Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Cap 14 - Ulrik (2/2)

Odrix y Sangilak permanecieron conmigo toda la tarde y parte de la noche, aunque yo de eso me enteré después, ya que dormí como un tronco. A pesar de todo estaba consciente cuando hicieron el cambio de turno, y me puse nerviosa al enterarme de que Ulrik sería quien estuviese conmigo después de Joseph, que era el que dormía en ese momento cerca de mí, sentado en el taburete y apoyando la espalda contra la pared de madera. Intenté descansar todo lo posible antes de que llegara, ya que sabía de sobra que sería incapaz de conciliar el sueño en cuanto Ulrik pisara el suelo de la habitación.

Cuando amaneció, yo estaba despierta y presencié el momento en el que Odrix trató de entrar a mi cabaña, pero Ulrik, acompañado de su enorme cocodrilo, se le adelantó alegando que estaba menos cansado. El rubio se encogió de hombros, me guiñó un ojo y desapareció de allí. Ulrik le siguió con la mirada y se acercó hasta mi lado, sentándose en el taburete, donde minutos antes había estado el viejo Joe. Su cocodrilo me miró con aquellos ojos amarillentos y se arrastró por la habitación hasta tumbarse detrás de su amo.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó, visiblemente interesado, aunque creí que era más por educación que otra cosa.

—Agujereada. Por cierto, gracias por darme tu sangre.

Dicho eso me di cuenta de lo sádico que había sonado.

—De nada —contestó él de todas formas.

Se hizo el silencio unos segundos y aproveché para reflexionar. La mirada rojiza de Ulrik se clavó en mis ojos, provocando el gruñido de Sangilak. ¿Qué demonios le ocurría a aquel chico? ¿Por qué se comportaba así conmigo? Primero hacía como que se enfadaba conmigo, y después, me salvaba la vida. Aquello no tenía sentido, así que, tras dudar unos instantes, pregunté la duda que me corroía desde hacía horas:

—¿Por qué?

—¿Por qué… qué? —preguntó, confuso, entrelazando las manos.

—Te pregunto por qué me donaste tu sangre.

—No podría quedarme de brazos cruzados si una persona se está muriendo delante de mis propios ojos —se encogió de hombros.

—Pero tú me odias —le acusé, frunciendo el ceño—. Me odias desde que aparecí aquí el primer día, y sin embargo, ahora me has salvado la vida.

—Te equivocas; no te odio desde que viniste, sino desde el día en que Odrix te salvó la vida en la ciudad.

Me quedé un palmo de narices y abrí los ojos como platos, patidifusa.

—Pero… ¿por qué? —acerté a preguntar, mientras trataba de encontrarle algo de sentido a aquel asunto. Pero no lo había. El comportamiento de Ulrik no tenía ni pies ni cabeza.

—Pues porque ese día, Odrix te vio por primera vez, y lo único que hizo al volver aquí fue hablar de ti, sin parar. Horas y horas, omitiendo los detalles que evidenciaban el hecho de que te salvó la vida. Es demasiado modesto para eso. Pero te describió tan bien que te pude imaginar con claridad antes siquiera de verte; tu pelo negro, tus ojos verdes, tu rostro, tu cuello, incluso tu ropa. Y cuando llegaste, resultaste ser incluso más guapa de lo que había imaginado.

—¿Qué? Pero…

La cabeza me daba vueltas y fui incapaz de seguir pensando.

—No lo entiendes, ¿verdad? —preguntó con una media sonrisa.

—Pues sinceramente; no —confesé, moviendo la cabeza de un lado a otro. ¿Estaba montando aquel numerito porque le parecía guapa? No, no, era imposible. Y yo tampoco le gustaba. Si hubiera sido así no me odiaría, ¿verdad?

—Te odio porque eres genial, simplemente perfecta. Todo en ti es maravilloso; tu forma de ser, de pensar, tu físico. ¡Incluso bailas bien! Pude comprobarlo en la Noche del Mustang. Eres magnífica, Hilda, y eso no sería problema de no ser porque resulta que eres mucho mejor que yo.

