Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Iron

Hoy me he acordado de vosotros, papá. Estaba tumbada en la cama y escuchaba una canción triste que a veces me hace llorar. Un coche ha pasado por la calle y, aunque no he oído el motor -la música estaba demsiado alta- la luz de los faros se ha infiltrado en mi habitación haciendo del techo una pantalla abstracta. Me he acordado de las noches en casa de la abuela, durmiendo en una cama contigua a mi hermana, bajo el edredón rojo y con la infancia todavía pegada a los talones. La luz de las farolas y de los vehículos que dejaban atrás la casa creaban reflejos anaranjados en toda la habitación y a mí me gustaba verlos antes de caer dormida, así que, aunque la abuela cerrara la ventana cuando venía a darnos un beso de buenas noches, yo la abría un poquito. Siempre he necesitado luz, ya lo sabes. Eras tú quien pagaba las facturas de la electricidad y era culpa mía que la lámpara del pasillo del piso superior estuviera siempre encendida. Eso cuando no tenía pesadillas y dormía con la luz de mi habitación encendida, claro. Mamá se volvía loca con eso. Llegó a quitarme la bombilla en un intento desesperado por enseñarme a dormir a oscuras. No recuerdo si me daban miedo los monstruos o la oscuridad en la que se escondían. Ahora los monstruos no están debajo de la cama sino debajo de mis costillas. A veces me siento tan vacía que creo que voy a explotar. A veces echo de menos los reflejos anaranjados en el techo de mi cuarto. 

 He quitado la canción y he puesto otra, porque hay algunas que me recuerdan demasiado a vosotros. Pero el dolor era el mismo. El vacío era el mismo. Y, bueno, estoy buscando la forma de protegerme de eso, como un herrero que construye su propia armadura para la batalla. Voy -y siempre iré- con las manos desnudas, pero ya lo dijo alguien una vez; mejor un escudo con el que vivir que un arma con la que matar.

lunes, 18 de noviembre de 2013

El tren.

Las botellas de la mesa de café tintinearon cuando pasó el tren. Durante unos seguidos traqueteó toda la casa, como si la recorriera un escalofrío de arriba abajo. La planta de la estantería junto a la ventana tembló un poco y se quedó inmóvil pasados unos minutos. Después de la visita relámpago de la locomotora y sus vagones la habitación quedó en silencio. Amanecía, y el sol se coló entre las rendijas de la persiana y el humo del cigarrillo a medio apagar. Las últimas lágrimas de whisky cometían suicidio contra el parquet, una a una, en una extraña procesión húmeda.
Unos ojos oscuros escuchaban una respiración ajena. La espalda encorvada por el cansancio sobre la silla de madera, las ojeras bajo las pestañas claras y la piel pálida. Y la mirada fija en el corazón que latía en el sofá, con el invierno aplastándole las costillas. El frío en la piel.
Se agitó en sueños y gritó, inquieta, revolviendo las mantas. Los ojos oscuros y su cuerpo largo y delgado se levantaron de la silla como un resorte para avanzar, para proteger, pero se detuvieron antes de dar un paso. Los gritos duraron unos segundos más; después se transformaron en una cascada de sollozos.
Despertó de pronto y abrió los ojos claros. Enfocó la vista mirando a su alrededor y por un segundo fue en dirección a… no, se llevó los dedos al rostro y se quitó las lágrimas de encima con abatimiento. El frío invernal le pesaba en la espalda y se levantó por inercia.
Ojos Oscuros estaba aún allí, de pie, observando lo inevitable. Se fijó en sus rodillas huesudas y el jersey blanco irlandés, y el pelo castaño en torrentes sobre los hombros. Algo se le encogió muy, muy dentro, y quiso llorar y reír al mismo tiempo.
Ojos Claros sorteó la mesa de café y cruzó la habitación. Les separaban menos de diez centímetros y se detuvo de repente. Cerró los ojos. A Ojos Oscuros se le habría parado el corazón si hubiese tenido, y la miró buscando una señal. Caterina. Caterina. Caterina.
Pero algo maulló y Ojos Claros volvió a ver. Ojos Oscuros no necesitó bajar la mirada para saber que el gatito que había traído a casa de Caterina unos días antes acababa de enredarse en sus piernas desnudas. Entonces el aliento la abandonó de golpe y hubo negro contra azul porque Ojos Claros dio un paso más y atravesó a Ojos Oscuros de lleno.
Caterina, quiso llamarla. Caterina.
Caterina salió de la habitación y cruzó el pasillo, perdiéndose de vista. El gatito la siguió con sus pasos pequeñitos y las orejas negras bien erguidas.
Ojos Oscuros se llevó las manos al pecho, a las caderas, a los lugares por los que ella había pasado y, sin embargo, ni siquiera había rozado.
Y llegó el día.

