Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Cap 4 - Yo seré tus ojos

Avancé casi corriendo por la ancha avenida, sorteando a los viandantes junto a Sangilak. No llovía, pero el cielo estaba encapotado y no tardaría en diluviar, por lo que apretamos todavía más el paso para llegar cuanto antes a nuestro destino.

Al poco rato nos encontramos en frente de una gran tienda llena de cristaleras y vitrinas que mostraban el contenido de su interior; armas. Había de todo tipo, desde la más pequeña pistola hasta el puñal más grande que podía existir. Con mi lobo tras de mí, traspasé la puerta de hierro y aparecí en el interior de la armería.

Las paredes eran blancas y grises, al igual que el suelo y el techo; mas había tantas armas expuestas encima, que casi no se distinguía el color original de los muros. Junto a la pared situada en frente de la puerta por la que habíamos entrado, había un mostrador de madera; detrás del cual se hallaba sentado un hombre de edad avanzada, con el pelo canoso, la cara plagada de arrugas, y lo más curioso; los ojos cerrados. Era curioso porque no estaba dormido, o al menos eso creí, pues en una mano sostenía una pistola negra, y en otra un paño; por lo visto la estaba limpiando.

Nada más entrar, sonó un pitido por toda la estancia. No fue muy fuerte, pero me quedé alerta, observando a mi alrededor. El dependiente levantó la cabeza y abrió los ojos de un color blanco lechoso, revelando así su rasgo más significativo; era ciego.

—¿Deseas algo? —me preguntó con voz suave. Dejó el arma y el trapo en el mostrador, seguidamente se frotó las manos para calentárselas. En la tienda hacía frío, probablemente no había calefacción.

—Me gustaría munición para esta pistola… —comenté dudosa, tras recuperarme un poco de la sorpresa. Sangilak y yo nos acercamos al hombre y yo le deposité el arma en la mano que él tenía extendida hacia mí. Cerró los ojos unos segundos y manoseó la pistola, un momento después volvió a abrirlos y me la devolvió.

—Muy bien, espera un momento.

Con lentitud, se levantó de la silla en la que se hallaba sentado y me dio la espalda. Vi cómo rebuscaba en un cajón situado en un mueble gris, cómo toqueteaba una a una las cajitas de balas que encontraba. Segundos después me tendió lo que le había pedido. Saqué una de las balas de su embalaje y comprobé que eran las correctas. Realmente el anciano me había impresionado.

—¿Te puedo ofrecer algo más? —me preguntó, esbozando una media sonrisa.

—¿Podría enseñarme algunos cuchillos para lanzar?

—Claro.

Dio un giro de noventa grados hacia su derecha, palpando el borde del mostrador con su mano izquierda. Hecho esto avanzó cuatro pasos contados, alargó el brazo y señaló un conjunto de cuchillos que reposaban sobre una estantería de cristal.

—Si no me equivoco —dijo en tono jocoso—, ahí debería haber algunos cuchillos. Escoge los que quieras y dámelos para que te los cobre.

Observé las armas durante unos segundos, pero finalmente me decanté por unas dagas de hoja plateada y mango dorado, con rubíes incrustados en la empuñadura. Eran seis cuchillos; un buen número. Hice lo que el anciano me pedía y éste me dijo el precio de todo el conjunto que quería comprar. Tras pagarle, me tendió lo negociado. Guardé la pistola, las balas y los cuchillos y me dispuse a irme, cuando el hombre me detuvo.

—Espera un momento. ¿Te importaría decirme quién eres? —me pidió, todavía sonriendo.

—Me llamo… —comencé. No me dejó terminar.

—No, no. Yo no reconozco a las personas por los nombres; sino por las caras.

Al entender lo que quería decirme, me aproximé a él y le tomé de las manos, las cuales conduje a mi rostro. Las yemas de sus dedos recorrieron con suavidad mi barbilla, pasaron a las mejillas y la nariz, y subieron hasta la frente, los ojos y las sienes. Cuando no hubo centímetro de mi cara que no hubiera tocado, apoyó completamente las palmas de las manos sobre mi piel, encerrando mi rostro entre ellas. Hecho esto, ensanchó todavía más la sonrisa.

—SaSale —pronunció, casi en un susurro—. Eres la hija de Serafín y Loira.

—Creí que no juzgaba a las personas por sus nombres —le contradije, un poco para decir algo.

—Simplemente te doy el título que todos te atribuirán… Hilda.

—¿Y quién es usted?

—Azai Ävens —dijo con indeferencia, como si acabara de decirme que el cielo es azul.

—Espere, su nombre me suena —fruncí el ceño, haciendo memoria. Pero por más que pensaba, no lograba recordar de qué conocía a aquel hombre. Nunca antes había conocido a alguien ciego. Eran muy escasos, la mayoría de las veces se curaban.

—No me extraña. Fui compañero de tus padres durante la Revolución Rebelde…

Abrí mucho los ojos.

—¿En serio?

—En serio. De hecho, fui yo el que estableció el código secreto en el grupo.

—¿Código secreto? —fruncí el ceño.

—¡Claro! Los rebeldes teníamos un código secreto, para escribir cosas sin que los demás se enterasen. ¿No lo sabías? —preguntó, borrando la sonrisa de su rostro.

—Lo cierto es que no… —me quedé pensativa un segundo—. Señor Ävens, si yo le trajera una nota escrita en ese código, ¿sabría traducírmela? —pregunté, con el corazón en un puño y la mente en casa, junto al papel que me había entregado el encapuchado en el mausoleo.

—No creo que pueda —sentenció, esbozando una triste sonrisa—. Soy capaz de vivir una vida más o menos normal si nadie me cambia el orden de las cosas donde trabajo y vivo, pero no puedo ver absolutamente nada de ello.

—¿Desde cuando es usted ciego? —inquirí. Había una pequeña posibilidad.

—Desde la Revolución. Perdí la vista cuando derrocamos al presidente.

—Entonces, usted conoce las letras en nuestro idioma, ¿no?

—Exacto.

—Si le leo la nota en voz alta… o si le deletreo lo que pone —especifiqué, dado que tal vez no podía reproducir una pronunciación correcta— ¿me sabría decir qué pone? Yo seré sus ojos.