Definitivamente me había perdido. Sus halagos se habían pasado del límite de lo que yo consideraba “normal” para un simple conocido. ¿Sentiría algo por mí? Yo en mi vida había sido prepotente, pero sus palabras me hacían dudar. Sin embargo, ¿qué importaba que fuera mejor o peor que él? Tampoco era un ser superior a Ulrik, pero era evidente que él me tenía en un pedestal y no sería fácil hacerle cambiar de opinión. Pero, ¿qué diablos tenía que ver eso con que me odiara?

—¿Y eso qué más da? —contesté—. Quiero decir, obviando el hecho de que no coincido con tu opinión, ¿por qué quieres ser mejor que yo? ¿Qué es lo que quieres demostrar?

—Parece mentira que aún no lo hayas comprendido —negó con la cabeza y suspiró—. Eres mucho mejor que yo, y por ello Odrix y tú estáis tan unidos. Te envidio por eso. Pero ni siquiera es envidia sana. No, te envidio y te odio. Te odio con toda mi alma.

Se me cortó la respiración. Ulrik no estaba enamorado de mí …

—Estás enamorado de Odrix —musité, asombrada, provocando que el cocodrilo de Ulrik abriera la boca de forma desmesurada.

—Creí que era más obvio, pero veo que te ha costado un rato comprenderlo —dijo a modo de confesión—. No soy estúpido, sé que yo no le gusto a él, y que probablemente nunca lo haré. Pero eso no me impide que te odie, porque me gustaría que a mí me tratara de la misma forma con la que a ti.

—¿A mí? Pero yo…

—No me digas que no te has dado cuenta —sonrió, acariciando la rugosa piel escamada de su cocodrilo—. No me creo que no veas la forma en que te mira y se comporta cuando está contigo. A veces resulta incluso demasiado estúpido. Te adora y, evidentemente, si no te has fijado en todo lo que hace por ti, no mereces estar con él. Odrix se merece a alguien que esté pendiente de él, le cuide y le proteja, no una niña borde que se hace la dura para parecer más interesante —dijo sin piedad.

—Disculpa —dije fríamente, enfadada—, pero, primero; si no te gusta mi forma de ser, aléjate de mí y todos contentos. No te he pedido que te acerques, ni que intentes ser mi amigo, ni nada de eso. De hecho, desde que llegué he hecho todo lo posible por no molestar, sobre todo a ti, porque noté que no te caía bien —fruncí el ceño—. Segundo; me parece muy estúpido que la tomes conmigo porque estés enamorado de alguien que crees que no corresponde a tus sentimientos. Apuesto que no le habrás dicho que te gusta. Vamos, ¡seguro que ni siquiera has intentado conquistarle! Si quieres a alguien hay que trabajar mucho para demostrarlo y averiguar si el sentimiento es mutuo. No se trata de quedarse de brazos cruzados esperando a que caiga un meteorito y le dé en la cabeza a Odrix para que se te lance a los brazos, sino de dar el primer paso y decirle lo que sientes —solté de carrerilla, sudando. Ulrik parecía asustado de mi reacción—. Y tercero; puede (que no lo sé) que le guste a Odrix, ¡pero él a mí no me gusta y dudo que me llegue a gustar nunca! Odrix es para mí un amigo y no le veo de otra forma. A diferencia de ti, no estoy enamorada de él, porque si lo estuviera, bueno, si los dos lo estuviéramos, ¡te aseguro de que no nos habríamos separado ni un momento desde que llegué!

—Espera un momento —interrumpió Ulrik, parpadeando muchas veces—. ¿A ti no te gusta Odrix?

—No —contesté con sinceridad—. ¿En algún momento he mostrado signos de que así fuera?

—Bueno, no es que hagan mucha falta, ¡pasas todo tu tiempo con él! ¡Incluso cuando aprendes taekwondo con Tanaka está él presente! ¡Vais juntos a desayunar, entrenas por las mañanas con él cerca, coméis juntos, por la tarde estáis juntos, cenáis juntos, y poco os falta para dormir juntos! —gritó, fuera de sí.

