Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

miércoles, 25 de abril de 2012

Danza Nocturna

El atardecer murió en mi piel y los últimos rayos de Sol iluminaron la habitación, como una despedida cruel ante una partida inminente. La Reina y sus Princesas no tardarían en llegar, siempre acudían a nuestra cita cuando el cielo se tintaba de negro y las almas desaparecían de las calles. Eran mi única compañía durante la noche, y aunque nuestra relación no era estrecha, tampoco era efímera. Teníamos todo el tiempo del mundo.
Las Nubes no aparecieron aquella vez, quizá tenían algún compromiso con los bravos Vientos del norte, o igual le debían un vals a las Montañas y habían ido acumplir su promesa. Esa noche estábamos tan sólo las Doncellas Fulgurantes y yo, más oscura, minúscula y mediocre que ellas, pero igual de eterna. Me atreví entonces a cambiar mi usual indumentaria negra por un vestido de sangre. Sabía a ciencia cierta que los lobos no aparecerían —según me había contado un pajarillo, habían ido a visitar a las hijas de los perros de las granjas del Este—, así que no podrían ni rasgar ni estropear mi ropa. Y aunque yo nunca sería tan brillante como ellas, pues se parecían a las mismísimas hadas y a los ángeles, con sus capas de luz y sus ojos claros, mi color rojo era intenso. Y eran la fuerza y el poder lo que le ponían punto y final a todo.
Guardé mi guadaña cuando aparecieron la Luna y las Estrellas. Llegaron en carruajes celestiales, con vestidos de galaxias y brillando como luciérnagas. La Luna era la más reluciente de todas, tanto, que todo lo que se hallaba a su alrededor parecía oscuro en comparación. Comenzó el baile y ella se mantuvo a una distancia, expectante.
Me sentía viva —ironías de este universo plagado de casualidades—, y mis pasos firmes y seguros convencieron a la Emperatriz de las Estrellas para que me pidiese un tango. A cada movimiento más energía acumulaba, y tras unos cuantos bailes incluso la mismísima Reina quiso compartir conmigo una canción. Nadie se lo hubiese creído: Luz pura, blanca y creadora de mareas, guía de perdidos en el mar, faro de los habitantes de la tierra; bailando con la Oscuridad, el agujero negro, la perdición, el miedo, la muerte. Las Princesas nos admiraban. El contraste entre negro y blanco hubiese sido mayor, pero no me arrepentía de haberme cubierto de sangre. Eso me hacía destacar, me imponía sobre las Doncellas. Con mi capa negra la oscuridad del universo hubiese sido una extensión de mí, hubiera parecido mayor, pero no por ello más poderosa. Más bien me habría servido de camuflaje, así que ¿qué sentido tenía?
Bailamos durante tanto tiempo que el mundo empezó a descolocarse. La Luna y yo ejercíamos una atracción sobre la otra imposible de describir, pero ambas sabíamos que pronto llegaría el Sol para aguarnos la fiesta. Mi partida y mi dejadez aquella noche para el trabajo habían provocado el desequilibrio entre la vida y la muerte, y eso era algo que debía arreglarse pronto. De lo contrario nadie podría salvarse; ni las Doncellas Fulgurantes, ni los lobos, ni las Nubes, ni los humanos, ni yo misma.
Luz y sombra se separaron al amanecer, Sol reinó de nuevo, Luna durmió junto a sus Princesas y yo, tras vestirme, empecé a segar almas otra vez.

jueves, 5 de abril de 2012

¿Dónde han ido las nubes?

Me hallo sumida en la oscuridad. Me pesa el cuerpo, como si fuera de plomo. En realidad a él no le pasa nada; soy yo. Estoy agotada. Las piernas se me han dormido de puro cansancio y ya no siento la fría baldosa en mi piel desnuda. El torso aún lo conservo ligeramente caliente, pero mis brazos están a punto de dormirse. Me hormiguean. Y mi rostro tiene un tacto extraño; el de lágrimas secas. El cabello me hace cosquillas en el cuello, pero no tengo fuerzas ni para alzar la mano y aliviar el picor. Estoy cansada. Cansada de vivir.

Abro los ojos. Una tenue luz ilumina la estancia; es el sol. Está amaneciendo. Sin apenas mover la cabeza soy capaz de distinguir el desorden de la habitación. La ropa amontonada en la mesa, los libros desparramados por el suelo, la silla volcada, la cama deshecha, el armario con las puertas rotas, los cuadros de lado, las joyas esparcidas por los suelos. Mis ojos, después de rebuscar por la habitación algo que no existe, retornan al principio.

Algo se mueve; miro hacia la derecha. No, es sólo una blusa que cae de la mesa al suelo. Probablemente el peso del montón de ropa ha hecho mella y la ha empujado ligeramente, haciendo que se precipitara al vacío.

Cierro los ojos y pienso. La oscuridad me mantiene alerta, pero me dejo llevar y mi mente se desliza entre la vigilia, el sueño y la muerte. El infierno me espera, unas manos sonríen malévolamente mientras aguardan mi llegada. El veneno de mi alma tira de mí, obligándome a bajar al averno, pero hay algo que me retiene y quiere llevar mi cuerpo en dirección contraria. ¿A qué espero? ¿Por qué no avanzo? Nunca ha habido dos posibilidades. Sólo estoy yo, y la nada. La oscuridad; el eterno vacío. ¿Por qué me niego a seguir entonces?

Aún queda algo.

Abro los ojos y los rayos de sol que entran por la ventana me ciegan, a pesar de que no están de frente. A penas son una tenue luz en la habitación, pero es suficiente como para hacerme parpadear, incómoda. He estado tanto tiempo rodeada de tinieblas…

A pesar del agotamiento muevo levemente los ojos y dirijo mis pupilas a la ventana. Examino el marco de madera estropeada, de un blanco sucio y roto. Los cristales están llenos de polvo porque nadie los ha tocado en años. El manillar, antes dorado, ahora es de un color indefinido que se aproxima ligeramente al negro, o quizá al marrón.

Al sonido del pulso y mi respiración se le suman el canto de los pájaros, que acaban de despertar y revolotean por allí en busca de algo. Alimento, follaje para un nido, un charco del que beber… nada demasiado profundo, sólo lo necesario para subsistir. Sería raro ver a un pájaro volar para buscar un amor perdido, o llorar por una fatídica tragedia. Aunque quizá lo hagan, y nunca les hemos visto. Quizá rían como los humanos, amen como los humanos, lloren como los humanos… Quizá. O quizá no. Qué más da.

Los amasijos de mi corazón tienen el mismo tono que el del amanecer. Amarillo anaranjado, rosa (¿o quizá violeta?), azul. Y rojo; sobre todo rojo. Como la sangre. Como el dolor.

Vuelvo a mover los ojos en busca del sol, pero me ciega. Los muevo de nuevo en busca de las nubes, pero no están (¿dónde han ido las nubes?). Y muevo otra vez los ojos en busca del cielo, y lo miro; pero no lo veo. El infinito cielo ha desaparecido para mí. Su eternidad me abandonó hace tiempo, hace exactamente el mismo tiempo que lo hicieron la lluvia y el sol. Y las blancas nubes.

¿Dónde han ido las nubes?