Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

domingo, 30 de enero de 2011

Cap 7 - La carta

Deslicé la punta del bolígrafo por el trozo de papel mientras Sangilak me esperaba con paciencia. Tuve gran cuidado en escribir con buena letra la gran parrafada que tenía que soltarle a Cora, puse esmero en no emplear palabras que fueran a herirla más de lo que ya le habría herido el contenido de la carta en sí. No era valiente por mi parte irme sin decirle nada, pero no me dejaría marcharme si le ofrecía la posibilidad de detenerme.

Podría haberle dejado una nota en el ordenador, pero eso siempre deja huella en alguna parte, y la última frase que imprimí en la carta de despedida explicaba concienzudamente que había que romper el dichoso papel. Si alguien se apoderaba de él, descubrirían mi posición y, por tanto, la del grupo de los rebeldes. Así que me limité a escribir con un viejísimo boli sobre un trozo de una página de un libro. No había encontrado más material en casa, de forma que fue lo único que se me ocurrió.

Cuando terminé, dejé el bolígrafo junto a la carta y esperé unos segundos. Sangilak se acercó a la mesa que me había servido de apoyo y posó su pata delantera derecha sobre el final de la hoja, dejando su huella impresa. Acaricié con suavidad las orejas del lobo y firmé al lado de la marca de mi guardaespaldas. Después, salí de la cocina y llegué al vestíbulo. Me puse encima la capa negra que colgaba de la pared, atándomela al cuello gracias a unos cordones plateados con los que hice un lazo de nudo doble. Abrí la puerta y al descubrir que llovía, me cubrí la cabeza con la capucha que traía incorporada la capa.

—Vamos, Sangi —dije en un intento de convencerle a él, pero sobre todo, de convencerme a mí misma—. Estoy preparada.

Salimos del edificio, y ya en la calle la lluvia nos dio una empapada bienvenida.

* * *

Llegué cansada al mausoleo de mis padres. A esas horas de la madrugada no había trenes disponibles, al menos no en aquella ciudad, por lo que tuve que ir andando con Sangilak. A ratos él me llevaba en su lomo, pero él también se cansaba. De forma que alternando la manera de viajar, llegamos allí casi cuatro horas después. No tardaría en amanecer, suerte que Cora se había ido pronto a dormir y me había preparado tan pronto como me fue posible.

Entramos solemnemente al monumento de piedra. Una vez dentro descubrí sin demasiada sorpresa que nadie había limpiado aquello. Los restos de cristales y sangre seguían allí, pero el atacante de la otra vez no estaba. Me debatí internamente sobre si aquello era bueno o malo mientras observaba las enredaderas que trepaban por las paredes y se enrollaban alrededor del altar y las dos tumbas. La luz de la luna le daba un aspecto fantasmagórico a aquello, pero no había nada que temer. Tan sólo tenía que encontrar la entrada…

Avancé hasta el lugar en el que reposaban los cuerpos de mis padres y examiné con detenimiento algo que fuera capaz de activar un mecanismo que me llevara con los rebeldes. Repasé hasta el más mínimo detalle, pero no había nada. Resignada, seguí buscando, aunque esta vez de forma mucho más airada.

Al llevar ya más de media hora en busca de algo que parecía inexistente, me senté en el suelo apoyando la espalda en una de las tumbas y abrazándome las rodillas. Mis ojos se llenaron de lágrimas cuando experimenté una fuerte sensación de fracaso, que se sucedió a la de tristeza y soledad. Segundos después Sangilak se acercó a mí y puso su hocico en uno de mis brazos, intentando animarme. Le miré sin verle realmente y volví a hundir el rostro entre las rodillas. Mi lobo se apartó de mí, aunque no supe adónde fue. Simplemente escuché sus pisadas dar vueltas por el recinto, parecía que iba a ayudarme a buscar. Lo que no me esperaba era que un rato después aullara como no lo había hecho nunca. Levanté la cabeza por segunda vez y vi la silueta recortada de Sangilak sobre una luz demasiado potente para ser de la luna; procedía de la tumba más alejada de mí, la de mi madre. Me levanté con cuidado, limpiándome los restos de lágrimas del rostro con la manga de mi oscuro traje.