Y se rompió en mil pedazos.

jueves, 7 de noviembre de 2013

"y volver a Italia en primavera"

El olor de los cerezos altos envuelve los alrededores del puente de piedra. Unas ruedas lejanas traquetean en raíles largos y oscuros como tendones de carbón, pero el humo gris no llega hasta aquí. Anochece en el prado y el sol se marcha con una sonrisa anaranjada. La locomotora se aleja riendo.
Limpiar el polvo de la maleta y dejar las lágrimas encerradas en casa. Ponte el vestido blanco, borra la llave del mapa, entierra as manos en los pétalos claros de las flores del camino.  Las luces brillan a lo lejos, una suerte de reflejo al final del túnel; una recompensa después de muchos otoños contando las hojas muertas caer desde la ventana.

Amar una tierra tanto como para abandonar el corazón allí.
Y dejar la vida en el puente de piedra.

Y volver a Italia en primavera.

domingo, 27 de octubre de 2013

Dèlire I

El olor a fruta dulce y pan recién hecho envolvía toda la casa. Sonaba un romance que nunca nadie supo cantar excepto mamá, con aquella voz que parecía la de una nereida. Quiéreme, amor, porque las olas se acercan y mi corazón no aguantará sin ti, decía la canción. Oía los pájaros a través de la ventana.
Erias entró corriendo a la sala de estar y se echó a mis brazos.
Backè —dijo mientras me miraba a los ojos. Le brillaban como guijarros celestes—, te quiero mucho. Te quedarás conmigo, ¿a que sí?
Todavía llevaba el uniforme. Los pantalones anchos y oscuros, llenos de bolsillos, las botas de suela gruesa. Y una camisa ligera de algodón que me dejaba a la vista los brazos llenos de heridas y cicatrices. Todavía tenía el pelo enredado y sucio, de un extraño color grisáceo por la ceniza, el humo y el dolor. Todavía tenía el cansancio en el cuerpo y ojeras amoratadas.
Pero esos ojos, esas manos alrededor de mi cuello y ese peso en mi regazo consiguieron sacarme la sonrisa más grande que había esbozado en mucho tiempo. Quiéreme, amor, porque las olas se acercan
—Siempre, pequeño —susurré, y Erias se ancló a mi pecho—. Siempre.
De pronto mamá dejó de cantar. El romance se detuvo de forma brusca, como si alguien hubiera levantado la aguja de un vinilo. No se oía ningún pájaro.
—¿Mamá?
Un temblor repentino recorrió las entrañas de la tierra y ascendió por mi columna vertebral, sacudiéndome hasta el alma. Nadie me respondió. Sólo el golpeteo de un tambor inmenso que no podía ver ni tocar.
Alerta, sostuve con firmeza a Erias, que se había quedado dormido, y me puse en pie. Todo se había petrificado. Noté entonces que disminuía el peso que llevaba encima y se deslizaba por mis piernas. Miré hacia abajo… y mi garganta se quedó muda mientras gritaba de terror.
Algo compuesto de carne podrida y cenizas frías había sustituido a mi hermano. Mis manos delgadas habían apretado con demasiada fuerza aquello que se me resbalaba de entre los dedos, rozando mi piel y provocándome escalofríos. Tenía la forma de Erias, tenía sus espantosos ojos azules y su cabello rubio, pero aquella sonrisa sin dientes no era suya, aquella piel negra no era la suya… y el cadáver cayendo despedazado como la lluvia al suelo de piedra, una suerte de lepra infernal, una pesadilla que desintegró el único corazón que me había esperado durante la guerra… no era él.
Lo solté tan rápido como si fuera una bomba y cayó al suelo mientras me apartaba, con el corazón a mil, mirándome las manos en busca de algo que indicara que iba a disolverme en el aire también. Entonces el temblor tronó de nuevo como el rugido de una bestia, y un instante antes de la explosión supe que iba a morir.
Vi los muros abalanzarse hacia mí, titanes de piedra que reclamaban mi vida con cada milímetro de su ser. Caí de espaldas sobre la muerte de Erias y quise chillar, porque me habían puesto un arma entre las manos, me habían enseñado a disparar el gatillo, me habían mandado a parajes desiertos a combatir a soldados tan jóvenes como yo y habían visto cómo pasaba de niña a mujer entre cadáveres, muertos que hablaban y pesadillas que me acechaban por las noches, pero nunca, nunca, me habían preparado para aquello.
Y quedé atrapada en los cimientos de una casa en ruinas, de un hogar destrozado por una ola de fuego, por una explosión que terminó con sus vidas y mi corazón al mismo tiempo. Quiéreme, amor, porque las olas se acercan…

