a Caroline Mirren, una chica que, a pesar de no tener un apellido muy bonito, era bastante guapa. Dormida parecía una pequeña princesa, con su cabello rubio y su piel clara. Tenía un sueño tan tranquilo que nos esforzamos más que con las otras dos en no hacer ningún ruido. A su lado, haciendo alarde de belleza, descansaba un esbelto ciervo con las astas totalmente desarrolladas. Estaba despierto y nos miró con agresividad cuando entramos en la habitación (sobre todo a Sangilak), pero por lo visto decidió que o no éramos suficientemente amenazantes, o que podía confiar en nosotros. El caso es que le dejamos una nota donde él pudiera verla para que, así, en el caso de que Caroline fuera un poco despistada y no la descubriera, su guardaespaldas se la enseñara al despertar.

Sangilak salió delante de nosotros mientras Odrix y yo discutíamos en voz baja.

—¿Volvemos en coche al campamento?

—Armaríamos demasiado escándalo.

—Pero si hemos venido con ese trasto viejo y nadie nos ha descubierto…

—Pero no hemos hecho todo el recorrido en coche. Un trecho lo hemos salvado andando…

Al salir de la casa nos encontramos con Sangilak, que gruñía hacia algún punto en la oscuridad con las orejas hacia atrás, el pelo erizado y los colmillos sobresaliendo entre sus casi inexistentes labios. Sus ojos rugían de rabia, avisando al enemigo de que aquél no era un lugar seguro para quedarse por mucho tiempo.

—¿Nani? ¿Teki? —pregunté en japonés. Sangilak me lanzó una mirada de peligro y volvió a mirar donde antes. De pronto, se lanzó a por el oponente en medio de la oscuridad.

—¿Qué demonios ocurre? —exclamó Odrix agarrándome del brazo.

Se oyó un sonido metálico, seguido del aullido de mi lobo.

—Mierda —maldije, desenfundado dos de mis pistolas de mi cinturón.

—¿Qué es lo que pasa?

—Nos han descubierto —contesté, comprobando que las pistolas estuviesen cargadas—. Sangilak está ocupándose del primer guardián.

—¿Cuántos hay? —preguntó, entrando en el coche y desordenando la guantera en busca de un arma. Encontró una especie de metralleta pequeña de color negro y la recargó con la munición que había suelta entre los papeles y dinero que habían escondido la ametralladora.

—De momento sólo uno, pero no tardarán en venir más —aseguré—. Sangi, ¿estás bien?

Mi guardaespaldas gruñó para indicarme que sí lo estaba, así que no me quedó más remedio que suponer que seguía peleando, ya que con la oscuridad que reinaba en la calle no podía ver gran cosa.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Odrix.

—Creía que tenías tú uno —le acusé, poniendo los brazos en jarras.

—Eres la voz cantante aquí. Parece que sabes lo que haces —contestó, encogiéndose de hombros.

Suspiré.

—Esperemos que tarden mucho en llegar los demás. Si nos da tiempo a huir antes de que nos vean, estaremos salvados. Hay que luchar para que no se queden con nuestras caras.

Pero en eso me equivocaba. Los guardianes ya habían visto la mía, y por eso habían atacado. Por lo visto alguien había ordenado mi búsqueda y captura por toda la ciudad, y los guardianes se estaban encargando de ello. Éstos no eran más que androides, una mezcla rara entre humano y robot, que trabajaban al servicio del gobierno. Normalmente los usaban para encontrar a los fugitivos que se habían atrevido a hackear el sistema operativo de algún ordenador central del Estado, o algo así. Aunque por lo visto también habían empezado a cazar adolescentes.

Aparecieron más guardianes antes de que Sangilak acabara con el que estaba luchando en ese momento. Eran una especie de versión mejorada de Terminator, pero con aspecto más normal, habla menos entrecortada, y menos masa muscular. Tenían la pinta de un humano más o menos corriente; eso era lo que les hacía tan peligrosos. Lo único que les delataba eran los ojos; estaban fríos, sin vida, como congelados en el tiempo. Por desgracia, aunque no pudieran ver como las personas normales, sino con una cámara que tenían en algún punto oculto de la cabeza, seguían siendo rápidos y desenfundaron sus pistolas a la velocidad de la luz. Comenzó una ruidosa batalla de balas que mayoritariamente fueron a parar al coche, pues Odrix y yo lo usamos de escudo para protegernos. Sangilak consiguió romper los hilos que unían los cables del androide con el sistema nervioso del hombre que le contenía, y el robot-humano se desestabilizó, echando un humo negruzco y cayendo al suelo, abatido. Sólo quedaban seis.

Seis que no fueron fáciles de vencer. Odrix y yo entendimos al cabo de unos minutos que era más fácil actuar espalda contra espalda, venciendo cada uno a un enemigo a la vez pero protegiendo la retaguardia del compañero. Me alivió comprobar que no venían más guardianes, y cuando sólo había dos en pie, me descuidé un poco y no esquivé bien la lluvia de balas que me dirigió uno de ellos. Me escondí detrás del coche en vano ya que no había llegado a tiempo; una mujer androide había conseguido que una bala plateada se introdujese en un punto cercano a mi hombro, por encima del pecho y debajo de la clavícula.

Sentí un dolor extremo. La bala me atravesó de parte a parte, saliendo por mi espalda y escapándose en la oscuridad. Con cada milímetro de carne que removió, un millón de agujas hicieron mella en mi interior, dejando correr la sangre como si de una fuente se tratase. Es indescriptible lo que se siente. El subidón de adrenalina se convierte en un sofoco de color rojo y negro, que te ciega por momentos y te roba el oído haciéndote sentir un extraño deseo de muerte. Después llega el frío, y es cuando te sientes sumido en una nada de color blanco, en la que eres incapaz de moverte o hablar. Aunque la bala ya no esté en tu cuerpo, éste sigue ardiendo por el contacto del metal con las entrañas y trata de dejar salir el alma para aliviar presión, oprimiendo el estómago hasta hacerte vomitar.

Y todo esto, en un solo segundo. Tras los primeros instantes de petrificación caí al suelo de rodillas y, jadeante, intenté apoyar la espalda en la puerta del coche, en un intento por no desplomarme totalmente. Dirigí una atemorizada mirada a mi herida y comencé a hiperventilar. Es increíble la cantidad de sangre que puede llegar a salir de un cuerpo herido de bala. Sentí impulsos de vomitar y ladeé ligeramente la cabeza para apartar de mi vista aquella atrocidad y liberar mi vientre sin empaparme a mí misma, pero en vez de expulsar el contenido de mi estómago, empecé a escupir sangre de forma brusca.