—Baja la voz —le avisé. Eran altas horas de la mañana y mucha gente aún no se habría despertado—. Lamento el error, pero para mí Odrix es sólo un amigo. Nunca le he tratado de forma a como, en mi opinión, una chica trata al chico que le gusta. Nunca le he dicho “te quiero”, y no creo que se lo diga.

—¿Y entonces por qué pasas tanto tiempo con él, eh? ¿Por qué no con los demás? ¿Por qué fue él con quien te juntaste desde el principio? ¿Acaso te sientes obligada porque te salvó la vida en el mausoleo? ¿Ahora serás mi amiga por donarte sangre? ¿Es eso?

—Odrix es mi amigo por el simple hecho de que fue la única persona que se ha dignado a acercarse a mí en toda mi vida —casi escupí las palabras—. Antes de él, tan sólo mis padres y mi tutora me habían tratado tan bien como él. De todas las personas que hay aquí, nadie salvo Odrix me ha dado conversación nunca, ni ha intentado tener un gesto amable fuera de los límites de lo que se entiende por camaradería entre compañeros. Por supuesto que me he dado cuenta de todo lo que hace por mí —declaré, refiriéndome a su anterior frase: “Te adora y, evidentemente, si no te has fijado en todo lo que hace por ti, no mereces estar con él”—, simplemente creí que se trataba del modo en que un amigo se comporta con otro.

—¿Acaso crees que es posible que dos personas de distinto sexo pueden ser sólo amigos, sin que uno de ellos al menos se enamore del otro? —inquirió con sorna.

—¿No lo crees tú? —pregunté con sorpresa— Ahí sí que te has equivocado en tu razonamiento, Ulrik. No creo que en la amistad importe el sexo, al igual que tampoco debe importar la edad, la raza o cualquier tipo de gusto. ¿Piensas que no puedo ser amiga de Odrix porque soy una chica? Por la misma regla de tres, tú no puedes enamorarte de él, ya que eres un chico —ante esto, enmudeció—. ¿No te parece algo estúpido? Sinceramente, nunca me he enamorado, pero el día que eso ocurra, no lo haré del sexo de una persona, sino de ella misma. Tú más que nadie deberías entender esto, y discriminarme por ser una mujer tiene que hacer que las cosas no cuadren en tu mente. ¿No merezco ser su amiga porque está enamorado de mí y no le correspondo? Para empezar, tal vez ni siquiera sea cierto. Quizá tan sólo está un poco obsesionado con nuestra amistad y ha dejado temporalmente de lado la vuestra. Pero si de verdad le gusto, ¿no debería entender que el sentimiento no es mutuo? Se dice que cuando quieres a alguien debes dejarle ir, ¿no?

—Pero tú no quieres irte, sino obligarle a estar con él comportándoos de una forma que Odrix no quiere —agudizó Ulrik.

—Puede que sea más duro permanecer con una persona, si la quieres, que verla desaparecer. Pero, y esto lo digo aún sin conocer desde hace demasiado tiempo a Odrix, creo que él no se rebajaría a ignorarme o enfadarse conmigo. En teoría debería entender los sentimientos de las personas.

—La teoría y la práctica son distintas, pero creo que veo por dónde quieres ir. Pretendes hacer que Odrix haga lo que tú digas, aprovechándote de que está ciego de amor y no sabe qué hacer para conseguirte.

—Pues yo creo que no has escuchado una palabra de lo que te he dicho —suspiré—. Mira, he argumentado todo lo que he podido. Si ahora quieres seguir con tu opinión, adelante. Soy muy tozuda, sobre todo cuando tengo razón, y no vas a convencerme de tu punto de vista. Si es así como me ves, manipuladora y sin sentimientos, aléjate de mí o ve a hablar con Odrix. Yo, personalmente, me desentiendo del asunto. Me trae sin cuidado lo que las personas piensen de mí, sobre todo si es gente que no me importa en absoluto. Dicho esto, te agradecería que salieras de aquí ahora.