Con la tos en los labios y los pulmones en la garganta recordé que le había prometido mi presencia a alguien que ni siquiera me llegaba por la cintura cuando estaba vivo. Y los latidos perdidos resonaron en mi cabeza. Y rompí a llorar.

miércoles, 16 de octubre de 2013

mejor que sentir arder la carne

vomito hasta que no me quedan entrañas entre las costillas. algo de sangre en el esternón, músculos escondidos tras las caderas. la muerte en todos los poros de la piel.

cuando era pequeña vivía en un barco encallado en medio de un valle. al anochecer las estrellas eran las únicas que iluminaban las cubiertas desgastadas de madera, los mástiles partidos por el viento, la proa pintada de verde esmeralda. y unas manos conocidas sostenían las mías bajo la luz de una única vela llameante.
el mundo era mío, ¿sabes? no poseía nada, pero tenía suelo que pisar y pies con los que hacerlo, y manos con las que tomar a mi guía y ojos para ver el camino en la oscuridad. y el mundo era mío porque tenerlo todo cuando no tienes nada es aceptar que tu realidad es tan estable como la pluma de una gaviota en la cima de un faro en la costa.

que nunca te dije que me vibraba el corazón cuando tenía una Harley entre las piernas porque el despecho y la rabia dieron paso al orgullo y el egoísmo, y ya compartí demasiadas cosas como para cederte eso, regalarte mi motor vital de forma desinteresada, sin obtener algo a cambio. no, cariño, las cosas no funcionan así. regalarte aliento está bien si el calor nocturno es recíproco.

eres muerte, hambre, enfermedad y sed, eres la arena que caló hondo en el esqueleto de mi navío y la ancló a ese valle, entre las montañas, a caballo entre la nostalgia y la desesperación. allí nunca sale el sol porque es territorio de nadie, y ni siquiera la luna se atreve a aparecer. las estrellas no son valientes; son estelas de cosas que fueron y ya no son. cosas que ya no están.

esconder cosas tras la niebla está bien a corto plazo, pero una vez recibido el primer golpe no fallaré otra vez. no caeré de nuevo en la trampa.

puedo sobrevivir sin esas manos amables bajo la luz del fuego. mejor eso que sentir arder la carne… ¿no?

jueves, 10 de octubre de 2013

"despierta, pequeña, hemos llegado a París"

en la noche rugió el motor. los ojos felinos alumbraban la carretera y las estrellas los seguían de cerca, llorando de pena por la ausencia de la luna. el Chevrolet era del color del mar pero tenía los sillones de cuero desgastados, como si pertenecieran a alguien que nunca había podido permitirse ir a la playa.
la ventana estaba abierta para que el humo no ahogara los pulmones. escapaba de los labios gruesos mientras unos helados dedos sujetaban el cigarrillo encendido, junto a un suspiro, junto al canto del viento que entraba en el coche. la radio sonaba bajito porque no quería despertar a Luce.
el conductor. fumador, joven, caucásico. rostro sereno y ojos negros. preocupados.
el copiloto. trenzas doradas, profundamente dormida. seis años y medio.
Luce decía que el Chevrolet era del color del mar porque le recordaba al azul de mamá. y por eso buscaron sus ojos por todo el mundo, porque bajo tierra no podían hacerlo; y los encontraron en cada vaso de cristal, en cada bandera, en cada reloj de bolsillo. la humedad en las pestañas les endureció el corazón.
luces de ciudad. "despierta, pequeña, hemos llegado a París". 
entre bostezo y bostezo de Luce, él apagó el cigarrillo ahorcándolo contra el volante. las llaves tintinearon en el contacto.
qué bonita es la vida cuando lo único que te ata a la tierra es un paquete de tabaco. y una niña rubia. y un Chevrolet del color del mar.

