Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

miércoles, 30 de enero de 2013

Eric


El tiempo se congeló de pronto en Baker Street cuando Eric dobló la esquina. Destacaba entre la multitud como un brillante galeón de oro entre los guijarros negros de la costa, y cualquiera habría acertado a decir por qué.
Era alto, tanto que Layla tenía que doblar el cuello y mirar hacia arriba cuando quería besarle —y ella nunca habría podido pertenecer a la tribu de los pigmeos—. Tenía un andar elegante de actor de los cincuenta y la voz de barítono del rey del rock. Nadie era capaz de apartar la mirada cuando Eric abría la boca y no se sabía qué te sacaba de la realidad con mayor fuerza, si el susurro al rasgar las palabras con las cuerdas vocales, o la sonrisa burlona e inocente salpicada de dientes perlados como el nácar.
Visto desde la retaguardia Eric era impresionante; visto de frente, mucho más. Tenía una espalda fuerte y potente, con la piel morena como la de un mulato, que se estrechaba conforme llegaba a las caderas. Aquella curva era más bonita que cualquier otra, más que las de sus brazos, trabajados y con la musculatura tensa vibrando bajo la piel; más que la de su torso, suave y duro como el terciopelo que recubre una plancha de acero. Sus manos también jugaban un gran papel, porque aunque no eran perfectas tenían los dedos largos y fuertes y eran capaces tanto de espantar las pesadillas de Layla con un gesto como de acariciarle la nuca mientras dormía boca abajo; podían hacer cantar a la guitarra negra sin nombre y con ello hacer llorar a cualquiera con oídos para escuchar; podían forjar cualquier herramienta lo suficientemente afilada como para asesinar a un hombre, pero también podían hundirse en la tierra y sostener una diminuta planta con el mismo mimo que si fuera una de las blanquísimas manos de Layla. Eric podía, con aquellos dedos, susurrar palabras al viento, mecer el agua y crear sinfonías en roca y tierra.
Cuando alguien miraba a Eric se quedaba sin respiración. No se puede expresar de otro modo. El diafragma se petrifica antes de terminar una inhalación. El aire se queda atrapado dentro de los pulmones, silencioso como un pajarillo mudo y sereno en una jaula de carne y sangre. La heterocromía total siempre confunde a la gente, pero la aleación de verde dorado y azul marino no reflejaba ni la mitad del misterio que envolvía esa mirada, propia de quien nunca ha conocido un no por respuesta pero siempre tiene la decencia de preguntar.
A pesar de que la diosa fortuna había sido más que benevolente con Eric desde que se inició el verano de su nacimiento, él siempre dijo que su mayor suerte fue encontrar a Layla. Para qué contentarte con una doncella cuando puedes aspirar a tener a la misma reina, le decían algunos. Nadie entendió (y él no se detuvo a explicarlo) que ella era el sol que lo guiaba y también su luna, que propiciaba las mareas y marcaba el comienzo y el final de los ciclos de cada año. Nadie entendió que de nada le servía a él contar con una ostentosa embarcación, bella y recargada. No, sin su brújula de ébano, nieve y plata, que sabía llevarle por el buen camino.





Esta es la continuación
de un microrrelato
llamado 'Layla'
que apenas 
ha visto la luz.