Ulrik se quedó unos segundos sin saber lo que decir, así que lo arregló agarrándome del cuello con la mano derecha. Intenté detenerle cogiéndole por la muñeca, pero comenzó a apretar más fuerte y me costó trabajo respirar. Mis fuerzas, ya débiles de por sí a causa de mis heridas, disminuyeron hasta ser casi inexistentes. Sangilak se lanzó a por él pero su cocodrilo, rápido como la luz, le atrapó una pata con las dentadas mandíbulas. Mi lobo gruñó y empezó a gemir cuando los colmillos del monstruo le atravesaron la carne.

—Suéltanos —pedí con dificultad, hincándole las uñas en la mano.

—Creo que eres una zorra, Hilda SaSale —siseó, acercando su rostro al mío—. Jugar así con los sentimientos de la gente… ¡Eso no está bien! Pero creo que no te haré demasiado daño. Sería una pérdida de tiempo, ya que vives gracias a mi sangre. Además, Odrix se disgustaría. Y no permitiré que me vea como a un enemigo.

—Sin embargo… te da igual lo que yo piense —conseguí hablar, pero sus dedos me aprisionaron la garganta con más fuerza. Me estaba estrangulando.

—La verdad es que sí.

—Aparta esa mano de ella—dijo alguien con frialdad. Dirigí la mirada hacia la puerta y allí estaba Odrix, con Azör en un hombro y un cuchillo destellando en la mano contraria.

Ulrik se apartó de mí de inmediato, pero me dirigió una mirada de odio antes de desaparecer. Su cocodrilo le siguió, dejando en paz a Sangilak.

—Llévale con Jenna —le pedí a Odrix—. Tiene que curarle.

Asintió y cogió a Sangilak en brazos, como si fuera un bebé (un tanto grande, la verdad), ya que el maldito reptil le había atravesado la pata a mi lobo. Minutos después, el rubio había vuelto. Salvó la distancia que nos separaba en tres zancadas y se sentó junto a mí, limpiándome el sudor de la frente con el dorso de la mano.

—¿Estás bien?

—Medio estrangulada, pero sí —suspiré. En parte le había provocado, pero… ¡por dios, si había sido él quien se había metido conmigo!

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué te ha atacado?

Negué con la cabeza.

—Es una larga historia.

—Incluso te ha dejado marca… —musitó, pasando las yemas de los dedos por mi cuello. Supuse que tendría una marca roja. Tal vez me saliera un moratón pasadas unas horas.

—No te preocupes. Sobreviviré.

—Iré a decírselo a Iarroth y a Jenna. Nadie tiene el derecho de venir aquí a molestar e intentar ahogarte.

—No importa, de verdad —intenté convencerle. No es que le tuviera miedo a Ulrik, pero no quería que el asunto viese demasiada luz. En parte porque eso significaría mostrar mis sentimientos públicamente, y aquello no me hacía ni pizca de gracia.

—Pero, Hilda…

—Odrix —le interrumpí, agarrándole, de la mano—, confía en mí. Nos callaremos por ahora, ¿vale?

—Como quieras —se encogió de hombros—. Confío en ti.

—Gracias.

—¿Necesitas algo? —preguntó tras un silencio.

—No, no, gracias —negué con un ademán—. ¿No tienes sueño?

—Un poco —reconoció, haciendo crujir sus nudillos.

—Pues ve a dormir, hombre.

—Ni hablar. Resulta muy molesto que venga gente a estrangularte y hago antes quedándome despierto.

—Duerme aquí entonces —le ofrecí—. No te voy a meter en mi cama, pero puedes acercarte un poco.