domingo, 29 de septiembre de 2013

Bereth IV

El rugido del teléfono quebró la noche en dos. La escasa luz de la luna se filtraba por la ventana del apartamento y la habitación, casi a oscuras, permanecía en calma. Los muebles minimalistas, los CDs de música desordenados y las prendas de ropa desperdigadas por el suelo. La cama albergaba las únicas criaturas vivas en aquel lugar; el leve aleteo de la cubierta de forro polar, igual que la palpitación de un corazón blanco y suave, era testigo de las respiraciones que medían el tiempo, tranquilas, cerca de las cinco de la mañana.
Hasta que sonó el teléfono.
Una mano salió tambaleante de entre las sábanas y palpó a ciegas los elementos de la mesita de noche. Tropezó con la pequeña lámpara, un par de libros, un sujetador, un reloj con orejas… El teléfono sonaba con insistencia. Un frasco de pintaúñas cometió suicidio y chocó contra el suelo. Por suerte es de los malos, pensó Bereth. Ni siquiera se ha roto.
—Es la última vez que usas el esmalte aquí —gruñó, y Colette gimió medio en sueños como respuesta.
Finalmente alcanzó el teléfono y logró descolgarlo. Se incorporó mientras se lo llevaba a la oreja.
—Diga.
Bereth escuchó una voz masculina que le hablaba con suavidad a través del auricular mientras observaba a Colette darse la vuelta, cubriéndose la cabeza con el forro polar. Posó una mano encima del bulto que debía ser uno de sus hombros y acarició distraídamente a su compañera a través de la tela suave y espesa. Entonces se le congeló la sangre y el movimiento de la mano murió de forma repentina.
Colette se dio cuenta de que algo no iba bien y se giró de nuevo hacia Bereth, que miraba al vacío.
—Gracias por avisar —dijo ésta tras una larga pausa. Cortaron la llamada.
—¿Qué ocurre?
Beep. Beep. Beep.
—Bereth —Colette se incorporó, preocupada, y la tomó de la mano—. Bereth, ¿qué pasa?
Cuando Bereth era pequeña tenía una mejor amiga llamada Stephanie, quien poseía un enorme perro de color pardo. El perro no obtuvo buena educación y con el tiempo se volvió posesivo con sus dueños, agresivo y rabioso con todo aquel que se acercara a su casa o a las personas que lo cuidaban. Stephanie intentó que su perro permitiera la entrada a casa a Bereth, pero fue en vano. Después de un millar de ladridos de advertencia y unos cuantos mordiscos, Bereth empezó a tener miedo del perro de su amiga. Nunca pudo visitar su hogar y, cuando Stephanie lo sacaba a pasear, más le valía mantenerse alejada de ellos. El perro pasó a ser la mayor de sus pesadillas cuando, un día cualquiera, se escapó, y Bereth se lo encontró en la calle. Ella, paralizada, no consiguió defenderse mientras el perro intentaba atravesarle la pierna con los colmillos; por suerte alguien lo atrapó antes de que la niña fuera malherida. Unos años más tarde, algún vecino harto de que la bestia ladrara a cualquier viandante que se acercara medio kilómetro a la redonda de la casa, lo envenenó, y el perro murió desangrado. Bereth, al enterarse, no pudo evitar verse embargada por un alivio mordaz y culpable. Le dolía ver a Stephanie llorar por su amigo de la infancia, pero se alegraba, a solas y en silencio, de que aquel animal no pudiera volver a atacarla.
Esa sensación fue la que le recorrió el cuerpo al colgar de nuevo el teléfono.
—Era la policía —consiguió susurrar—. Mi madre ha muerto.