Avancé hasta Sangilak y miré el punto del cual venía la misteriosa luz. Tenía un increíble tono beige brillante, como si de marfil pulido se tratase. Acerqué mi mano derecha al foco de luz, el cual me envolvió y comenzó a volverme invisible el brazo entero. Sentí un cosquilleo en la piel mientras observaba, incrédula, como la luz se me tragaba. Miré a Sangilak a la espera de una explicación que no llegó. Supongo que fue una tontería pensar que el lobo me hablaría, pero que él hubiera encontrado el portal que, se suponía, yo estaba destinada a encontrar, me había trastornado un poco.

El guardaespaldas puso también su pata en la luz, la cual comenzó a desaparecer como mi brazo, mi hombro, y parte del torso y el cuello. El resplandor dorado también ocultó la mayor parte del cuerpo de Sangilak, aunque éste ni siquiera protestó. Sentí que agonizaba por momentos y, después de unos angustiosos segundos en los que fui incapaz de ver a mi entonces mejor amigo, la oscuridad se lo tragó todo y me arrebató la consciencia.

* * *

Abrí los ojos, dolorida, e intenté incorporarme. Mis dedos se toparon con un terreno fangoso y húmedo, pero a pesar de todo conseguí levantarme. Me miré el cuerpo y comprobé que estaba entera: la luz no me había matado, al fin y al cabo. Al sentir la presencia de Sangilak supe que él también estaba bien.

Ya no llovía, así que me quité la capucha, la cual (no sabía por qué) me había mantenido puesta en el mausoleo. Empezaba a hacer frío, pero mi traje reforzado evitó que perdiera el calor acumulado. Examiné el paisaje de mi alrededor, vigilando por si estábamos en peligro o alguien nos observaba desde las sombras.

Estábamos en pleno bosque. No se veían rastros de la civilización humana, pero supe que estaba en el lugar correcto. Árboles enormes cuyas razas no supe distinguir se superponían los unos a los otros con sus largas y tupidas ramas, plagadas de hojas tan verdes como el suelo lleno de musgo y barro. Las raíces de los altos especímenes arbóreos escapaban del suelo y creaban una superficie difícil por la que caminar. Tomé nota de aquello para acordarme en el momento en el que tuviera que huir de algo (si tenía que hacerlo, claro).

Avancé hasta uno de los árboles, acercando mi mano a él y, de pronto, se iluminó. Una brillante luz dorada le recorrió desde el centro del tronco hasta las puntas de las ramas y el final de las raíces. Incrédula, fui tocando los árboles uno a uno, pero no salió luz de todos ellos. Iban por parejas, por así decirlo, y al cabo de unos minutos me percaté de que si caminaba en línea recta entre ellos, éstos me conducían a algún lugar. Sonreí por primera vez en mucho tiempo, pues me pareció un sistema excelente de proteger la localización de un emplazamiento, especialmente si era una base cuyos componentes tenían ideas contrarias a la del presidente.

Seguí el camino, posando de cuando en cuando las yemas de mis dedos sobre la corteza de los árboles para saber por dónde seguir. Palpé uno de los bolsillos de mi pantalón, pero descubrí que me había dejado el reloj en casa. De todas formas, supuse que amanecería pronto, pues el cielo parecía un poquito más claro desde que había llegado allí.

Más o menos una hora después, y tras mucho rozar los árboles, éstos dejaron de iluminarse, dejándome parada en mitad de la nada.

—¿Y ahora qué? —murmuré, mirando a mi alrededor—. ¿Qué tenéis pensado para mí?

Sangilak se sentó a mi lado, diciéndome con la mirada que era hora de descansar. Admitiendo que parecía más listo que yo, le imité y me puse en posición fetal, dejando mi espalda en contacto con la suya. Él soltó un gruñido de buenas noches y yo sonreí.