Le hice sitio moviéndome hacia un extremo del lecho y dejando libre una parte. Él se tumbó en el límite entre el jergón y el suelo, dejando casi medio metro entre nosotros. Cerré los ojos y oí con claridad su respiración, al principio agitada, pero que después se tornó lenta y sosegada. Y, cuando me quise dar cuenta, ya estaba dormido.

martes, 8 de noviembre de 2011

Hace frío


Despierto.
El reloj hace tic tac. No hay luz; es de noche todavía. Estoy envuelta en un lío de sábanas y mantas cálidas; acurrucada y encogida sobre mí misma. Me duelen las piernas. Las estiro; los pantalones del pijama resbalan sobre mi piel y me dejan las piernas desnudas desde los tobillos a la rótulas. Un millón de agujas heladas se me clavan en la carne y un escalofrío me recorre entera.
Me estremezco.
Tras unos segundos me armo de valor y me levanto de la cama. Me quito los pantalones, me pongo otros, fríos. Más fríos que mis sábanas frías. También me cambio de camiseta y me cubro los brazos y el cuello con una sudadera azul como el mar.
Salgo a la calle. Hace frío. Respiro y un halo blanco se escapa de entre mis labios. Empiezo a correr. En cuestión de minutos entro en calor. Pum, pum. El pulso me late más fuerte. Pum, pum. Comienzo a notar palpitar el corazón. Pum, pum. Doy un paso más. Pum, pum. Y entonces…
Nada.
Despierto. El reloj hace tic tac. No hay luz; es de noche todavía. Estoy envuelta en un lío de sábanas y mantas cálidas. Intento mover las piernas pero, como siempre, no me responden. Suspiro. Oigo pasos y mi madre llega.
—Buenos días, cariño —me saluda. Su voz está teñida de cansancio. Tiene unas marcadas ojeras amoratadas—. Te ayudaré a ponerte en la silla.
Levanto los brazos y ella me agarra con inusitada fuerza, alzándome sin dificultad como si fuera un frágil pajarito. Me sienta en la silla de ruedas y suspira. Suspiramos las dos.
Hace frío. El reloj hace tic tac.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Volveré con la primavera

Le sentía tan cerca que las costillas comenzaban a clavárseme en el corazón. Cerré los ojos con firmeza. Estaba dispuesta a ignorarle.
Él no hizo lo mismo.
Tras escuchar sus pasos, que iban directos hacia mí, oí también cómo se detenía. Segundos después su dulce voz me hablaba, pero no traía emociones buenas consigo, como lo había hecho hasta entonces. Esta vez sus palabras estaban cargadas de nostalgia, sólo que él no se daba cuenta.
—Dime qué te pasa —ladró de improviso, y una flecha negra se me clavó en el corazón. Negra, como su mirada.
—Comienza a hacer frío, las cigüeñas se marchan a un lugar cálido.
Él suspiró, irritado por mi respuesta.
—¿Y qué? —se atrevió a preguntar.
—Quizá debería irme yo también —susurré.
Negó con la cabeza, con hastío. Una bandada de pájaros cruzaba el cielo nublado. Miré hacia el horizonte.
—¿Cómo vas a irte a un lugar cálido? Adoras el frío. Tu hogar está aquí.
—No me voy para siempre. Volveré cuando llegue la primavera, con los pájaros.
—El invierno tardará poco en acabar.
—Creo que el invierno nunca acabará para mí.
Él se quedó en silencio, como si reflexionase sobre ello.
—No veo la necesidad que tienes de marcharte —soltó finalmente.
Yo abrí mucho los ojos, con sorpresa, y me di la vuelta para mirarle. La curva de su sonrisa estaba ausente como el brillo en nuestras miradas. Como los pájaros en invierno.
—¿No lo entiendes? Ya no hay nada que me ate aquí. Todo lo que amaba ha desaparecido.
Se dio por aludido y frunció los labios, creando ese silencio tenso que convirtió mis latidos en algo tan pausado como las campanadas de año nuevo. Nada más cambió. Bandadas de pájaros volaban en lo alto como si nadaran por el cielo. Las cigüeñas se marcharían pronto.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Forever