—Sí —esbozó una pequeña sonrisa—. Lo intentaré.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Ella estaba encerrada. ¿Por qué no iba a estarlo yo?

—Hijo, tenemos que decirte una cosa —suspiró mi madre, mientras mi padre le apretaba la mano con fuerza. Yo simplemente les observé, esperando sus palabras. No sabía lo que me iban a decir, pero sabía que no me iba a gustar. Me quedé inmóvil en la silla de madera.

—Llevas un mes como un zombi, Kou —me reprendió mi madre, agachando un poco la cabeza—. Eres nuestro hijo y no queremos que sigas así…

—Creemos —tomó el relevo mi padre— que deberías dejar de visitar a Cimeria durante una temporada. Ya sé que será duro, pero será lo mejor.

—Lo sentimos —se disculpó mi madre con tristeza. Mi padre le rodeó los hombros con un brazo.

No sabía por dónde coger sus palabras. ¿Era una proposición, un consejo, o una prohibición? No podía dejar a Cimeria. Ella estaba encerrada, por tanto, ¿por qué no iba a estarlo yo? No éramos nada el uno sin el otro. Éramos amigos desde tiempos inmemoriales, compañeros desde que nacimos, ¿y ahora debíamos alejarnos? Además la necesitaba, casi tanto como ella me necesitaba a mí. Aunque dejara de visitarla seguiría pensando en ella, mi cabeza todavía estaría encerrada en su celda del manicomio. Pero eso mis padres no lo entendían. Nunca lo habían entendido.

Me levanté.

—No.

Una simple palabra causó el total desconcierto de mis padres. Mi madre abrió los ojos como platos y mi padre me miró de una forma extraña.

—No —volví a decir. Salí de la cocina y, segundos después, de casa. El aire gélido de la noche me azotó en la cara y en los brazos desnudos, pues no llevaba puestos más que una camiseta de manga corta, unos pantalones y unas deportivas. Eché a correr cuando oí los pasos de mi padre al salir también a la calle. Intentó seguirme, pero estaba demasiado oscuro y me perdió de vista, por lo que a los pocos segundos dejé de escuchar el roce de sus zapatos con el asfalto.

Me dirigí al templo donde se encontraba el alma muerta a la que tanto necesitaba. Mientras, repetí la negativa que anunciaba el hecho de que no iba a abandonar a mi amiga.

No.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Cap 3 - Más vale maña que fuerza

No sabía dónde me encontraba. Tan sólo sabía que me dolía el cuerpo entero, como si una máquina enorme me hubiera aplastado y quebrado todos los huesos, hasta hacerme polvo. Abrí los ojos e intenté incorporarme con una mueca de esfuerzo. Respiré con fuerza, despertando el agudo oído de Sangilak, quien se levantó y caminó hacia mí casi sin ninguna muestra de dolor.

—Veo que tu pata está mejor —comenté en voz alta, mirando los ojos de mi lobo. Él asintió levemente y apoyó su cabeza en mis rodillas desnudas, las cuales descansaban sobre el borde de la cama. Acaricié con suavidad el negro pelaje de mi guardián, pasando las yemas de los dedos por su frente, sus orejas, y llegando a su cuello. Me estiré un poco para acariciarle también el lomo, pero mis músculos no pudieron más y me provocaron un dolor intenso. Sangilak, viendo lo que sucedía, se acercó más a mí para seguir disfrutando de las caricias sin que tuviera que moverme. Desde luego, era el único que lo daba todo por mí, aunque Cora se acercaba mucho. Y de nuevo a la mente me llegó la imagen de la persona que me había salvado, el encapuchado misterioso… ¿quién sería…?

Habían pasado ya varios días desde el incidente en el cementerio. Cora no me había dejado salir de casa excepto para las clases de taekwondo, y aún así ella me había acompañado el noventa por ciento de las veces. Sabía que tenía razón, pero consideraba que seguirme como si fuera mi sombra, era pasarse un poco. Al fin y al cabo tenía a Sangilak (a pesar de que aún estaba un poco cojo), que, aunque la última vez que me habían atacado no había servido de mucho, confiaba plenamente en él. Además, no nos topábamos con un fuerte ninja todos los días; había pocas probabilidades de que volvieran a atacarnos de semejante manera.

O, al menos, eso quise creer yo, y eso me repetí hasta la saciedad para convencerme Pero, aún así, en el fondo, sabía que Cora tenía toda la razón.

Hoy, hemos descubierto que uno de los mausoleos del Cementerio de Piedra, en la Ciudad de Piedra, ha sido parcialmente destruido. Pero no se trata de un atentado casual al lugar de reposo de personas inocentes, más bien al contrario. En el mausoleo se encontraban la tumba de Serafín y Loira SaSale, los rebeldes que, junto con un grupo de desterrados, atacaron al predecesor de nuestro actual presidente; Yago Silverking, causándole la muerte. El mausoleo no se encuentra derruido pero ha sufrido importantes daños…

Enseñaron unas imágenes que aparecieron de improviso, ocupando toda la pantalla. En ellas se mostraba el exterior del mausoleo por la parte delantera, con las puertas abiertas y creando un ambiente fantasmal junto con la neblina que embargaba el lugar, y el cielo gris que amenazaba tormenta. Después enseñaron diversas imágenes del interior del mausoleo, donde aparecía los cristales rotos del ventanal, lo que quedaba de las plantas que había hecho crecer, y unas gotas de sangre en el suelo que habían manado de mi herida.

—…enredadera enorme, la cual está terminantemente prohibida y ha sido arrancada inmediatamente del lugar, pues su cantidad era desmesurada para tan poco espacio y los expertos temían que se reprodujera y creciera con rapidez, esparciéndose por la Ciudad de Piedra. Estamos completamente seguros de que generaron un vegetal de ese tamaño gracias a una poción crecedora, las cuales están terminantemente prohibidas, como todos saben…

Cora, de la impresión por las imágenes y la noticia en general, se detuvo en mitad de lo que estaba haciendo, sosteniendo en su mano derecha un cuchillo afilado y en la izquierda una manzana. Yo me arrinconé en el sofá y apoyé la cabeza en el cuello de Sangilak.