jueves, 26 de septiembre de 2013

la petite mort

El agua está tan caliente que la piel me arde al introducirme en la bañera. El fuego líquido me pone la piel de gallina al entrar en contacto con los muslos y las caderas y para cuando consigo estar cubierta hasta el cuello, tiemblo como una hoja.
No es invierno. No es verano, ni otoño ni primavera; no es ninguna estación, porque el tiempo se ha congelado dentro y los relojes ya no funcionan. El cuco no cantará. El tic-tac ha muerto. La arena que discurre por el diábolo de cristal se queda petrificada en un instante, click, antes lloraba entre las paredes transparentes, click, ya no se mueve más, click, algo está roto y por eso Padre Tiempo empieza a desligarse de Madre Naturaleza.
¿Quieres venir conmigo?
El veneno estaba en el café de los domingos, en el té de las madrugadas y en las pastas de las cinco de la tarde. Gramo a gramo, en vena, en la lengua o a través de la mirada; qué más da, tan sólo dame, dame más, no te detengas ahora porque el dolor sería inigualable. Ah. Qué capacidad de adivinación. Maravillosa bola de cristal mental, ¿no crees? Falacias. Dolor. No sabes lo que es el dolor.
Acompáñame.
Un poco más cerca, vamos, aproxímate, que el borde del precipicio no se divisa aún. No tengas miedo. ¿Temes a los ángeles? ¿Temes a las sonrisas de sangre? No me digas que le temes al fuego. Ven, caliéntate las manos, caliéntate el corazón, te caliento lo que quieras.
Y en la cueva se detiene el tiempo de nuevo, dientes fríos, alas templadas y victoria conseguida por el mamífero del escalón inferior en la cadena alimenticia.
No mires.
Y no verás la hoja, el brillo muerto, el metal podrido y la sonrisa dentada, porque el puñal está escondido y enterrado, pero el cadáver yace ante mí y, pegado a mi retina, se repite como un número decimal periódico, mire adonde mire, allí estará. La mueca. La burla. La guadaña en las entrañas y los pies rotos de correr a ninguna parte.
¿Estás sola?
Já. Si me hubieras preguntado eso hace nueve siglos, cariño…
Me voy. No me esperes despierta viva.


miércoles, 18 de septiembre de 2013

Lotte

El ambiente era húmedo y frío en las calles de la ciudad. El cielo negro descargaba lágrimas heladas sobre los pocos viandantes que se atrevían, armados con paraguas, botas de agua y chubasqueros, a salir de sus madrigueras. 
En el interior del bar, sin embargo, había una temperatura agradable. Las luces anaranjadas creaban una sensación acogedora de calidez, bañando la barra, las mesas y todas las personas que se hallaban allí. Sonaba Elvis Presley de fondo, pero nadie le prestaba demasiada atención. Había una mesa en la esquina más oscura de la sala, allá al fondo, junto al cuadro de Chuck Berry, ocupada por dos chicas. Ambas hablaban en susurros, intercalando risas incontenidas con palabras al oído.
La primera tenía la piel tostada, unos grandes ojos color café y una preciosa melena castaña que le caía en cascada por la espalda. Miraba seria a su compañera mientras ésta hablaba, y cuando sus labios se curvaban en una sonrisa, los ocultaba tras vaso de whisky.
La otra tenía el cabello rubio y muy corto, casi a lo chico, peinado hacia atrás en un tupé informal. Tener el rostro descubierto le realzaba los rasgos finos, blanquecinos como el marfil, y los grandes ojos grises. Ella era mucho más risueña, y no dejaba de sonreír mientras bromeaba con su amiga.
Habían llegado allí hacía unas dos horas y llevaban ya un par de copas cada una, aunque a la rubia le había afectado un poco más el alcohol. Aún así, ambas se lo estaban pasando en grande, montando su pequeña fiesta privada sin molestar al resto de clientes, que iban a lo suyo sin prestarles demasiada atención. Cuando compartieron un corto e intenso beso en los labios, nadie fue testigo excepto una sombra oscura en la otra punta del local, sentada en la barra y mirando con disimulo.
La rubia anunció que iba al baño y su compañera se quedó sola, así que comenzó a pasear la vista por la habitación hasta que se topó con unos ojos que la observaban. Frunció levemente el ceño; la iluminación le impedía ver bien a aquella persona misteriosa. Y justo cuando reconoció esos iris de ébano líquido, la rubia volvió de su viaje al servicio y la distrajo de nuevo. La sombra apartó la vista y hundió la mirada en su propio vaso de alcohol.