—Hasta mañana, San —me despedí, comenzando a sentirme cansada de pronto—. Mañana seguiremos.

Mi mente confundió la negrura de la noche sin estrellas con la nada y me envolvió con ella, atrapándome en el reino de los sueños mientras, en aquel bosque de árboles plateados, alguien cogía en brazos a una joven y era seguido por un gran lobo negro.

sábado, 29 de enero de 2011

Jillian

Preparamos las armas y esperamos la orden del capitán. Tres cuartas partes del grupo no llegábamos a los veinte años, pero a pesar de nuestra corta edad, habíamos cumplido misiones más complicadas que aquella. Sin embargo, algo nos decía que esa vez iba a ser diferente; el cielo negro y el suelo resbaladizo no presagiaban nada bueno.

Yo era el más joven del ejército. Me habían admitido porque, a mis diecisiete años, era rápido y eficaz; acataba las ordenes sin rechistar y cumplía mi cometido tan pronto como me era posible y más. Estaba allí porque me consideraban tan bueno como los demás, y sin embargo, en ese momento me sentía pequeño y débil.

Se hizo un silencio repentino en el patio exterior de la iglesia que había enfrentada a nosotros. Los soldados callamos y observamos, expectantes. De pronto, el portón del enorme edificio comenzó a abrirse lentamente. Segundos después pudimos ver las sombras oscuras que se alejaban de la luz de la luna.

—Estad preparados —nos susurró el capitán, a lo que asentimos. Justo entonces fuimos capaces de vislumbrar un fantasmagórico rostro que nos vigilaba desde el interior de la iglesia. Era blanco, casi marmóreo, de facciones finas como las de una mujer. Pero aquellos ojos oscuros sin duda pertenecían a un hombre. Parecía rondar nuestra edad, mas imponíamos menos nosotros juntos que él.

Salió de entre las sombras, dejándose ver. Iba vestido con ropas holgadas y negras, parecidas a nuestro uniforme. Su cabello era tanto más oscuro que las prendas que portaba, aunque de un tono más azulado, el cual se recortaba contra el rostro que nos miraba, serio.

Comenzó a bajar las escaleras de piedra con parsimonia, como pavoneándose de no tener que llevar arma alguna. Tras unos segundos conseguí darme cuenta de que la lluvia que nos llevaba empapando casi media hora, a él no le afectaba: seguía tan seco como si estuviera a cubierto. Aquello no me dio buena espina. Deseé estar en casa, junto a mi madre y mi hermana Jillian. Lamentablemente, tenía que seguir, no podía abortar la misión.

La lluvia de proyectiles acompañó a la natural. Intentamos rociar con balas el cuerpo de aquel siniestro personaje, mas le afectaba incluso menos que el agua. Sentí miedo, el cual se acrecentó cuando él posó su mirada en la mía. Percibió mi temor y sus ojos se tornaron rojos mientras con los labios dibujaba una tétrica sonrisa.

jueves, 27 de enero de 2011

Las sombras no la buscan a ella

Me puse frente a ella, pero me dio la espalda y me ordenó que me diera la vuelta. Extasiado, hice lo que me había ordenado mientras pensaba en lo ridículo que era aquello.

—No te muevas —me indicó cuando estuvimos espalda contra espalda—. Protegiendo nuestra retaguardia evitaremos que nos ataquen por sorpresa.

—Bien.

Sabía que no iban a atacarnos con armas físicas. Sabían que era un antiguo soldado de Shinra y no podrían luchar contra mí, por lo que intentarían vencerme psicológicamente. Infiltrándose en mi mente como había hecho Sephiroth, colándose entre mis pensamientos y manipulando mi forma de actuar. Por suerte, estaba preparado.

—Recuerda: paz.