…no se saben las causas del atentado al importante pero profano mausoleo, mas sospechamos que se trata de un vengador de nuestra patria, el cual se ha tomado la justicia por sus manos. Si nos está viendo le felicitamos por tan honorable valor y…

¡¿Qué?! —exclamé, saltando de pronto y asustando a Cora y Sangilak—. ¡¿Las felicitaciones?! ¡¿Al cabrón que ha destruido la casa de mis padres y ha intentado matarnos a Sangi y a mí?!

—Hilda, tranquila —me amansó Cora, siguiendo con su tarea de trocear piezas de fruta en un bol transparente—. Ya sabes que no tienen ni idea de lo que hablan, y ya sabes que las noticias están influenciadas por lo más alto. Créeme que tus padres se están revolviendo en su tumba, y esto a la gente no le deja indiferente. Muchos estarán protestando ahora mismo por semejante desfachatez, el problema es que la mayoría no lo expresan en el exterior. Nadie se atreve.

—Porque son unos cobardes —murmuré, dejándome caer en el sofá.

—Simplemente siguen la ley de vida. Quieren vivir sin complicaciones, y si eso implica aparentar que sienten algo que odian, pues lo harán. Tan sólo desean una vida normal y, a ser posible, plena y alegre. Es muy difícil, por eso los que defienden nuestros derechos son sólo unos pocos.

—Pero, ¿no se dan cuenta —comencé yo, saliendo de mis casillas— de que si nos unimos todos, podemos vencer al gobierno? ¿Es que soy la única que lo ha pensado o qué? Debería darles vergüenza, tengo dieciséis años, bastante menos de la media de edad en esta ciudad y en el mundo entero, ¡y nadie hace nada! Mis padres consiguieron liberarnos de la dictadura de Silverking, y gracias a ellos la gente tiene una vida mejor. ¡Y ahora no hacen nada por evitar que insulten a sus héroes, los que se sacrificaron por los demás!

—Hilda, tienes toda la razón del mundo, pero me temo que eso no va a cambiar nada —suspiró Cora—. Habrá unos pocos rebeldes que intenten lo imposible, pero sin la determinación e influencia de tus padres y un grupo numeroso como el que formábamos antes, están perdidos. Nadie puede librarnos de lo que está ocurriendo. Pero lo peor no ha llegado. No somos conscientes, pero se nos echa algo encima, y muy gordo. Dentro de poco la vida será más complicada.

—¿Por qué? —pregunté, desconcertada. ¿Nos podía ir peor?

—Se acerca la fecha del nombramiento —respondió Cora con una sonrisa triste—. Dentro de dos semanas proclamarán al nuevo presidente. Nadie sabe quién es, nadie le ha visto, nadie tiene la menor idea de dónde ha salido. Pero de lo que estoy segura es de que será peor que el de ahora, y eso que parecía imposible. La tormenta se acerca, Hilda, y no va a ser fácil luchar contra ella. Tendremos que dejarnos llevar por el huracán y conformarnos con el sitio en el que nos deposite —metaforizó—. ¿Te acuerdas de la historia que te contaba cuando eras más pequeña? ¿La del junco y el árbol?

—Ah, sí, recuerdo un poco —fruncí el ceño, intentando rescatar toda la historia de los rincones de mi mente.

—Te refrescaré la memoria. Había un junco y un gran árbol, los dos crecían a unos pocos metros de distancia. Cada uno vivía su vida, pero para el árbol las cosas eran más fáciles. Cuando los pájaros se posaban en sus ramas y a él no le apetecía sostenerlos, las agitaba y lograra que se fueran. Cuando una pareja de ardillas intentaban construir su casa sobre él, éste les gruñía, haciéndoles marchar. Cuando un perro intentaba sentarse bajo su sombra en mitad del caluroso verano, él le asustaba con su gran altura.

>>En cambio, el junco lo tenía más crudo. La más ligera brisa le hacía balancearse, aunque él no quisiese. Además, como estaba en el borde de un lago, cuando flamencos y demás aves iban a bañarse y beber agua, le salpicaban y despreciaban, pues no era más que un pequeño y esmirriado junco. Los pájaros le mordisqueaban si les apetecía y él no tenía fuerza para echarlos.

>>Pero, un día, vino la tormenta. Huracanes, rayos, truenos, de todo. Se aproximaron lentamente al lugar donde vivían el árbol y el junco, amenazándoles. El junco esperó su final con tristeza pero con el pecho bien alto. El árbol, en cambio, se impuso a la tormenta, intentando parar el fuerte viento con sus ramas. Pero todo fue inútil. Un tornado le arrancó de la tierra, matándolo al instante y llevándoselo muy lejos de allí. Sin embargo, el junco, aunque sintió una succión por encima de su cabeza, no se fue a ninguna parte. Permaneció allí, bajo el agua y el viento, pero sin soltar las raíces de la tierra húmeda. Cuando por fin todo volvió a la normalidad, él era el único que permanecía en pie. Porque se había dejado llevar, y no se había impuesto a algo que era más fuerte que él, y que, obviamente, le ganaría a fuerza>>.

Recapacité unos segundos sobre las palabras de Cora. Sí, definitivamente yo conocía aquella historia, aunque hasta ese momento no la recordaba bien.

—¿Somos el junco? —pregunté, dudosa.

—Sí. Debemos dejarnos llevar. Es lo único que se puede hacer.

Dicho esto, se levantó y, tras darme un beso de buenas noches, se fue a su habitación con el bol lleno de trocitos pelados de manzana troceada. Me puse en pie yo también, animando a Sangilak a que me imitara, y fuimos los dos a mi habitación.

Me senté en el borde de la ventana, observando la ciudad en la noche. Las luces me hipnotizaron y me dejaron pensar con libertad.