—Mierda, está lloviendo a mares.
La morena contempló la calle por la ventana y se le encogió el corazón cuando una idea brotó en su cabeza de pronto, como accionada por un mecanismo ajeno a ella.
—¿Podrías ir tú a por el coche? Creo que me estoy resfriando.
La rubia torció el morro pero le dedicó una sonrisa antes de salir.
—Sal cuando toque el claxon.
Desapareció a través de la cascada plateada que regaba el mundo tras los muros del local, y la puerta de madera se cerró sola con un chasquido. La orquesta de sonidos propios de un bar restaurante a aquellas horas inundó los oídos de la morena, que se quedó quieta, petrificada de miedo por si el corazón se le salía del pecho. El tintineo de los cubiertos, el ruido de las copas y los vasos contra las mesas de madera, el arrastrar de las sillas, las conversaciones, las risas, el masticar, la música de fondo. Todo formaba una complicada trama que envolvía el lugar, y a pesar de ello la muchacha era capaz de escuchar su respiración agitada.
Se obligó a calmarse, y cuando el pulso disminuyó de intensidad, dio media vuelta y se acercó a la barra con pasos cautos. La sombra espía de antes cobró forma; una joven que no llegaba a los veinticinco, con una espesa cascada de rizos negros como la boca del lobo y brillantes como las estrellas. La chica supo que estaba siendo observada y se quedó quieta, esperando de espaldas. Entonces la morena reunió todo el valor acumulado con sudor y lágrimas durante meses enteros, alzó ligeramente la barbilla y dijo:
—Hola, Ceniva.
Aguantó la respiración mientras la muchacha —Ceniva— se daba la vuelta en su asiento. Y en ese momento sus ojos oscuros, como dos pedazos de carbón ardientes sobre una máscara de mármol, se clavaron en la morena.
Recordó una tarde que había pasado en casa con su madre cuando era pequeña, viendo documentales en la televisión. En uno de ellos hablaban sobre el agua y, durante un par de minutos, emitían la destrucción de un dique colosal que almacenaba ingentes cantidades de líquido. Rememoró los muros de piedra quebrándose, resquebrajándose por la presión, y cediendo finalmente ante la potencia de aquel inmenso cañón húmedo, que arrastró las ruinas del dique muy lejos de allí.
Esa enorme explosión y desprendimiento sintió la morena en su interior cuando le miró aquella a la que miraba. Algo muy dentro de ella se partió en dos, clac, como un hueso roto, como el desgarro de un músculo que bombeaba sangre, y todo por tan sólo un par de iris de tinta china. Pero no era eso, no era tinta pura, sino que estaba mezclada con odio, con miedo, con cansancio, con burla, con algo que hizo que a la morena se le erizara el vello de la piel. Porque aquello le rompía los esquemas: esa mirada intensa, esa chica culpable de la mirada intensa, el simple hecho de haber ido a aquel local esa noche, esa precisa noche, cuando dos líneas perpendiculares que ya se habían cruzado y alejado la una de la otra pudieron, por la obra de un milagro, encontrarse de nuevo. Sintió ganas de reír y de llorar y su cuerpo quiso desplomarse en el suelo recién fregado, y sus rodillas flaquearon mientras le temblaban las manos y luchaba por no hiperventilar.
—Hola, Lotte.
La voz suave se deslizó como un aleteo entre los labios pálidos, y después se atrevió a dibujar una sonrisa. Si había algún muro infranqueable todavía en pie dentro de Charlotte, en aquel momento quedó reducido a cenizas.
—Ha pasado mucho tiempo.
—Seis años —indicó Ceniva—. Estás igual.
—¿Cuándo has vuelto?
Hubo una pausa.
—¿Qué hora es?
Lotte miró su reloj de pulsera.
—Las once menos veinte.
—Entonces llevo en la ciudad exactamente una hora y diez minutos.
—No esperaba encontrarte aquí —dijo la morena, porque la alternativa no era viable. Porque era eso o confesar. Confesarlo todo. Te he buscado en cada calle, en cada avenida, quiso decirle. Te he buscado a solas durante tantos días que me he  aprendido cada nombre del mapa de la ciudad. He soñado contigo tantas veces que en alguna ocasión incluso llegué a despertarme pensando que estarías ahí, tocando la guitarra por el puro placer de despertarme. Me ha costado años que mis manos dejen de buscarte en la cama, que olvidaran el recorrido de tu columna, la curva de tus caderas. He llorado mil noches mientras dormía porque soñaba que te perdía, y lloraba todavía más al despertar cuando me daba cuenta de que no era sólo una pesadilla. He intentado arrancarme las entrañas para sacarte de ahí, porque conseguiste entrar en cada célula, en cada átomo, y ahora formas parte de mi cuerpo tanto que borrar tu rastro sería como autopracticarme una lobotomía. Quiso decirle todo eso, pero tan sólo fue capaz de aquella mísera frase. Como si vivieran a dos manzanas de distancia. Como si encontrarse fuera una casualidad agradable que ocurriera de vez en cuando.
—¿Sales con esa chica? —preguntó Ceniva tras un silencio.
Lotte no quiso tener que contestar.
—Sí —contestó.
—¿Es buena en la cama?
—Es mejor que tú —mintió Lotte.
—Bien —mintió Ceniva.
Y sonó el claxon. Dos veces seguidas. Primero una, beeep. Y luego otra, más larga. Beeeeeep.
—Ha sido… un placer volver a verte —consiguió decir Charlotte—. Tengo que marcharme.
—Hasta la vista, Lotte.
Ceniva la miró con aquellos ojos en silencio. Pasaron diez segundos. Uno. Dos. Tres. Cuatrocincoseissieteochonuevediez. Todo se aceleró de pronto y Lotte había avanzado hacia delante y no sabía cómo. Y todo se ralentizó de nuevo. Miró aquellos ojos. Volvió a armarse de valor, se quedó ciega y se inclinó para besarla. Apenas un roce, como una mariposa. Volveré, decían sus alas.
La morena salió a la calle y el universo en lluvia se le cayó encima. Mientras se montaba en el coche notó que se sentía ligera, una suerte de pluma. Se llevó una mano al pecho y descubrió el vacío en la caja torácica. Dentro del local, con el corazón de Lotte en un puño, Ceniva vivió por primera vez en seis años.