Asentí, y aunque ella no me vio, supo que iba a hacerle caso. Cerré los ojos, haciendo desaparecer de mi vista el campo de flores blancas que se encontraba a nuestros pies. La neblina que nos rodeaba se convirtió en oscuridad cuando mis párpados se unieron.

Empezó. De pronto estaba tumbado, con la mano de Aerith en mi frente. Sonreí para mis adentros, pero algo cambió. Aerith desapareció al instante y me encontré frente a un gran castillo negro iluminado por la luna llena. De las torres más altas surgieron unas sombras tan oscuras como la noche que reinaba en el lugar, las cuales se unieron y dieron lugar a una sola. Segundos después, ésta se convirtió en Sephiroth.

Intentó atacarme con su larga espada, similar a una katana. Yo bloqueé el golpe y traté de alcanzarle con la espada que Zack me había legado, pero por desgracia estábamos en desigualdad de condiciones y mi contrincante volvió a convertirse en humo negro. Salté del edificio en el que estaba y fui a reunirme con Sephiroth, quien me atacó por sorpresa y logró herirme levemente en la mejilla. Noté la sangre correr por mi cuello; en realidad no estaba sucediendo (no físicamente, al menos), pero dolía igual, y me cansaba como si estuviera peleando en el mundo real.

Fue una batalla encarnizada y no parecía que fuese a haber un ganador. Justo entonces me despisté y Sephiroth me golpeó con tal fuerza que me empotró con uno de los grises edificios que estaban a nuestro alrededor. Atravesé la ventana y aterricé en el suelo lleno de escombros, pero me levanté enseguida y fui a atacarle de nuevo. No podía permitirme fallar…

De nuevo otro golpe me pilló por sorpresa. Comenzaba a sentirme cada vez más cansado, y había perdido la fe. De pronto imágenes de la vida real se recortaron contra las mentales, viendo retazos del campo de flores y del rostro de Sephiroth al mismo tiempo. Mi yo real, el que se encontraba junto a Aerith, cayó de rodillas por el dolor y el cansancio, temblando. Noté cómo ella me apoyaba una mano en el hombro, porque si se daba la vuelta la atacarían también, y entonces sí estaríamos perdidos.

lunes, 24 de enero de 2011

Rosa Negra

Días interminables se sucedían, uno tras otro, a la espera de un cambio en la rutina diaria. Parecía que el castigo se extendía hasta el fin y el sufrimiento permanecía en mi corazón incluso cuando no estaba con ella. A pesar de todo, sabía que, encerrada en aquel lugar de mala muerte, esa alma muerta lo pasaba peor que yo. Lógico, dado que meras barreras físicas la atacaban psicológicamente.

A veces me preguntaba con qué soñaba. Tras observar detenidamente sus párpados cerrados y verlos levantar para después contemplar durante tan sólo unos segundos sus ojos color esmeralda, me asaltaba la duda de si la pesadilla que acarreaba por el día, la acosaba también en la noche. ¿O tal vez soñaba con algo peor? Aunque quizás yo me equivocaba y tan sólo vislumbraba una utopía imposible, donde ella y yo estábamos juntos y nadie nos obligaba a permanecer alejados por un simple aspirante a médico que creía hacer lo correcto, mas no podía estar más equivocado.

Pero ella nunca había pensado en positivo. Su mundo era negro, o en escalas grises cuando estaba de buen humor. Aunque casi nunca sucedía eso, la presión que ejercía su madre sobre ella se encargaba de ello. Su madre. Siempre el mismo problema.

Tras la muerte de su padre, su madre entró en depresión y no hizo otra cosa que contagiar a su hija. Mi amiga lo pasó peor incluso que su madre, pues cuando ésta última salió del maligno trance, la otra permanecía sumida en él. Y no parecía que fuese a despertar.

Un día decidí cambiar algo. Cuando aparecí en el manicomio a primera hora de la mañana, me dirigí directamente al guardia de seguridad. Se defendió con múltiples excusas ante mi ataque verbal, pero no desistí y conseguí mi cometido casi al cien por cien.