— Tendremos que dejarnos llevar por el huracán y conformarnos con el sitio en el que nos deposite… porque cuando por fin todo volvió a la normalidad, el junco era el único que permanecía en pie… se había dejado llevar, y no se había impuesto a algo que era más fuerte que él, y que, obviamente, le ganaría a la fuerza —repetí unas frases que había dicho Cora. De repente una idea me vino a la cabeza y la murmuré en voz baja, sólo para mi lobo—. Pero ¿y si no le ganara a la fuerza? El junco es flexible, hábil, menudo e inteligente… y, como siempre dicen… —añadí con una pequeña sonrisa, mientras mi lobo aullaba a la luna— más vale maña que fuerza.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Nuestra canción

Seguía sin moverse. Daba la impresión de que su cuerpo se había congelado, imposibilitando cualquier movimiento y obligándola a permanecer fusionada a la pared blanca. Sus cabellos oscuros y despeinados serpenteaban por sus hombros, rodillas y espalda, como si de grietas en mármol inmaculado se tratasen. Era tan triste…

Aquel día se cumplían tres semanas del encierro. Veintisiete días separado de ella. Seiscientas cuarenta y ocho horas sin hablarle y abrazarle. Treinta y ocho mil ochocientos ochenta minutos velando por ella. Dos millones trescientos treinta y dos mil ochocientos segundos observándola detrás de un cristal. Y observando cómo se hundía en su agujero.

Me senté en la silla que me había sido asignada días atrás por el guarda que vigilaba a mi amiga. Eran crueles para encerrarla, pero al menos me dejaban sentarme. Me crucé de brazos y seguí observando durante horas, examinando mil y una veces sus ojos cerrados, sus cabellos negros como la boca del lobo, sus labios medianamente gruesos, su piel blanquecina, su carita de porcelana, su cuerpo encogido; todo.

Dieron las diez de la noche en mi reloj de muñeca. Pensé en marcharme, pero me hallaba hipnotizado por ella, como tantas otras veces. Una hora más, murmuré.

Seguí sentado. Vino otro guarda a vigilarla (vigilarnos) y se intercambió por el que había estado toda la tarde conmigo, pues les tocaba cambio de turno. Cuando el nuevo guarda se sentó, dieron las once. Sopesé de nuevo la opción de marcharme, pues el movimiento de los seguratas me había desconcentrado. Suspiré, pero no me moví.

Dieron las doce, y yo seguía mirándola. Ya me había aprendido de memoria cada línea que la delimitada, cada tonalidad, cada textura. Si tan sólo le hubieran movido un cabello de sitio, lo habría notado. Por eso me percaté perfectamente de lo que ocurrió.

De pronto, abrió los ojos. Me quedé tan sorprendido que me levanté de golpe, asustando al guardia. Se llevó la mano al corazón mascullando algo de la juventud actual, pero no presté atención. Con el corazón desbordado observé como ella levantaba ligeramente la cabeza, ya con sus ojos verdes brillando, y comenzaba a mover los labios lentamente. Me acerqué al cristal con la intención de descubrir qué murmuraba.

Esbocé una pequeña sonrisa cuando capté el significado de sus palabras. Cantaba la canción japonesa que había escuchado por primera vez en mi casa. Cantaba nuestra canción. No llegaba a escucharla, pero daba lo mismo. Canté con ella.

—Sotto nagareru shiroi, kawaita kumo ga tooru, hairo no watashi wa, tada jhitte kieteiku no… Need to die.

viernes, 12 de noviembre de 2010

La reina de corazones

Entré en la pequeña habitación haciendo tintinear mis pulseras negras y plateadas. Tres mujeres de distintas edades me observaron al aparecer, así que yo hice lo propio con ellas. Distinguí a la doctora y a su secretaria, pero a la tercera persona que rondaba los veinte años no la conocía. Debía de ser una alumna en prácticas.

La mujer más mayor me saludó fríamente y me ordenó que me desvistiera. Ocultándome de la secretaria y la alumna tras una cortina blanca, me quité el chaleco, la camiseta, el pantalón corto, las medias, y por último; el corsé. Me dejé puestos los guantes de rejilla, las pulseras, el collar de pinchos y la ropa interior. Cuando terminé de quitarme la ropa, la doctora se colocó detrás de mí y comenzó a explicarle mi problema a la alumna en prácticas mientras me rozaba la espalda con las yemas de sus gélidos dedos. La aprendiza asentía, no muy convencida, y me miraba de forma extraña; como si fuera a abalanzarme sobre ella de un momento a otro.

Tras algo más de un minuto medio desnuda, la doctora me dejó volver a vestirme mientras examinaba una de mis radiografías en el panel de luz. La alumna en prácticas me observó con una mezcla de curiosidad y temor mientras yo apoyaba el hombro izquierda en la pared y me cruzaba de brazos. La doctora me miró segundos después y me enseñó mis propias caderas en la radiografía. Sentenció que una línea situada en el límite del hueso indicaba que yo iba a crecer todavía más. Alcé una ceja y esperé la sentencia.

Esa mujer de ojos oscuros y cabello canoso me había robado la libertad tiempo atrás. Aquellas facciones plagadas de arrugas, manchas y pecas no habían sonreído la última vez que nos habíamos encontrado, pero casi podía percibir el placer que saboreaba la pre-anciana al destrozar mi vida. Sí, aquella mujer me había robado la libertad una vez, pero no lo haría de nuevo. No mientras yo pudiera evitarlo.

Con ansia y algo de temor contuve la respiración hasta que siguió con la conversación que habíamos tenido, aquella en la cual sólo una de las dos había hablado, y la otra había escuchado. Abrí los oídos una vez más y me sentí dispuesta a aceptar cualquier respuesta. Cualquiera, menos la que me dio.

—Seis meses más.

De pronto, me quedé sin aire. Necesitaba oxígeno desesperadamente, pero no conseguía que entrara a mis pulmones. A pesar de todo no hice ningún aspaviento, ni siquiera me moví. Mi rostro impertérrito no mudó de expresión, por lo que la alumna en prácticas contuvo la respiración también. Creo que esperaba que me pusiera a gritar y a lanzar cosas por la habitación.

La secretaria me tendió en silencio el papel firmado que resumía la cita en un par de palabras casi ilegibles, dado la penosa ortografía con las que se encontraban escritas. Alcé la mano tan sólo para recogerlo. Cuando lo tuve en la mano, volví a bajarla. Seguía sin respirar.