Él tocaba el piano en el salón mientras yo leía en la biblioteca. La melodía me llegaba desde el cuarto contiguo, pero no me molestaba. Reconocí la sinfonía que interpretaba y sonreí mientras acababa el último pasaje del libro que tenía entre las manos. Las notas musicales habían acompañado a las palabras de esa novela las últimas veinte páginas, aunque ahora que sólo escuchaba música la sensación no era en absoluto de vacío.
Podía imaginar sin problemas sus esbeltos dedos deslizarse por las teclas del piano, actuando con rapidez y deteniéndose en los momentos apropiados. A pesar de todo escuchaba la música de forma ahogada, así que dejé el libro sobre la mesita de café que había a mi derecha, me levanté de la butaca donde llevaba un rato descansando y salí de la biblioteca. El dulce sonido del piano guió mis pies, que habrían podido encontrar el camino correcto incluso si mis ojos no les hubieran ayudado. Cuando llegué a las puertas del gran salón apoyé levemente la oreja en la madera de roble y escuché. La música todavía se escuchaba demasiado amortiguada. Rocé la puerta con las yemas de los dedos y tras ejercer un poco de presión se abrió, liberando aquel dulce sonido.
Examiné el salón de arriba abajo antes de entrar, a pesar de que ya había estado allí innumerables veces. El techo era tan alto que sería imposible tocarlo subiéndose a una mesa (¡ni siquiera subiéndose a dos!). Era de color blanco, pero tenía relieves geométricos y estaba abovedado, como si fuese una catedral. Las paredes también eran de un blanco inmaculado aunque, al igual que el techo, tenían relieves; rectángulos altísimos y de más de un metro de ancho se alzaban a lo largo de toda la habitación, con los bordes de un color ocre y muy bonitos, como si estuviesen tallados. El suelo, para completar aquella apariencia de habitación angelical, era de mármol blanco y brillaba a la luz del sol, que entraba por las grandes cristaleras distribuidas por toda la estancia, las cuales daban al inmenso jardín plagado de altos sauces y un prado verde.
La habitación, por el momento, sólo constaba de un bonito piano de cola negro que destacaba en la estancia como un trozo de carbón sobre una hoja de papel. Aún no habíamos querido amueblar aquel cuarto porque era tan grande que podría albergar perfectamente los muebles de una casa entera. Era por ello que preferimos aplazarlo para más adelante y tomárnoslo con calma, cuando estuviésemos menos agobiados por la mudanza.
Vaya, quién iba a pensarlo… me he desviado del tema. Algo improbable, ya que él es lo más importante de todo y, sin embargo, se me ha ocurrido entretenerme contando detalles tontos sobre mi casa nueva. Estoy emocionada, claro, pero él… bueno, él es la razón de todo.
Nos conocimos en un café. En mi café, claro, donde yo trabajo. Mi bonito local. Ése día mis dos compañeras habían cogido la gripe y me encargaba yo sola de la barra y las mesas. Por suerte había una lluvia torrencial y a poca gente se le ocurrió salir a la calle. Había un grupito de chicas jóvenes en un rincón, riendo mientras se tomaban su chocolate caliente con nata; una pareja de ancianos bastante adorable, que compartían una bandejita de bombones de licor; un solitario hombre de aspecto apenado y una mujer solterona demasiado pendiente en teclear en su portátil y retocarse el pintalabios cada cinco minutos como para prestar atención siquiera a las tostadas con mermelada de fresa que tenía al lado, puesto que ya se habían enfriado.
Pensaba yo en ejercer de celestina del hombre triste y la mujer de los labios rojos cuando él entró en el local. No diré que se me cortó la respiración porque sería demasiado exagerado, pero me quedé sin habla y procuré atenderle mientras sólo acertaba a pensar algo como: “bueno, de todas formas la mujer de labios rojos es demasiado superficial para el hombre triste. Él se merece algo mejor”.
Intercaló su mirada entre mis ojos y la carta, observándome para asegurarse de que no me fuera pero sin dejar de prestar atención a lo que quería pedir. Tras unos segundos de vacilación una voz grave y vibrante reclamó con suavidad un café con leche y tortitas con caramelo. Yo, que normalmente solía atender a hombres que pedían cafés solos y, como mucho, bombones de chocolate negro puro o algo igualmente amargo, abrí los ojos por la sorpresa y noté cómo las pestañas rozaban mi piel.
—¡Qué dulce! —exclamé en un susurro, y él se echó a reír.
Instantes después me di cuenta de lo que había dicho y enrojecí de la vergüenza, pero como él parecía cómodo con la situación me disculpé tan sólo con una sonrisa. Hecho esto fui enseguida a por lo que había pedido y elaboré las tortitas con cuidado pero con algo de celeridad. Se las llevé y pregunté cómo las quería.
—¿Cuánto caramelo quieres? —manoseé con nerviosismo el bote de sirope y esperé su respuesta.
—Mucho —sonrió.
Volví a sonreír yo también y vertí el caramelo sobre las tortitas. Cuando acabé le entregué el plato junto con un tenedor y un cuchillo y pasé una taza negra bajo el grifo mientras esperaba su reacción. Tras unos segundos le miré de reojo y vi que tras masticar lo primero que hizo fue dirigirme una amplia sonrisa.
—¿Te gusta? —me atreví a preguntar.
—Mucho —repitió.
Y cinco años después, aquí estamos. Él tocando el piano con intensidad y yo mirándole con adoración.
Avancé por la habitación lentamente, como deleitándome del sol que me abrazaba y la música que me envolvía. Cerré los ojos y seguí andando hacia la fuente del dulce sonido; noté su mirada y eso me dio un buen aliciente para continuar. Tras poco más de un minuto la canción prácticamente inundaba mis oídos y una voz me susurró:
—Cuidado, no vayas a chocarte.
Abrí los ojos y le observé unos segundos con ternura antes de sentarme sobre el piano.
—¿Acaso no estarás ahí para evitar que me haga daño?
Él esbozó una de sus sonrisas (aquellas que me vuelven loca y hacen que desee abrazarle y no soltarle nunca) y siguió tocando el piano.
—Sabes que sí.
—¿Para siempre? —pregunté tras un instante.
Él pareció no haberme oído y tocó unas cuantas notas más, centrando la mirada en las teclas, ya desgastadas por el continuo uso. Súbitamente sus ojos atravesaron los míos y consiguieron que todo cobrase un sentido antes de que sus labios pronunciasen ninguna contestación.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Ojos Azules y León

