Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

martes, 29 de julio de 2014

La señora Pepper

La señora Pepper llevaba un moño deshecho y fumaba. Había tratado de ser pelirroja toda la vida, pero sus raíces castañas despuntaban sobre su cabellera del color de la madera de cerezo. A través de las nubes de humo que escapaban por sus labios distinguíamos sus ojos pequeños, perfilados en negro y enmarcados como un cuadro. Con su boca fina sujetaba el cigarrillo a medio fumar y después lo agarraba con los dedos, terminados en uñas largas cubiertas de una capa de esmalte Bloomsbury Pink, para exhalar un suspiro denso y gris que se difuminaba por la habitación. Su cuello largo, cuajado de pecas, estaba rodeado por una cadena de pequeñas hebillas plateadas. Daba la impresión de que alguien había querido pasearla por la calle igual que a un perro y no había encontrado nada a lo que enganchar la correa. Aparte de ese collar nunca llevaba puestas más joyas: no se agujereaba las orejas con pendientes de perlas blancas, como el resto de mujeres de su edad. En cambio tenía siempre la boca cubierta de carmín rojo, un rojo agresivo que nos hacía mirar sus labios y dejar de prestar atención a todo lo demás durante un instante.

Se ponía siempre la misma chaqueta vaquera, dos tallas más grandes que su cuerpo, y unos desgastados zapatos de tacón negro. A veces nos preguntábamos si no le dolerían los pies al caminar, si no llegaría tarde a casa todas las noches, se quitaría los zapatos antes de entrar a la sala de estar y los dejaría cuidadosamente en un rincón, se sentaría sobre la butaca orejera de color crema y se frotaría las plantas de los pies con sus dedos largos y cansados. A veces nos preguntábamos si tendría un hombre en casa que hiciera eso por ella, un hombre que no fuera su marido muerto en un incendio.

Tenía las piernas delgadas y nunca usaba sujetador. Mientras le mirábamos los pechos apretados en esas camisetas de tirantes finos ella se quitaba el cigarrillo de la boca y, tras expulsar de los pulmones un halo oscuro, nos miraba a los ojos para gritar concentraos, panda de mentecatos, ¡prestad atención de una puta vez! Entonces todos dejábamos de fijarnos en sus pezones fríos contra la tela de algodón y mirábamos el lienzo que teníamos delante.

 Siempre ponía música clásica en el radiocasete mientras empuñábamos los pinceles porque decía que aumentaba la capacidad de concentración, pero entre trazo y trazo se nos escapaba la mirada a su culo firme y no podíamos evitar dibujar una curva de más. Los colores siempre eran cálidos en nuestros cuadros. Los jarrones del bodegón siempre aparecían representados más redondeados de lo que eran. A ver quién se atrevía después a enseñarle el resultado a la señora Pepper sin sonrojarse o apartar la mirada. Veíamos claramente el rincón donde habíamos encerrado su cuerpo, veíamos sus tetas y sus caderas entre flores y frutas y no creíamos posible que ella no se viera retratada en ninguna de las manchas de colores. Era violento y abandonábamos la sala deprisa sin decir una palabra, muriéndonos de ganas de irnos y también de volver.

A veces nos la imaginábamos en un bar y fantaseábamos con invitarla a una copa. Alguien apuntó una vez (y muy acertadamente, si estamos siendo honestos) que ella ya tendría un whisky en la mano para cuando consiguiéramos encontrarla. Quizá llevaría el pelo suelto por una vez, el maquillaje corrido de llorar, o se habría quitado la chaqueta del calor humano del bar. Pero seguiría llevando los mismos zapatos, y seguiría arrastrando los pies entre los caballetes de madera, demasiado cansada para contonearse, y seguiría soltando tacos por esa maravillosa boca que todos deseábamos poseer.

 La echábamos de menos de jueves a martes porque los miércoles nos apiñábamos en la puerta del centro, resguardados de la lluvia por el alero del tejado, hasta que llegaba con su paraguas azul marinero y hacía tintinear las llaves para abrirse paso. La echábamos de menos los días que no desfilaba entre nosotros porque las noches las pasábamos con ella, cada uno en su casa y su catre, todos separados y todos soñando con su cuerpo. Y cuando dejó de liderar los bodegones y los lienzos empezamos a imaginarla detrás de cada par de zapatos de tacón, detrás de cada vaso de whisky, detrás de cada cortina de humo y de cada cigarrillo.



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