Creo que mi corazón dejó de latir. La sangre se congeló en mis venas y me detuvo el pulso. Mis pulmones se marchitaron en décimas de segundo, pasando de ser de color rosado a un tono negruzco y podrido. Mis huesos se hicieron polvo y todo mi cuerpo se fragmentó en mil pedazos.

Sin decir una palabra, y moribunda, salí de la habitación. Todas las personas allí presentes me miraron, algunos con mala cara. Les ignoré y comencé a correr para salir del hospital cuanto antes.

En la calle hacía frío. No crucé los brazos para mantener el calor, simplemente eché a andar mientras dejaba que el gélido viento me golpeara los brazos desnudos y las piernas medio descubiertas. Total, ¿para qué? Ya no vivía. Mi libertad me había sido arrebatada de nuevo y era incapaz de hacer nada para evitarlo. Sí, mi corazón había dejado de latir.

Pero no pasaba nada, porque el de ella también se detendría pronto.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Cap 2 - La ciudad de piedra (Parte 3/3)

Alcé mi mano temblorosa al lector de microchips de mi puerta de casa y esperé unos segundos. Al escuchar el pitido correspondiente, la puerta principal se abrió y nos dejó paso a Sangilak y a mí. Ambos entramos en el hogar, y tras oír el ruido que produjo la puerta al cerrarse de nuevo, llegué al salón. Cora se hallaba dormida en el sofá, agarrando firmemente una manta plateada. La televisión situada enfrente de ella estaba encendida, así que la apagué, pues nadie la miraba. Segundos después me arrodillé frente al sofá, haciendo una mueca del dolor cuando el suelo me rozó un punto situado cerca de la rodilla, pues el ninja me había hecho daño en varios sitios.

—Cora…

Apoyé mis manos frías y temblorosas sobre el brazo de Cora, haciendo que se despertara con brusquedad. Abrió los ojos repentinamente y buscó algo con la mirada. Unas milésimas de segundos después fijó sus ojos sobre los míos y se incorporó, llevándose una mano al corazón.

—Dios, Hilda, me has… —comenzó, pero se fijó en mi sien y se alarmó todavía más. Apartó la mano de su pecho y tras dar dos palmadas para que se encendiera la luz, me sujetó el rostro con sus delgados dedos.

—¡¿Qué demonios ha pasado?! ¡Estás llena de sangre, Hilda!

—Cora, respira, tranquila, déjame explicar… —intenté hacerle entrar en razón, pero no lo conseguí.

—¡¿Dónde está Sangilak?! —al divisarlo se fijó en su pata herida, la cual seguía cubierta por una tela escarlata—. ¡¿Qué le ha pasado a él también?! ¡Exijo inmediatamente una expli…!

—¡Cora! —exclamé con fiereza, sujetando las manos que encerraban mi rostro—. ¡Déjame explicarme, al menos! Antes de todo, respira hondamente.

Cora se relajó un poco, pero seguía alarmada. Procuré explicarle todo cuanto antes, de forma breve y concisa, pero sin olvidar un detalle. Primero su rostro denotó incredulidad, pero conforme le fui relatando los hechos sus facciones se volvieron agresivas. Al terminar de hablar, estaba que echaba chispas

—Bueno, te prohíbo volver a la Ciudad de Piedra de nuevo —dijo tajantemente—. Si ni siquiera Sangilak fue capaz de protegerte de tu atacante, no volverás ahí sola.

—¡Pero…! —intenté protestar mientras me cogía de la mano y me conducía al baño.

—¡Nada de peros! —exclamó, con el tono que pondría una madre al regañar a su hija—. Sé que esta frase la odias pero allá va; es por tu bien. No quiero que te pase nada, y si eso implica no traspasar los límites de la ciudad o no salir de casa, es lo que harás.

—¡Pero…! —intenté de nuevo. Cora me cortó a mitad de frase.

—¡Pero nada! —replicó mientras me obligaba a sentarme en la taza del váter—. Te repito que no quiero que salgas herida. Sangilak y tú os quedaréis aquí una temporada —continuó, sacando un paño de un armario y humedeciéndolo bajo el grifo de color nácar.

—¡Pero…!

—Hilda —dijo Cora con cansancio mientras me secaba la sangre seca de la cara—. No hay peros. Asúmelo. No me vas a hacer cambiar de opinión. Mientras vivas bajo este techo…

—Cora, pareces mi madre —mascullé.

—En cierto modo lo soy, así que respétame, jovencita —dijo en tono burlón, con la intención de sacarme una carcajada. Pero no siquiera sonreí. Cora desistió así que volvió a ponerse seria mientras me limpiaba la cara. Cuando terminó, en el más absoluto silencio, me cubrió el tajo con crema cicatrizante, la cual hizo que me ardiera la sien. Tras unos segundos, me levanté y me observé en el espejo. De la herida casi no quedaba rastro; tan sólo una fina línea rosada.

—Gracias —le dije a Cora, mientras observaba por el rabillo del ojo cómo Sangilak, que nos había seguido hasta el baño, se sentaba sobre sus patas traseras.

—De nada. ¿Has comido algo?

—No me ha dado tiempo, en cuanto he llegado he ido a hablar contigo y has empezado a gritarme —le eché un poco en cara, para que se sintiera culpable. Yo había sido la que había ido a la Ciudad de Piedra, pero, al fin y al cabo, Cora no tendría que haberme gritado tanto. No era mi culpa que me hubieran atacado.

—Bueno, prepárate algo y después a dormir. Yo me voy a la cama, estoy demasiado cansada. Y si Sangilak está muy cojo tendrás que vendarle con algo mejor.

—Vale. Hasta mañana.

Cora desapareció tras una esquina; oí sus pasos subir por la escalera mientras yo me dirigía a la cocina —acompañada por mi guardián—. Me preparé un simple sándwich; no tenía ganas de complicarme mucho. También le serví un poco de carne a Sangilak, la cual devoró con avidez.