Vivía en un mundo azul en el que lo más importante eran sus ojos.
Ella era… brillante, no sé expresarlo de otro modo. No quiero decir que fuera perfecta, ni mucho menos. La cosa era bien distinta. Pero ella tenía una luz interior, un corazón tan puro y luminoso, que aquel resplandor le desbordaba por los ojos, haciendo que su azul, ya de por sí vivo, se volviese mucho más llamativo. Y así fue como la llamé; Ojos Azules.
Se rió la primera vez que se lo dije, pero contraatacó con fiereza usando el apelativo cariñoso que nunca me había gustado.
—León…
—No me llames León.
—Pues no me llames Ojos Azules.
Sonreímos los dos, cómplices de nuestra broma particular. Aún recuerdo el día en que me bautizó como León. Fue la primera vez que nos vimos. No nos conocíamos de nada; yo me hallaba examinando con anhelo un escaparate de guitarras de una pequeña tienda de música. Ella pasó por la calle, a mi lado, y me vio sonreír. Sin más ni más se puso a hablar conmigo.
—Tienes sonrisa de león —comentó sin darle demasiada importancia, pero mirándome con inusitada fijeza.
—¿Cómo debo tomarme eso? —pregunté, confuso, tras unos segundos.
—Preferiría que te lo tomaras como un cumplido —sonrió y me tendió la mano— me llamo Valerie.
Almacené ese dato sin dificultad, pero en mi mente retumbaba otro nombre.
“Ojos Azules”, “Ojos Azules”, “Ojos Azules”…