Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Skyfall


      Hacía tanto que Enya no se reía que nadie supo cómo reaccionar cuando, aquella tarde soleada de agosto, estalló en una estridente carcajada.
      Las personas que se hallaban a su alrededor la miraron conteniendo el aliento, preguntándose, quizá, si compartiría con ellos el motivo de su risa. No lo hizo.
      La carcajada inicial, límpida e inocente, se tornó demasiado oscura para los oídos de los presentes. Un hombre se llevó a la señora Black a toda prisa; una chica joven acompañó a los señores Grant y Matthews al interior del edificio. Dejaron a Enya allí, sentada en el banco bajo la potente luz del astro rey.
      Poco después llegaron dos hombres que no destacaban en absolutamente ningún rasgo, y vieron convulsionarse a una jovencita de diecisiete años justo ahí, a carcajada limpia, en medio del jardín. La vieron reír como si quisiera desencajarse de la mandíbula, pero no había motivo para reírse, y ella tampoco habría sentido dolor de haberse dislocado el maxilar.
      La vieron llevarse las manos al vientre, también, sujetándoselo como si las agujetas fueran insoportables. Entonces los dedos, frágiles y tostados por el estío, se tensaron y parecieron garras, y comenzaron a arañar todo lo que se les ponía por delante. Arrasaron con el vestido de flores de Enya, y mutilaron su propia piel, y de la carne brotó sangre tan roja como la grana, y ella seguía riendo.
      Ellos la sujetaron, trataron de llevársela de allí, pero la joven no dejaba de reír y arañar y alcanzaba todo lo que ellos no querían que alcanzara, y algo había de tétrico en aquellas carcajadas teñidas de locura que nadie quería escuchar, allí en medio de un manicomio al sur de San Francisco.
      Dejadme, gritó ella cuando la agarraron, dejadme; y dejó de reír, se puso seria, las carcajadas cesaron y los arañazos se volvieron más potentes, y la sangre llegó a sus muñecas, donde se distinguían otras cicatrices, más largas, más profundas, cortes enormes de la muñeca al codo, trazos blancos y rojos que ya no se irían, marcas que recordaban todo lo que Enya había hecho.
      Una aguja, una inyección, y sus ojos dejaron de brillar. La sangre siguió brotando pero ni carcajadas ni gritos manaban de su garganta, allí sólo había piel muerta y carne de muñeca de trapo y un cadáver con un corazón que latía todavía. Y las cuerdas vocales mudas gritaban, socorro, sacadme de aquí, socorro, pero nadie podía escucharlas. Los hombres encerraron a Enya, la metieron en su habitación de paredes blancas y paredes acolchadas, de muebles sin esquinas ni objetos afilados, echaron la llave y se la dieron a Cerbero para que la tragara y no la escupiera jamás, y el corazón de Enya murió allí mismo, de pena, tras una última carcajada.





Enya ha nacido 
de una noche de cansancio 
y la necesidad de plasmar, 
una vez más, 
mi locura en un texto. 