Cuando terminamos de cenar, fuimos a mi habitación. Me desvestí, y sin siquiera ponerme el pijama, me tumbé en la cama junto a mi lobo y me sumí en un sueño profundo.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Cap 2 - La ciudad de piedra (Parte 2/3)

Llegamos diez minutos después a la estación. El tren podía ir a tanta velocidad que, sin darnos cuenta, habíamos recorrido cientos de kilómetros en muy poco tiempo. Nos bajamos del transporte público y salimos de la estación junto con todos los pasajeros del tren (en total unos cincuenta, más sus guardaespaldas correspondientes). En realidad, al salir de la estación nos encontramos en medio de lo más parecido que había a un bosque; dos filas de árboles con un pasillo de baldosas blancas en medio, sobre el césped, encima de las cuales pisábamos Sangilak y yo. Cuando todos los pasajeros hubimos salido del tren, éste arrancó y salió de allí a una velocidad vertiginosa, como si quisiera huir. Observé el panorama.

Frente a nosotros se extendía una llanura deshabitada, con el suelo reseco y sin ningún tipo de vegetación. Únicamente un sendero de piedra blanca destacaba sobre la tierra color ocre. Sendero que Sangilak y yo seguimos con rapidez, saliendo de los límites de la ciudad, traspasando los muros que ya no podían protegernos.

* * *

Sangilak y yo entramos al cementerio, traspasando los altos muros de piedra. Un cartel metálico sujeto por dos postes indicaba, con letras plateadas: “Villa d’Oc”. Aquel cementerio era uno de los pocos lugares en los que no había ni un atisbo de nueva tecnología. Nada electrónico, magnético ni eléctrico. Todo manual.

A ambos lados del recinto se encontraban los nichos, mientras que los mausoleos estaban al fondo del todo. Las tumbas, decoradas con cabeceros de piedra y algo de mármol, se distribuían por toda la zona.

No había nadie en el cementerio, pero por si acaso agudicé la vista y el oído. Sangilak tampoco detectó nada, así que avanzamos hasta la zona de los mausoleos.

No había muchos, tan sólo una docena. La mayoría eran altos como una casa de un piso, pero el de mis padres parecía el doble de grande. Tenía la forma de un perfecto cuadrado, con las paredes de piedra y una columna a cada lado del muro principal (el cual estaba enfrente de nosotros). Las columnas eran jónicas, de color blanquecino, estriadas y con decoraciones en plata en la parte superior y en la base. Unas escaleras de piedra con cinco peldaños conducían al gran portón de madera, el cual ocupaba la mitad de la altura del mausoleo. Además, sobre la gran puerta se situaba un triángulo, también de madera, con decoraciones en plata; con la base tan ancha como la del portón.

Sangilak emitió un suspiro. Me miró con aquellos ojos y después ladeó la cabeza, preguntándome en silencio si podíamos seguir. Asentí sin una palabra y avanzamos hacia el mausoleo.

El peso de la muerte de mis padres cayó como una losa sobre mí, haciéndome sentir cosas que no experimentaba desde hacía meses. Hacía doce años que mis progenitores habían muerto, pero yo los seguía manteniendo vivos en mi mente y en mi corazón. Por desgracia, eso no les haría volver…

Sangilak avanzó antes que yo y empujó el portón de madera, dejándome pasar al interior del pequeño templo de mis padres.

Al entrar, me di cuenta de que probablemente era uno de los mausoleos más iluminados de los que había en la Ciudad de Piedra. Había una gran cristalera en una de las paredes, la cual hacía que la luz solar bañara toda la estancia en tonos dorados brillantes. Las paredes eran de piedra, blanca, y el suelo; de mármol. En frente de la puerta principal, pegadas contra la pared y encima de una especie de altar, se hallaban las tumbas de mis padres. La una al lado de la otra, compartían la lápida de piedra y mármol que rezaba en oro:

Serafín y Loira Sasale

2435-2487 y 2440-2487

Saqué una pequeña cápsula de mi bolsillo y la coloqué justo en la línea que separaba las tumbas. Con cuidado, apoyé la mano izquierda en Sangilak para mantener el equilibrio y con la derecha, extraje el tacón de mi bota negra. Tras pulsar un botón oculto, el tacón dejó entrever un frasquito pequeño y de cristal azulado, con un líquido de color verdoso en su interior. Lentamente lo destapé y, acercándome a la cápsula con parsimonia, vertí tres gotas encima. Rápidamente volví a colocarle el tape al frasco, lo escondí en mi tacón y lo encajé en mi zapato. Mientras, la cápsula se metamorfoseaba.

Al mojarse con el líquido verde, se había resquebrajado y había dado paso a una semilla que germinaba con extremada rapidez; tras unos segundos ya había varias flores rojas abriéndose paso entre sus propios tallos y hojas. Todas juntas formaban una especie de enredadera gigante que cubría las tumbas como un manto, rodeando la lápida y dando algo de color al interior del mausoleo. Pero la planta no se detuvo allí, sino que se extendió a lo largo del suelo y comenzó a trepar por las paredes, ascendiendo hasta el techo y enganchándose a sí misma. Tras menos de un minuto parecía que Sangilak y yo nos hallábamos en una jaula verde y roja, pues incluso había tallos que habían empezado a enrollarse en nuestros pies. Sangilak, molesto pero paciente, se libró de ellos levantando las patas y dando un paso a un lado.

Al instante me dio la impresión de que había más luz, color y belleza en la estancia, por lo que sonreí, satisfecha, y me dispuse a salir del lugar, pero no contaba con lo que iba a suceder en breves.

Cuando me di la vuelta para cruzar la puerta y llegar al exterior del mausoleo, oí un estallido de cristales. En efecto, habían roto la cristalera.

A una velocidad vertiginosa y, mientras me daba la vuelta para encontrarme frente a frente con mi atacante, desenfundé las dos pistolas y las sostuve a la altura de mi rostro, intentando dirigir el cañón a un objetivo. Mi enemigo era un encapuchado con vestimentas grises, pero no pude distinguir nada más. Pronto me di cuenta de que era muy ágil, pues aprovechó las enredaderas para saltar de pared en pared y escapar de la lluvia de balas que se le venía encima. Sangilak intentaba atraparlo, pero por desgracia, no llegaba tan alto como para agarrarle y herirle.

Segundos después mi atacante dejó de escapar y sacó un arma de nadie sabe dónde para intentar hacerme daño. Se trataba de tres varas metálicas unidas por una cadena de eslabones plateados; unos nunchaku de tres segmentos, llamado también San Jiegun . Mi oponente hizo girar su brillante arma y saltó hacia mí con sorprendente agilidad. Pero yo también estaba entrenada para el combate, de forma que guardé las armas de fuego y saqué mi daga, poniéndome en posición de defensa.

