Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

viernes, 29 de agosto de 2014

El mecánico

Había una vez un buen mecánico. Era alto y apuesto, de cabello oscuro. Su risa hacía temblar las paredes y sus brazos eran duros, fuertes. Para arreglar y proteger. Sus manos grandes podían amarrar una soga irrompible a un tanque y acariciar una mejilla con la suavidad de una pluma.

El buen mecánico, un día, se sintió solo. Y decidió crear una niña mecánica. En muchos aspectos, esa niña era igual que su padre. Pero puede que, temeroso de causar algún estrago, no apretara lo suficiente un par de tuercas, porque aquella niña no era mecánica. Era una niña de carne y hueso que fruncía el ceño cada dos por tres y que pasaba horas sentada, observando su alrededor y, seguramente, odiando cada cosa que estuviera cerca de ella.

Eso no le pareció bien al buen mecánico. Frunció el ceño, igual que su hija, y trasteó con todos los engranajes, los muelles y los tornillos, hasta que se dio cuenta de lo que faltaba. Y supo que aquello había sido un colosal error de cálculo, porque lo que le faltaba a la niña mecánica era un corazón.

Entendió entonces que siempre estaba fría porque por las venas de los brazos y las piernas no corría sangre, sólo el aire que inhalaba por la nariz. Y el buen mecánico se sintió aliviado, aunque lo más duro estaba por llegar. Con un destornillador se abrió el pecho y serró un trocito de su propio corazón, no demasiado grande, pero tampoco muy pequeño. Volvió a cerrarse y se ocupó de injertar el músculo en la niña mecánica: cuando terminó, la piel de la pequeña cobró un tono rosado muy saludable, y su carne se volvió cálida. La niña empezó a sonreír, a curiosear, a reír a carcajadas que hacían temblar las paredes, como las de su padre. Hizo volteretas, el pino en la pared, regaló flores, persiguió mariposas, pintó maravillas en muros, suelos y sillones.

Pero un tiempo más tarde la luz de su piel se apagó, y la niña mecánica empezó a estar triste todo el tiempo.

El buen mecánico, preocupado, le desatornilló el pecho de nuevo. Dentro estaba el trozo de corazón, negro como la boca del lobo, marchito por el tiempo y el desgaste de la vida. Pero se había agarrado a su cuerpo como un árbol a la tierra. No tuvo más remedio que dejarlo, volver a seccionar el suyo propio y extraer una porción para su hija.

Esto se repitió muchas veces a lo largo de los años. Los trozos de corazón cada vez duraban menos, y el buen mecánico cada vez se sentía más apático, porque cada vez tenía menos sangre y corazón.

Pero nunca, nunca dejó de darle la vida a su hija.

La niña mecánica creció sana y siempre feliz, y con el paso del tiempo su corazón fue tomando forma. Llegó el día en que tuvo por entero el corazón de su padre, excepto un minúsculo trozo, más diminuto que un grano de arroz.

El buen mecánico quiso dárselo a su hija, pero ya no tenía fuerzas. Sus potentes brazos no lograban sostenerse por sí solos; sus manos suaves hacía mucho que habían dejado de funcionar bien. Y la niña mecánica únicamente pudo sostener esas manos entre las suyas mientras su padre cantaba, postrado en la cama y ciego de delirio.

Cuando el buen mecánico murió, el corazón —el de ella, el de él, el de ambos— sufrió una sacudida. Y la niña mecánica supo que la pequeña herida que sufría, el minúsculo trozo que faltaba, era un agujero que con el tiempo se haría más y más grande, porque nunca se podría cerrar. Porque el resto de ese corazón estaba en otro cuerpo.


Y porque la niña mecánica nunca hubiera sobrevivido sin su padre.







Dos años ya, y te sigo queriendo lo mismo.
O puede que más.