Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

viernes, 19 de abril de 2013

red heels


Llovía. No era una lluvia agradable de verano de la que puedes guarecerte fácilmente. El agua caía con el peso de un yunque y las gotas eran grandes, frías como témpanos de hielo. Resultaba poco agradable permanecer bajo aquella tormenta torrencial, pero supongo que Ge nunca había estado muy cuerdo.
Estaba de espaldas a mí y supo que me acercaba porque escuchó el entrechocar de los tacones con el suelo empedrado de la calle. Esperó paciente a que llegara a su lado y no se movió; allí plantado, una figura oscura sobre una motocicleta aún más oscura, en una noche negra como la boca del lobo, parecía un guardián de la muerte o, en el mejor de los casos, un hombre que era mejor evitar encontrarse.
Todavía me temblaban las rodillas, casi tanto como el labio inferior, así que no me atreví a mirarle a la cara. Me subí en la motocicleta sin decir una palabra y le rodeé la cintura con los brazos; la lluvia que se había acumulado en la superficie de su chaqueta de cuero se pegó a mi cuerpo, empapándome el vestido, la piel y hasta el corazón. Dejé que me llevara a donde quisiera como un náufrago se deja llevar por las olas cuando lo da ya todo por perdido.
No supe calcular el tiempo que estuvimos en la carretera, bajo la lluvia. Era vagamente consciente de las luces de otros vehículos cuando pasaban a nuestro lado, porque se me clavaban en los párpados cerrados y pintaban un mundo anaranjado y lleno de reflejos extraños que no supe identificar. Cuando la motocicleta se detuvo no me moví de mi sitio y Ge me cogió en brazos. Recordé vagamente las veces que mi padre me había cogido así, muchos años atrás, y me sentí estúpida por comparar a papá con el chico de la moto. Aunque Ge nunca había sido tan sólo ‘el chico de la moto’, y de todos modos mi padre no estaba allí para reprocharme nada.

  —No hace falta que abras los ojos —dijo con voz tranquila, y le hice caso únicamente porque en ningún momento había tenido intención de abrirlos.

Caminó y subió unas escaleras y oí el sonido de unas llaves, aunque no noté que forcejeara con uno de los bolsillos de su chaqueta. Después entramos en algún lugar donde la lluvia helada ya no podía alcanzarnos, pero no me sentí aliviada. El frío ya estaba dentro y no se iría. No así.
Estábamos a oscuras pero Ge no parecía necesitar ninguna luz para desplazarse. Caminó un poco más y me concentré en el ruido del chapoteo de sus botas mojadas sobre el parquet. Entonces, cuando el ritmo ya me había hipnotizado hasta casi dormirme, Ge me dejó de pie en un suelo frío y liso y empezó a desvestirme.
Me dejé hacer. Sus dedos desabrocharon los botones de mi chaqueta y me la sacaron de los brazos con cuidado. Bailaron sobre mi espalda con suavidad pero firmes como un soldado raso, en busca de la cremallera que yo había subido tan sólo unas horas antes. El vestido no necesitó más indicaciones y se deslizó por mi cuerpo hasta las baldosas, cubriéndome los pies de tela empapada.
No me resultaba incómodo estar en ropa interior frente a él. Tampoco sentí vergüenza cuando me soltó el sujetador ni cuando me dejó completamente desnuda, ni siquiera cuando sentí su aliento muy cerca.

  —Estás muy rota. Rota por dentro.

No asentí porque ya lo sabía, y él también lo sabía, y no hacía falta que nadie nos lo confirmara. Volvió a cogerme en brazos y segundos después se agachó y me dejó sentada en otro suelo aún más frío que el anterior, y súbitamente el agua empezó a correr y me congeló los pies.
Las rodillas no habían dejado de temblarme y comencé a tiritar; mi cuerpo ya no me obedecía a mí, sólo a los impulsos nerviosos que buscaban calor, como la piel de gallina que me cubría entera. Acerté a pensar, dios, por qué tanto frío, por qué allí, y de pronto un chorro de agua caliente me empapó las piernas. La diferencia de temperatura hizo que me ardiesen, pero estaba demasiado ocupada temblando con los labios amoratados como para quejarme.
Pronto la bañera estaba llena de agua caliente y me cubría por encima del pecho, sin llegar a las clavículas. Las manos de Ge, silenciosas y amables, comenzaron a frotarme los pies con una esponja llena de jabón, ascendieron por mis piernas hasta las caderas, y se ocuparon del torso, los brazos y el cuello con la misma paciencia.
Escuché; se aclaró las manos en el grifo y me echó el pelo para atrás. Las yemas de sus dedos recorrieron mis facciones y limpiaron los restos de sangre y lágrimas acumulados en mis mejillas, después cogió la alcachofa de la ducha y dirigió el chorro a mi cabello, sustituyendo al agua fría de la lluvia. Me enjabonó, volvió a aclararme y después dejé de sentir sus manos. Antes de que pudiera hacer nada me sacó de la bañera y me envolvió en una toalla, y luego me transportó en brazos tal y como antes.
Me encontré sentada en algo mullido. Ge empezó a desenredarme la melena, y yo pensé que ojalá no tuviera que moverme de allí nunca. Ya no hacía tanto frío. Y no me temblaban las rodillas.

  —Habla, pequeña.

Lo dijo con naturalidad, le salió espontáneo como una carcajada. Quizá fuera el hecho de que la petición no estaba adornada de excusas tristes, pucheros o lamentaciones, pero el caso es que tenía tantas cosas acumuladas en el corazón, la garganta y la mente que sentía la necesidad de soltarlas todas. Y por fin había encontrado un momento, un lugar y una persona. Así que hablé.
Hablé durante horas mientras Ge me pasaba el cepillo por el pelo, y con cada mechón que desenredaba yo me quitaba un puñal del pecho. Las palabras me salían de forma fácil, sin pensar; en mi cabeza tenían un sentido y mi lengua las ordenaba como le parecía. Si Ge no entendió algo, nunca lo supe. Pero escuchó con infinita paciencia.
Los nudos del pelo se deshicieron al fin, y mis manos, llenas de hojas ensangrentadas, sujetaron con dedos débiles la causa de mis heridas. Mientras Ge me secaba la melena con una toalla, me atreví a pensar que me dolía más que antes; quizá porque un corte duele mucho más al limpiarlo y mientras se cura, que cuando te lo hacen.
Mis labios pararon y el sueño me invadió, y en otras circunstancias habría luchado a capa y espada con Morfeo por quedarme despierta con Ge, pero desintoxicarme me había dejado tan agotada que creí morir si no dormía.
Así que me tumbé, porque los ojos ya los tenía cerrados, y dejé de pensar en los tacones rojos, rojos como la sangre de aquel hombre y las salpicaduras de las paredes de mi apartamento, que sólo se irían con una nueva mano de pintura; dejé de pensar en la noche anaranjada, del mismo color que el cabello de Ge, que sólo había visto bajo la tenue luz de la farola en medio de la calle; dejé de pensar en aquellos ojos oscuros que me habían hecho daño, y en la motocicleta negra y el cielo negro y la negra tinta que invadía mi corazón poco a poco, como cuando la lluvia fría te empapa un vestido nuevo.









Huid de las personas
de corazón negro.