Cuando él estuvo a pocos centímetros de mi cabeza, di una voltereta en el suelo, rodando por el mármol y escapándome de aquel ninja urbano. Me giré hacia él mientras éste se acercaba con su nunchaku en ristre, haciéndolo girar y creando la ilusión óptica de un disco metálico que daba vueltas sin parar. Sangilak aprovechó ese momento para atacarle. Saltó sobre su costado, intentando alcanzarle el bazo con los colmillos. Pero el hombre fue más inteligente que mi lobo, de forma que le lanzó el San Jiegun hacia él y le dio de lleno en toda la pata. Mi guardián emitió un sonido lastimero y se apartó gruñendo y enseñando los dientes, mientras cojeaba por el dolor.

—¡Sangi! —exclamé yo con sorpresa. Furiosa y sin pensar, fui hacia el individuo que intentaba matarnos y traté de todos los modos posibles, hacerle daño. Pero por lo visto, él también sabía artes marciales y mi taekwondo no sirvió de gran cosa. Yo todavía era una aprendiz; él llevaría años de experiencia.

Comencé a rendirme cuando sentí mi estómago y mis extremidades demasiado apaleados. Caí desplomada al suelo, incapaz de moverme. El encapuchado me agarró del traje por el cuello, levantándome de las baldosas de mármol y ejerciendo presión en mi nuca, la cual comenzó a asfixiarme. Acercó su cara oculta a mi rostro, parecía intentar desvelar los misterios de mis ojos. Le escruté como si me fuera la vida en ello; finalmente conseguí distinguir una parte de la tela algo desgastada, y tras ella, la forma de dos ojos oscuros.

De pronto giró la cabeza bruscamente, por lo que, asustada, me vi obligada a hacer lo mismo. Descubrí otra figura encapuchada, ésta con vestimentas más oscuras. El nuevo personaje sacó una pistola del cinturón al tiempo que mi enemigo me soltaba y trepaba de nuevo por las paredes. Cansada, entrecerré los ojos a la espera de que algo relativamente relevante sucediese. Tras unos segundos al ninja de gris le alcanzó una bala y, con el brazo sangrante, decidió que no merecíamos tanto la pena como para que él sufriera más heridas.

El segundo encapuchado, el de la capa negra, se acercó a Sangilak. Intenté emitir un sonido de protesta, pues aunque nos había salvado la vida, no confiaba en él. Pero, sin embargo, no hizo otra cosa que sacar un trozo de tela roja de un recóndito lugar de su capa, y atársela a mi guardián en la pata herida. Sangilak, aunque también desconfiado, agachó la cabeza unos centímetros para agradecerle el gesto y volvió a apoyar la pata, visiblemente menos dolorido.

Justo después el desconocido se acercó a mí y volvió a sacar otro pedazo de tela escarlata de su capa negra.

—No tengo nada roto —repliqué, pero él no me hizo caso y acercó el pañuelo a mi frente. Con suavidad rozó mi sien derecha, la cual, descubrí tras unos segundos, me sangraba. Al terminar de limpiarme, se guardó de nuevo la tela y pareció querer descubrirse el rostro, pero algo le llamó la atención. Giró la cabeza tan bruscamente como el captor vestido de gris había hecho hacía tan sólo medio minuto, pero en esa ocasión, al repetir yo el gesto, no vi nada digno de mención. Volví a mirarle a él, pero éste no se entretuvo mucho tiempo más.

—Tengo que irme —dijo con prisa, poniéndose en pie. Su voz no era del todo adulta, pero tampoco aniñada; rondaría mi edad, más o menos—. Y tú también deberías irte. Este sitio ya no es seguro.

Las preguntas se agolpaban en mi cabeza pero no acerté a formular ninguna. Cerrando los ojos un instante, intenté esclarecer mis ideas y sacar conclusiones rápidas pero certeras. Me vi interrumpida por el individuo de negro.

7842. Odnum oveun nu a latrop nu erba es setneconi samla sal ed sasac sal ojab.

Me quedé perpleja.

—¿Qué? —musité, visiblemente confusa. Él, por toda respuesta, se acercó a mí rápidamente y acercó tanto su rostro al mío que no pude distinguir nada más. Traté de ver más allá de su capucha negra pero fue en vano. De pronto, sentí un roce cálido en mi mano izquierda, y después, algo mucho más frío. Tan rápido como había venido, el encapuchado se marchó, no sin antes recoger el nunchaku de su enemigo y dirigirme (o eso supuse) una última mirada. Contrariada, me levanté y abrí mi mano izquierda. El desconocido había introducido dentro una fría nota de papel.

En ella, se hallaban las mismas palabras que tan solemnemente había pronunciado antes de irse.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Pájaro enjaulado

Dudaba entre marcharme o seguir observándola. Quería y debía irme, pero mis ojos no podían apartarse de su acurrucada figura y sus blancas vestimentas. Aunque ella no supiera que yo estaba allí, necesitaba hacerle compañía de alguna forma, y aquella era la única que se me ocurría para no violar las normas.

Ansiaba poder estrecharla de nuevo entre mis brazos y decirle que todo iba a ir bien. Siempre habíamos estado juntos en lo bueno y en lo malo, pero ahora no podíamos. Un fino y casi inexistente cristal nos separaba, marcando la diferencia entre la cordura y la excesiva y desbordada imaginación, aquello que los médicos y psiquiatras tomaban por locura.

Pero no lo era. No entendían que tan sólo se trataba de una forma de sobrevivir, una manera de llevar los acontecimientos a raya y no caer sumida en el dolor o la desesperación. Había comenzado a soñar con pájaros y había terminado por permanecer presa en su jaula.