viernes, 18 de enero de 2013

Sirena


Escondido en las profundidades de mi habitación, me examiné las manos y contemplé la posibilidad de hacer algo de mínima utilidad con ellas. Hacía mucho tiempo que no les daba un buen uso; preparar el desayuno, hacer la cama y escribir apuntes no eran cosas importantes. Agarrar la pelota de baloncesto en los partidos después de clase tampoco lo era. Ni desenredar la correa del perro para sacarlo a pasear por la calle más larga y sinuosa de la ciudad.
Lo que yo quería era crear, mancharme las manos de arte, empaparlas de palabras y de las sensaciones que me transmitía la música, crear un ritmo con los dedos, amar con la piel, escuchar el viento vibrar entre las palmas. La necesidad de hacer algo era demasiado fuerte, pero qué, qué hacer, ésa era la cuestión, porque si bien me sobraban ideas, no iban de la mano con el tiempo.
No me atrevía a salir. Ya no era una cuestión de aguantar palabras ajenas con la boca cerrada, no era cuestión de agachar la cabeza y absorber los insultos como una esponja, no era cuestión de ser fuerte y aguantar todo aquel veneno que se me colaba entre los poros de la piel y se instalaba entre mis huesos, ahí escondido, para hacerme fallar en el momento menos oportuno. Ya no se trataba de eso, sino de otra cosa bien distinta.
Salir de allí sería como entrar en una sala oscura después de pasar todo el día a pleno sol mirando al cielo; me sentiría desorientado, mareado, incapaz de ver nada. Las paredes del pasillo eran demasiado negras para mí tras pasar tantas horas en mi habitación azul; las escaleras, pequeñas y estrechas, me parecían claustrofóbicas en comparación con el parquet llano y suave de mi pequeño santuario. Y los sonidos, ah, la amplia gama de sonidos… era algo tan diferente que podría catalogarse en distintos capítulos.
Hacía mucho que había dejado de prestar atención al mundo exterior. Me parecía algo tan sencillo y banal que no tenía la menor intención de dedicarme a cosas que no me interesaban. Vive y deja vivir, ése era mi lema, y si alguien decidía atacarme traspasando los límites de mi territorio ya entraría en un conflicto directo conmigo, tanto si quería como si no. Era el precio a pagar por despreciar mi arte, por rebajar mis obras al nivel del barro que todo el mundo pisa pero al que nadie presta atención.

Así que pinté, pinté mil y una cosas después de dibujar, y luego coloreé de nuevo, esta vez con palabras, y entonces dos idiomas distintos se mezclaron creando algo único, como cuando fruto de dos razas unidas nace un primogénito de evolución mejorada, de anatomía mayor eficiente. Y en mi cuaderno aparecieron manchas de tinta que formaron notas musicales y claves de sol; claves de sol que bailaron con claves de fa y cantaron a coro con los silencios, siempre presentes, discretos y sutiles como el viento en una noche silenciosa. Y todo, las melodías, las palabras, los trazos en el papel, todo eso desembocaron en ella, en ella y en nadie más, porque la inspiración no podía venir de ninguna otra parte.
'¿Qué escondes en esos ojos?'
'Una canción de arpa. Y el consejo de la luna.'

Eso le pregunté una vez. Y eso me contestó.
El consejo de la luna. ¡Qué graciosa! Era algo tan ridículo que no supe si llorar o estallar en carcajadas. ¿Cómo la luna iba a darle ningún consejo? Si ella era mayor, mayor que Luna y Sol y todos los planetas del Sistema Solar, del brazo de Orión, de la vía Láctea. Ella era superior a todo eso y más; la magnitud del espacio que ni siquiera entraba dentro de la mente humana era tan sólo una infinita parte de ella, de su belleza, del brillo de su piel y el tacto de su pelo, de todo aquello que tocaba y los gestos que hacía. ¿Cómo la luna iba a darle ningún consejo? Era como si un esclavo le diese una orden a un rey, o un campesino pronunciase un sermón a un dios supremo. Simplemente inconcebible, imposible, completamente irrealizable.

Y por eso ella era superior al resto. Porque lo demás carecía de importancia, porque era la única que brillaba en un lugar donde no había Sol ni estrellas, porque su sonrisa te borraba las penas del corazón y las lágrimas de llanto de las mejillas.
Amadla, os diré. Amadla, pero hacedlo de lejos y con cuidado, porque tiene la fuerza de mil titanes y la seguridad del señor del averno, y os aseguro que esa mirada por la que atravesarías océanos enteros a nado también es capaz de obligarte a engullir un mar de lava. Y aún así, la pena por sentir su odio en tus propias carnes sería el mayor dolor de todos.