Una hora después ella alzó la cabeza y contempló la rosa negra que yacía junto a ella medianamente congelada, con el tallo casi blanco y los pétalos brillando bajo la luz de los fluorescentes plateados. No supe identificar su mirada, pero cuando cerró los ojos de nuevo tras observar la flor medio muerta, creo que no pudo evitar pensar que no había muchas cosas que la diferenciaran de aquella rosa.

martes, 11 de enero de 2011

Cap 6 - El Presidente

Ya habían pasado varios días desde el encuentro con Azai y el desvelamiento del enigma de la nota de papel. Habría debido marcharme en cuanto puse los pies en la calle al salir de la armería, pero no podía irme así, sin más. Debía planear mi huida y conseguir hacerlo todo bien. Tan sólo necesitaba preparar una bolsa en la que llevar todo lo que fuera necesario, reunir valor y encontrar la puerta que cruzaría con Sangilak. Pero me topé con un pequeño problema: Cora.

—¿Qué tal te ha ido? ¿Has comprado algo? —me preguntó en cuanto llegué a casa tras mi visita a la tienda de armas.

—Bien, unas cuantas dagas —resumí. No le conté lo de Azai. Eso implicaría contarle todo lo demás, y yo no estaba preparada para decírselo. Incluso era probable que ella tampoco estuviera lista para escucharlo.

La euforia me había invadido en la armería al encontrar algo que por fin me llevaría cerca del asunto de mis padres y el presidente. Pero en ese momento, mientras permanecía sentada con Cora y Sangilak en el sofá del salón viendo las noticias, reflexionaba sobre el tema. Seguía pensando que era una idea acertada (por no decir la mejor o la única que no conllevara el suicidio), por lo que decidí que pronto me pondría en camino. Aunque, por otro lado…

Era incapaz de mirarle a Cora a la cara y soltarle mis planes, así, de sopetón. Ella no lo soportaría y, por supuesto, me lo prohibiría. De ese modo tan sólo conseguiría que me vigilara y que me pidiera todavía más explicaciones. Si ése era el caso, y yo llegaba a hacer algo importante, el presidente podría mandar secuestrar a Cora para preguntarle mediante tortura cuál era mi paradero.

No, definitivamente no podía decírselo tal cual. Pero ¿sería capaz de marcharme sin avisar? Seguramente no. A no ser de que…

—Hilda. Hilda, ¿me estás escuchando? —me llamó Cora, despertándome de mi ensueño al balancear sus delgados dedos delante de mi rostro— Llevo unos minutos intentando que reacciones. ¿Qué te pasa?

—Nada, tan sólo estoy cansada.

—Ya te dije que no fueras a clase de taekwondo.

—Lo necesitaba, llevo muchos días sin moverme de aquí —subí un poco el tono. Cora estaba metiendo el dedo en la llaga al recordarme mi arresto domiciliario.

—No hubieras tenido que hacerlo si te hubieras quedado en casa como te dije en vez de pasearte por la Ciudad de Piedra con Sangilak —respondió tranquilamente, mirándose las uñas.

Mi guardaespaldas enterró la cabeza entre las patas y gruñó. Hubo unos segundos de silencio que yo invertí para tranquilizarme. Al callarnos, Cora y yo pudimos escuchar la televisión. Eran las noticias; un atractivo presentador rubio comentaba de pasada los reportajes que se iban a tratar más adelante, para informar de los temas que saldrían aquella noche por televisión.

—… prohibido. Ha sido arrestado de inmediato, pues no intentó resistirse. Y ahora —cambió el tono por uno más alegre y un poco misterioso— procederemos al reportaje de las elecciones.

Me quedé totalmente petrificada.

—¿Eran hoy? —musité con lentitud—. ¿Las elecciones?

—¿Qué? —preguntó Cora con confusión. No había prestado atención al rubiales de la tele y no se había enterado. Instantes después procesó mis palabras y me miró con los ojos como platos—. ¡Las elecciones!