Mi desesperación iba en aumento. Llevaba ahí mucho rato, tal vez todo el día. Me pasaba horas lo más cerca posible de ella, intentando apaciguar a la bestia que tenía dentro, la cual me ordenaba incesantemente que ayudara al pequeño gorrión encarcelado en su jaula de metal y goma espuma. Llevaba ahí más de un mes, y yo seguía visitándola cada día. A veces incluso había pasado allí la noche, para el nerviosismo de mis padres. No les hacía gracia que durmiera (o fingiera que lo hacía) en un loquero, pero no protestaban demasiado porque sabían que me afectaba casi tanto como si yo mismo estuviera encerrado.

No sabía cuánto tiempo íbamos a permanecer así. Yo pensaba seguir como hasta entonces hasta que la dieran por recuperada, no pensaba abandonarla así, por las buenas. Éramos amigos y lo segaríamos siendo hasta el final.

Desde que llegó, nunca la había visto dormir. Siempre que dirigía mi mirada hacia ella veía sus ojos esmeraldas perdidos por la habitación, buscando algo que no aparecería.

Nunca la había visto moverse. De vez en cuando notaba que había cambiado de posición, pero era capaz de permanecer días sentada sobre los tobillos, costumbre japonesa que había adquirido gracias a todas las tardes que había pasado en mi casa. Su otra posición favorita era la fetal, con las rodillas flexionadas, los brazos rodeando las piernas y la cabeza apoyada encima.

Nunca la había visto comer. Era obvio que sí se alimentaba, pues estaba encarcelada pero no cumplía ninguna pena y por supuesto, podía comer perfectamente. Aunque no estaba seguro de que ella quisiera nutrirse adecuadamente, ni nutrirse tan sólo.

Nunca la había visto hablar. Sus labios permanecían constantemente cerrados, excepto cuando exhalaba una suave y débil bocanada de aire. Probablemente se olvidaría de cómo hablar, pero su voz seguiría resonando en mi memoria. Cuando los psicólogos y psiquiatras intentaban comunicarse, ella les ignoraba completamente. No había reacción alguna.

Aunque, los primeros días, sí respondía a los estímulos. Casi con demasiado furor. Uno de los psiquiatras cometió el error de intentar acercarse y conversar con ella sin protección ni consentimiento alguno. Ella lo que hizo fue atacarle e intentar agredirle con todas sus fuerzas, golpeándole en el estómago, las costillas, el hígado y el bazo. Cuando llegaron los refuerzos el hombre estaba destrozado; ella le había hundido al menos dos costillas, le había saltado un diente, le había puesto un ojo morado, le había dejado la nariz sangrante y el labio partido; el vientre dolorido y los costados amoratados. Cuando la sujetaron el hombre se hallaba en un estado de shock superior al que había sentido nunca. A ella le pusieron una camisa de fuerza para que no pudiera herir a nadie más, y la habían encerrado en su inmaculada celda. Ella al principio intentó soltarse, en vano. Trató de golpearse contra las paredes, pero éstas y la puerta estaban forradas de goma espuma y tampoco funcionó. Poco tardó en hacerse amiga del cristal que la separaba de los vigilantes, cristal que intentó romper con la cabeza y los hombros. Consiguió un trauma craneal leve, el cual la dejó sin conocimiento casi cinco minutos, y del que se recuperó poco después. Luchó contra él un par de veces más, pero terminaron por poner guardias de seguridad frente a la luna y ya no la dejaron acercarse.

De forma que, al quinto día, se sentó en un rincón, y desde entonces, no había vuelto a verla desplazarse.

Sentía un vacío por dentro cada vez que me daba cuenta de que llevábamos un mes en la nada. Ella, moribunda; yo, agonizante al verla. Ninguno éramos capaces de vivir encerrados entre aquellas gruesas y frías paredes. Más de una vez había tenido el impulso de llevarle una manta o una chaqueta para protegerla un poco del frío invernal. Pero los loqueros no me lo habían permitido, y ella no parecía sentir frío. No parecía sentir nada.

Me pregunté en qué pensaba. ¿Estaría triste, enfadada, decepcionada, furiosa? Parecía sumida en un estado de letargo o duermevela permanente. Podía pasar perfectamente por una persona en estado vegetativo, pues no se diferenciaría en nada de ella.

Los dos lo estábamos pasando mal, pero no sé si ella era consciente de la situación. Habría dado lo que fuera por que todo volviera a la normalidad. Nada me haría más feliz que ella se incorporara de nuevo al mundo real, y con ella, arrastrara mi persona tras de sí.

Mientras tanto, le seguiría haciendo una invisible compañía. La necesitaba para vivir, y me negaba a continuar mi camino sin ella. Dejé de asistir a clase y de cumplir mis tareas básicas. Vivía por ella y para ella. Ironía, dado que ella no podía apreciarlo.

Seguiría posando mi mirada sobre sus ojos verdes hasta que pudiéramos reincorporarnos al mundo. Hasta que ella fuese libre.

martes, 2 de noviembre de 2010

Impotencia

Estaba en un rincón, vestida de blanco cual copo de nieve. Podría haberse camuflado perfectamente con su alrededor de no ser por su oscura cabellera, la cual caía desordenadamente por sus hombros inmaculados. Tenía la mirada perdida, como si sus ojos verdes hubieran revoloteado por la habitación segundos atrás y se hubieran detenido sobre un punto lejano, más allá de los confines del tiempo. Llevaba una camisa de fuerza que la obligaba a mantener las manos a la espalda, encarcelándola más de lo que ya estaba, como si de un pájaro en una jaula se tratase. Se hallaba de rodillas, sentada sobre los tobillos, esperando una ejecución que nunca llegaría. Estaba de frente a la puerta y al cristal que la separaba de mí.

Me asusté al verla. Me asusté al verla sin sombras ni raya negra en los ojos, sin rimel en las pestañas; me asusté al no ver los polvos blancos que ella misma aplicaba en su piel todas las mañanas; me asusté al no ver un pintalabios rojo, negro siquiera. Me asusté al no ver atisbo de una de sus escasas sonrisas o, tan sólo una mueca reprobatoria o de asco. Y sobre todo me asusté porque permanecía quieta como una muñeca rota y desmadejada a la que hubieran tirado al suelo. No luchaba contra su suerte, no intentaba zafarse de su armadura, no trataba de romper las paredes con la ya débil fuerza de sus puños.

Pero de verdad me asusté cuando comprendí que estaba presa. Y yo no podía ayudarla.