Escuchando: Skyfall - Adele 

jueves, 8 de noviembre de 2012

Bronte, cazadora de estrellas


      Aquella noche la luna brillaba con fuerza.
      Bronte alzó su catalejo y entrecerró levemente los ojos. Alcanzó a ver un barco de velas plateadas que se alejaba con el viento, tomó la decisión de perseguirlo e informó a su subcapitana.
  —Navío cargado a las once en punto. ¡Preparad las armas! ¡Ninette, a los cañones!
      La tripulación se puso a trabajar y Bronte corrió como un rayo a su camarote. Se vistió con su chaqueta de puños color escarlata, se colocó el sombrero negro de tres picos y sujetó al cinto a su fiel sable de empuñadura de oro. Cuando terminó de prepararse subió a cubierta y halló el barco en plena ebullición.
      Consultó de nuevo con el catalejo la distancia que los separaba de la otra nave, y mirando de reojo la brújula que siempre llevaba colgada del cuello, obtuvo la información que quería.
  —Se dirigen a Puerto Carlango —informó a Kimbra—. Hay que ganar velocidad o los perderemos antes de llegar a Isla Ghest. Da la orden.
  —Sí, mi capitana.
  —Ah, y, subcapitana —añadió Bronte— que Cènne no rompa el mástil en dos como la otra vez. Si no conseguimos este cargamento, el idiota de Tango se creerá mejor que nosotras. Y no queremos eso, ¿verdad, chicas?
  —¡No! —corearon todas las mujeres de la tripulación.
      Kimbra hizo una pequeña reverencia a Bronte y después bajó a los sótanos para despertar a Cènne. La capitana corrió hacia popa y le arrebató el timón a Lhidia, quien fue a ayudar al resto de tripulación.
      Poco después se oyó un rugido y Cènne salió disparado del sótano. Tras aletear un poco, el pequeño dragón blanco dejó que le sujetaran una soga a la cola, y amarraran ésta a proa. A una señal de Kimbra, Cènne comenzó a tirar con fuerza del navío, y éste dobló su velocidad, haciendo avanzar al León Azul entre las nubes a un ritmo vertiginoso.
      No tardaron mucho en alcanzar el navío de velas plateadas. Actuaron con cuidado y en silencio, evitando cualquier movimiento brusco. Después de liberar a Cènne y dejar que volviera a dormir en el sótano, ocultaron el barco estratégicamente detrás de una nube y Bronte observó a la otra nave de cerca.
  —Habrá al menos cincuenta hombres —aproximó, informando a Kimbra—. Están alerta, así que probablemente llevan encima un buen botín. Estamos de suerte.
      Ambas sonrieron y, en silencio, se prepararon para atacar.
      Cuando todas estuvieron listas, se situaron al borde del barco, agarradas a las jarcias, y esperaron a la orden de Bronte. Ésta observó la cubierta del otro navío y, en el momento en que el presunto capitán, un individuo encapuchado, se distrajo hablando con uno de los marineros, soltó un grito salvaje.
      Todas las que disponían de una tirolina improvisada saltaron a la otra nave, Bronte incluida. Rápidas como una flecha, cada una se encargó de cubrir a un hombre mientras las que se habían quedado en el León Azul pasaban al buque asaltado. Aunque hubo algún intento de resistencia, finalmente todos se rindieron. Las mujeres no superaban por mucho a los hombres en número, pero eran igual de fuertes que ellos, y probablemente el doble de valientes, así que no tuvieron problema en sujetarlos.
      Bronte, que tras organizar y dirigir el ataque se hallaba sin nadie a quien tener controlado, paseó la vista por cubierta y se aseguró de que todo estuviera en orden. Una vez hecho esto, avanzó hasta el misterioso capitán, al que sujetaban Ninette y Kimbra, y puso los brazos en jarras antes de comenzar a hablar.
  —Nunca había visto a alguien controlar un barco de forma tan lamentable —chasqueó la lengua mientras observaba la capucha que cubría el rostro de aquel hombre—. Primero ocultas la cara y entorpeces tu propia visión, y después dejas que un barco pirata alcance al tuyo. Sólo falta que ahora nos entregues sin rechistar todos los cofres cargados que tengas —sonrió. Sus chicas rieron con ella.
  —Más quisieras —se burló el capitán, y su timbre de voz hizo pensar a Bronte.
  —Ya veo…
      La capitana pirata comenzó a caminar alrededor del marinero, entonces arrodillado, mientras reflexionaba sobre todo aquello y hablaba en voz alta.
  —Pensé que por fin te habías rendido, pero ahora comprendo que nunca lo harás, ¿no es cierto? Los piratas nunca cambian.
      Ante esta afirmación, todo el mundo guardó silencio. Bronte terminó su ronda y volvió a situarse frente al hombre sin cara.
  —Presiento que habéis conseguido un gran tesoro. ¿Qué nombre tenía el barco que saqueasteis esta noche? Dímelo… Tango.
      Todas abrieron los ojos con sorpresa y Bronte desenmascaró a aquel hombre, desvelando la identidad del capitán del navío de velas plateadas.
      Un rostro blanquecino y de facciones afiladas esbozó una sonrisa burlona, mientras unos ojos azules cargados de ironía atravesaban a Bronte de parte a parte.
  —Así que me has reconocido —comentó, dando su aprobación.
  —Reconocería tu voz entre cualquier multitud.
      Bronte quiso preguntarle a Tango qué hacía allí, pero en vez de eso le besó suavemente en los labios y volvió a taparle la cara con la capucha negra.
  —No os mataremos esta noche. Pero ten por seguro que lo haremos la próxima vez. ¿Dónde has guardado los arcones?
  —Oh, vamos, Bronte. Creí que me conocías un poco mejor.
      Mientras Tango soltaba una carcajada cantarina, la capitana se dirigió a su camarote y se puso de rodillas.
  —“Las cosas más importantes suceden en una cama, así que guardemos nuestros objetos más preciados debajo” —citó a Tango, y descubrió una pequeña trampilla en el suelo de madera.
      Tras tirar de una anilla escondida, abrió un hueco no más ancho que un hombre fornido y rescató todo lo que albergaba en su interior. Con el cofre de cerradura de plata en los brazos, salió del camarote. Ni se molestó en volver a cerrar el cajón; aquel pequeño desorden desquiciaría a Tango.
  —Nos vamos —anunció al llegar a cubierta, y agarró una de las jarcias mientras observaba el panorama.
      Sus chicas habían atado a todos los hombres a los mástiles, incluido a Tango, que estaba colocado al frente de su tripulación.
  —Gracias por vuestra colaboración. Ha sido un placer hacer negocios con vosotros —sonrió Bronte, y las piratas se marcharon tan rápido como habían venido.
      Unas horas después, ya en su propio camarote, Bronte se descalzó y se puso cómoda antes de abrir el cofre. Se quitó la cadena con la brújula que llevaba al cuello, y tras pulsar un pequeño botón oculto, se abrió un compartimento secreto y apareció una llave plateada.
      Él y su costumbre de guardar sus tesoros en el mismo sitio de siempre, pensó Bronte. Y abrió el baúl.
      No encontró una estrella fugaz, como ella esperaba. Ni siquiera unas tristes monedas de oro traídas de Puerto Carlango. Entre aquellas cuatro paredes de madera tan sólo había un trozo de papel.
      Bronte lo desplegó sin pensarlo dos veces, y leyó su contenido en voz alta.
  —Aunque dijiste que nunca sería capaz de hacerlo, he cambiado. Y como muestra de ello, he escondido el tesoro en otro lugar.
      Hubo unos segundos de silencio, y después la nota volvió al sitio del que había salido. La llave también fue guardada y, tras un momento de duda, el cofre fue colocado bajo la cama.
  —Viejo perro sarnoso de mar —musitó Bronte, y se fue a dormir.
      No supo leer el verdadero mensaje de Tango.






Este relato ha nacido
a raíz de una pequeña petición
por parte de alguien especial.

(Cualquier similitud con Tango
u otros personajes
no es mera coincidencia)


Escuchando: Bronte - Gotye