Nos agarramos de la mano y miramos la televisión con ansiedad. Sangilak se acercó a mí y se sentó al lado del sofá. Los tres prestamos atención.

—… Vanessa McClain se encuentra en el Palacio de Artes Políticas y Cultura del Mundo —dijo el presentador, señalando un recuadro de la televisión en el que salía una mujer mulata, armada con un micrófono y un pequeño dispositivo electrónico.

Sí John —le dio la razón la tal Vanessa—, detrás de mi podéis ver el lugar donde se va a celebrar la elección del presidente de todo el país. Me gustaría aclarar, puesto que todavía faltan unos minutos para el nombramiento, el procedimiento que se lleva a cabo para obtener el nombre del ganador. El Ministerio se encuentra dividido en siete partes, cada una de las cuales representa una parte de la vida humana y se encarga de facilitarnos la existencia mediante construcciones, servicios y demás. Las siete partes del Ministerio son presididas por siete ministros; cinco hombres y dos mujeres. Esas son las personas que votan, por el bien de la población…

—Sí, claro, por el bien de la población y por interés propio —repuse entre dientes, enfadada—. Luego el presidente sabrá quién le había votado y saldrá enormemente beneficiado.

—… y determinan quién será el próximo presidente. Recordamos que tampoco conocemos el nombre de los posibles candidatos a la jefatura; tan sólo los siete ministros saben sus nombres. Así pues en unos instantes se procederá a la publicación del nombre del presidente que se hará cargo del país hasta que aparezca un sucesor gracias a otras elecciones, que serán convocadas por los ministros si consideran que estamos en crisis.

—Como no lo estamos ya… —respondí irónicamente. Aquella mujer me estaba poniendo de los nervios.

De modo que permanezcan atentos. En uno segundos me comunicarán quién será el próximo presidente, y yo se lo diré a ustedes.

Vanessa esbozó una sonrisa enigmática, dejando ver sus blancos dientes entre unos labios finos y coloreados de rojo por el carmín que debía de haberse aplicado un rato antes. La piel se tensó en sus mejillas mientras alguien le anunciaba el nombre del nuevo presidente por el interfono negro que llevaba colocado en la oreja. La miré a los ojos esperando una respuesta, parecía que ella también me miraba a mí, pero no era así. Miraba al mundo entero.

Y el nuevo presidente es…

Se podría decir que toda mi vida pasó por delante de mis ojos mientras esperaba la siguiente palabra de la periodista. En ese momento fui consciente, más que nunca, de que estaba en peligro y aquel nombramiento desencadenaría una serie de consecuencias que implicarían numerosos actos por mi parte. Me estaba jugando mi vida por el nombre del presidente.

Cora entrelazó sus dedos con los míos y los apretó con ansiedad. Ella también tenía miedo. Y lo que era peor; tenía serias razones para sentirlo.

—… Jacob Silverking.

lunes, 3 de enero de 2011

El tiempo se acelera cuando la muerte se acerca

Entró en la estancia aceleradamente y con el corazón en un puño.

—¡Lidia! ¡Lidia! —gritaba mientras recorría el salón. A primera vista, ella no estaba, pero siguió buscando. Miró encima de los sofás, pero no se hallaba tumbada en ninguno de ellos. También miró detrás de las cortinas, junto a la ventana, mas no se encontraba allí. Fue entonces cuando se dio la vuelta, ya al borde del lapsus, y vio algo encima de la barra del bar, donde tantas otras veces había bebido con sus amigos, y donde había tomado cócteles con ella. También fue donde, horas antes, le había propuesto matrimonio y ella había aceptado. Aquel lugar estaba marcado por la felicidad, pero al acercarse y encontrar su cuerpo inerte sobre la pulida superficie, se dio cuenta de que odiaría hasta el último milímetro de la estancia para el resto de sus días.

—No —dijo asustado, intentando detener la realidad y ganar tiempo para enfrentarse a su mayor temor—. ¡No, no, no!

