Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

domingo, 27 de octubre de 2013

Dèlire I

El olor a fruta dulce y pan recién hecho envolvía toda la casa. Sonaba un romance que nunca nadie supo cantar excepto mamá, con aquella voz que parecía la de una nereida. Quiéreme, amor, porque las olas se acercan y mi corazón no aguantará sin ti, decía la canción. Oía los pájaros a través de la ventana.
Erias entró corriendo a la sala de estar y se echó a mis brazos.
Backè —dijo mientras me miraba a los ojos. Le brillaban como guijarros celestes—, te quiero mucho. Te quedarás conmigo, ¿a que sí?
Todavía llevaba el uniforme. Los pantalones anchos y oscuros, llenos de bolsillos, las botas de suela gruesa. Y una camisa ligera de algodón que me dejaba a la vista los brazos llenos de heridas y cicatrices. Todavía tenía el pelo enredado y sucio, de un extraño color grisáceo por la ceniza, el humo y el dolor. Todavía tenía el cansancio en el cuerpo y ojeras amoratadas.
Pero esos ojos, esas manos alrededor de mi cuello y ese peso en mi regazo consiguieron sacarme la sonrisa más grande que había esbozado en mucho tiempo. Quiéreme, amor, porque las olas se acercan
—Siempre, pequeño —susurré, y Erias se ancló a mi pecho—. Siempre.
De pronto mamá dejó de cantar. El romance se detuvo de forma brusca, como si alguien hubiera levantado la aguja de un vinilo. No se oía ningún pájaro.
—¿Mamá?
Un temblor repentino recorrió las entrañas de la tierra y ascendió por mi columna vertebral, sacudiéndome hasta el alma. Nadie me respondió. Sólo el golpeteo de un tambor inmenso que no podía ver ni tocar.
Alerta, sostuve con firmeza a Erias, que se había quedado dormido, y me puse en pie. Todo se había petrificado. Noté entonces que disminuía el peso que llevaba encima y se deslizaba por mis piernas. Miré hacia abajo… y mi garganta se quedó muda mientras gritaba de terror.
Algo compuesto de carne podrida y cenizas frías había sustituido a mi hermano. Mis manos delgadas habían apretado con demasiada fuerza aquello que se me resbalaba de entre los dedos, rozando mi piel y provocándome escalofríos. Tenía la forma de Erias, tenía sus espantosos ojos azules y su cabello rubio, pero aquella sonrisa sin dientes no era suya, aquella piel negra no era la suya… y el cadáver cayendo despedazado como la lluvia al suelo de piedra, una suerte de lepra infernal, una pesadilla que desintegró el único corazón que me había esperado durante la guerra… no era él.
Lo solté tan rápido como si fuera una bomba y cayó al suelo mientras me apartaba, con el corazón a mil, mirándome las manos en busca de algo que indicara que iba a disolverme en el aire también. Entonces el temblor tronó de nuevo como el rugido de una bestia, y un instante antes de la explosión supe que iba a morir.
Vi los muros abalanzarse hacia mí, titanes de piedra que reclamaban mi vida con cada milímetro de su ser. Caí de espaldas sobre la muerte de Erias y quise chillar, porque me habían puesto un arma entre las manos, me habían enseñado a disparar el gatillo, me habían mandado a parajes desiertos a combatir a soldados tan jóvenes como yo y habían visto cómo pasaba de niña a mujer entre cadáveres, muertos que hablaban y pesadillas que me acechaban por las noches, pero nunca, nunca, me habían preparado para aquello.
Y quedé atrapada en los cimientos de una casa en ruinas, de un hogar destrozado por una ola de fuego, por una explosión que terminó con sus vidas y mi corazón al mismo tiempo. Quiéreme, amor, porque las olas se acercan…

Con la tos en los labios y los pulmones en la garganta recordé que le había prometido mi presencia a alguien que ni siquiera me llegaba por la cintura cuando estaba vivo. Y los latidos perdidos resonaron en mi cabeza. Y rompí a llorar.

miércoles, 16 de octubre de 2013

mejor que sentir arder la carne

vomito hasta que no me quedan entrañas entre las costillas. algo de sangre en el esternón, músculos escondidos tras las caderas. la muerte en todos los poros de la piel.

cuando era pequeña vivía en un barco encallado en medio de un valle. al anochecer las estrellas eran las únicas que iluminaban las cubiertas desgastadas de madera, los mástiles partidos por el viento, la proa pintada de verde esmeralda. y unas manos conocidas sostenían las mías bajo la luz de una única vela llameante.
el mundo era mío, ¿sabes? no poseía nada, pero tenía suelo que pisar y pies con los que hacerlo, y manos con las que tomar a mi guía y ojos para ver el camino en la oscuridad. y el mundo era mío porque tenerlo todo cuando no tienes nada es aceptar que tu realidad es tan estable como la pluma de una gaviota en la cima de un faro en la costa.

que nunca te dije que me vibraba el corazón cuando tenía una Harley entre las piernas porque el despecho y la rabia dieron paso al orgullo y el egoísmo, y ya compartí demasiadas cosas como para cederte eso, regalarte mi motor vital de forma desinteresada, sin obtener algo a cambio. no, cariño, las cosas no funcionan así. regalarte aliento está bien si el calor nocturno es recíproco.

eres muerte, hambre, enfermedad y sed, eres la arena que caló hondo en el esqueleto de mi navío y la ancló a ese valle, entre las montañas, a caballo entre la nostalgia y la desesperación. allí nunca sale el sol porque es territorio de nadie, y ni siquiera la luna se atreve a aparecer. las estrellas no son valientes; son estelas de cosas que fueron y ya no son. cosas que ya no están.

esconder cosas tras la niebla está bien a corto plazo, pero una vez recibido el primer golpe no fallaré otra vez. no caeré de nuevo en la trampa.

puedo sobrevivir sin esas manos amables bajo la luz del fuego. mejor eso que sentir arder la carne… ¿no?

jueves, 10 de octubre de 2013

"despierta, pequeña, hemos llegado a París"

en la noche rugió el motor. los ojos felinos alumbraban la carretera y las estrellas los seguían de cerca, llorando de pena por la ausencia de la luna. el Chevrolet era del color del mar pero tenía los sillones de cuero desgastados, como si pertenecieran a alguien que nunca había podido permitirse ir a la playa.
la ventana estaba abierta para que el humo no ahogara los pulmones. escapaba de los labios gruesos mientras unos helados dedos sujetaban el cigarrillo encendido, junto a un suspiro, junto al canto del viento que entraba en el coche. la radio sonaba bajito porque no quería despertar a Luce.
el conductor. fumador, joven, caucásico. rostro sereno y ojos negros. preocupados.
el copiloto. trenzas doradas, profundamente dormida. seis años y medio.
Luce decía que el Chevrolet era del color del mar porque le recordaba al azul de mamá. y por eso buscaron sus ojos por todo el mundo, porque bajo tierra no podían hacerlo; y los encontraron en cada vaso de cristal, en cada bandera, en cada reloj de bolsillo. la humedad en las pestañas les endureció el corazón.
luces de ciudad. "despierta, pequeña, hemos llegado a París". 
entre bostezo y bostezo de Luce, él apagó el cigarrillo ahorcándolo contra el volante. las llaves tintinearon en el contacto.
qué bonita es la vida cuando lo único que te ata a la tierra es un paquete de tabaco. y una niña rubia. y un Chevrolet del color del mar.