Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

lunes, 11 de marzo de 2013

Sangre


Lloraba
en silencio porque no le quedaban cuerdas vocales que gastar. Sentía la lengua de plomo y la boca muerta, el rostro un cadáver frío y empapado de rocío de mar. El pelo revuelto, mechones encima de los ojos, en las comisuras de los labios, en las mejillas, daba igual, ese torbellino castaño era el indicador del caos, de la tormenta, del huracán negro que ella tenía en el esternón, clavado entre las costillas. Se apreciaban con claridad las galaxias que tenía en la piel, oscuras como gotas de tinta, de chocolate intenso. Las piernas desnudas, los pies descalzos, la espalda contra el viento gélido que se colaba por la ventana; el aliento helado mordiendo los hombros, la nuca, el vientre, los brazos. Apretó los puños con fuerza, se clavó las uñas que no tenía, presionó hasta quebrarse los huesos, pero no era suficiente, no era suficiente como para olvidar, dejar a lado el dolor, el verdadero dolor, el que se le colaba dentro, el que bailaba entre sus entrañas. La hoja estaba allí mismo, ni siquiera tuvo que alargar la mano; no sabía cómo había aparecido en el suelo de su habitación, pero ahí estaba, reluciente bajo la luz del sol tardío. Sintió el metal frío entre los dedos, lo acarició con cuidado, pasó las yemas a lo largo una y otra vez, deleitándose de la calma, de la serenidad que sólo un arma puede ofrecer. Era la paz que le faltaba, el peso que necesitaba encima para ahogar todas las penas que le gritaban dentro de su cabeza, dejándola sorda, ciega, muda. Sostuvo el cuchillo con la mano derecha y volvió a cerrar el puño en torno a la hoja, el borde afilado contra la palma blanca y fría, como el invierno. Brotó la sangre y apretó con más fuerza, con rabia, con valor, con miedo, con despecho. La herida se hizo más y más grande, la hoja atravesó la carne y bañó todo de sangre cálida y roja, tan roja que asustaba. Un poco más, se dijo. Un poco más. Aún puedo escuchar los latidos.
Sangraba
y lloraba, y el pulso acompañaba a los sollozos porque ambos ritmos eran similares, naturales, como dos líneas paralelas que siguen juntas hasta el infinito. El cuchillo llegó al hueso y no pudo abrirse camino; los dedos no tenían más fuerza, estaban ebrios de dolor y agotamiento y crujían como las escaleras de una mansión del siglo pasado, la piel se teñía como pétalos de amapola, y ella seguía sorda por las voces en su cabeza. Soltó la hoja y ésta besó el suelo con un gemido metálico; se llevó la mano al cuello y apretó, palpitación contra palpitación, empapando de sangre la nieve de sus clavículas. Deslizó los dedos y llegó al pecho, apretó fuerte en el lado izquierdo. ¿Lo oyes? se preguntó, con la sonrisa de la demencia en los labios. ¿Lo oyes, corazón? No eres el único que sangra. 









Si alguna vez
veis a alguien
apretar los puños así
no le dejéis nunca
continuar.
Es preferible llorar
que sangrar.