Cogió su cuerpo con cuidado pero con rapidez, y tan sólo de no oír su respiración y no sentir sus latidos al apoyar la palma de la mano contra su pecho, cayó al suelo de rodillas, todavía con ella en brazos. El dolor le desbordaba y necesitaba una vía de escape, así que salió de su cuerpo en forma de lágrimas. Éstas fueron a parar al rostro de ella, el cual, aparentemente dormido, transmitía infinita serenidad. Sus mejillas, enmarcadas por sus cabellos oscuros, no tenían color y estaban frías, muertas, al igual que sus ojos, los cuales él se apresuró a cerrar con los labios.

—¡Jesse! —llamó con un desgarrador gemido. Como vio que su compañero no venía, lo llamó más fuerte. Tal vez había subido al piso de arriba y no le oía bien— ¡Jesse, ayúdame! ¡Ayúdame, por favor, Jesse!

Sin parar de llorar, apoyó la espalda en la parte de atrás del sofá y se dejó caer en el suelo enmoquetado, estirando las piernas y tendiendo a Lidia sobre ellas. Por fin, Jesse acudió y le buscó con la mirada.

—Jack, ¿qué pasa? Acabo de venir de la habitación y he buscado el dinero, ¡no está! ¡El cabrón se lo ha…! —divisó el cuerpo muerto de Lidia en los brazos de su prometido y se le cayó el alma a los pies— Oh, no…

Jack sintió la mano de Jesse en el hombro. Recibía apoyo moral, pero no le servía de nada. Él quería resucitar a Lidia.

—Lo siento mucho, Jack —dijo Jesse, agachando la cabeza—. De verdad que lo siento, pero tenemos que irnos. Van a venir a buscarnos y no podemos estar aquí cuando lleguen.

Jack le escuchaba pero no hacía caso. Jesse casi tuvo que arrancarle a Lidia de las manos, mientras la colocaba sobre el sofá. Jack salió al pasillo con su compañero y miró hacia atrás un momento, deteniéndose y observando todo lo que iba a dejar olvidado allí. Tras unos tensos segundos en silencio, salió con Jesse de la casa en la que iba a vivir con Lidia, mientras su corazón se rompía en mil pedazos y el mundo se desmoronaba a su alrededor.

sábado, 1 de enero de 2011

365 días por descubrir

Hoy, 1 de enero, empieza el 2011. Puede que tan sólo sea una fecha, pero se trata de una fecha significativa. Eso quiere decir que tenemos 365 días por delante, 365 días por descubrir. Y tal vez sea poco para algunos o demasiado para otros, pero en mi opinión, es una medida perfecta. Nos queda un año para sentir nuevas emociones, experimentar nuevos sentimientos, recorrer nuevos caminos, probar nuevas experiencias. En un año podemos mejorar como personas si nos lo proponemos, podemos conocer a nuevas personas, hacer amigos, enemigos, volvernos más responsables o inteligentes, alcanzar nuevos propósitos y llegar a nuestras más altas y lejanas metas. Todos cumpliremos un año más, nos haremos un poco más viejos y mayores. Puede que nos despidamos para siempre de alguien o le demos la bienvenida al mundo a otra persona. Habrá bautizos, comuniones, bodas, fiestas y celebraciones por aniversarios. Veremos nuevas películas, leeremos nuevos libros, escucharemos nuevas canciones, conoceremos a nuevos famosos, veremos nuevas obras y nuevas series. Haremos nuevas fotos y vídeos, escribiremos nuevos relatos y novelas. Haremos cosas importantes, buenos actos, y otros que no serán tan buenos. Castigaremos y nos castigarán, lloraremos y haremos llorar; reiremos y haremos reír. Podemos ser felices y hacer felices al de al lado. Podemos conservar amistades y podemos romperlos con la facilidad con la que se quiebra una pequeña rama.

Hoy, 1 de enero, empieza el 2011. Puede que tan sólo sea una fecha, pero desde luego, es una fecha importante.