PD: hoy es mi cumpleaños.


martes, 10 de septiembre de 2013

winter

echo de menos el invierno.
echo de menos construir un nido entre mantas y palabras y sentir el calor que rezuma mi propia sonrisa. las noches en vela, las letras de canciones susurradas, los labios y las manos vibrantes. echo de menos el chisporroteo que desprenden a veces los ojos al mirar, las risas ahogadas y las carcajadas que resuenan en el pecho. el rincón en el que rebosaban las imágenes bellas, las fantasías, todos los dulces sueños que tuve y quise tener. sentir el calor en la espalda y en las manos. y una explosión en el estómago con cada parpadeo.
echo de menos el invierno y el color rojo.
los echo de menos porque el rojo es calor, alegría, fuerza, pero también es sangre, dolor, intensidad. igual que el invierno. son distintos, pero completamente iguales; son las dos caras de una misma moneda. las dos caras de las nubes de tormenta y los guantes de lana.
sobrevivir al invierno implica torturarse con esos recuerdos que —dices— deberías borrar de tu memoria para no sufrir, pero que en realidad jamás te atreverías a olvidar. implica esa sensación de nostalgia, de extraña soledad, como si después de pasar toda tu vida en una habitación desapareciera uno de los muebles. el vago convencimiento de que volverá y la firme certeza de que es imposible. y los billetes de tren acumulados en cajas brillantes.
echo de menos el invierno, porque ahora vivo un invierno, pero necesito el. y nunca volverá, y lo sé, y por eso no puedo evitar alzar la vista en aquel pasillo, y contemplar el color rojo allá donde lo veo —el vestido italiano que compré en Florencia, la portada del libro que no llegué a leer nunca, la carátula del CD que ya no me atrevo a escuchar—, y sentir todas las ruinas y el olvido fluir por ellas.
y el dolor no se va.

y echo de menos el invierno.

jueves, 29 de agosto de 2013

Epístola ♥

Hola, papá.

Ha pasado un año desde que te fuiste. Ha sido —y lo digo con total sinceridad— el año más intenso que he vivido nunca. He llorado muchísimo. He reído, también, pero el dolor siempre eclipsa las pequeñas cosas, ¿no? Eso creo yo.

En doce meses pueden pasar cientos de cosas —y han pasado, ciertamente— pero ha sido un recorrido corto. A veces los recuerdos del verano de 2012 se solapan con los de 2013 y me confundo, porque me parece casi imposible haber pasado 365 días sin ti y haber sobrevivido a ello. ¿Me ves? Estoy bien, estoy sana, no tengo grandes problemas, y voy saltando como puedo lo que se me pone por delante. He intentado ser fuerte; las tres lo hemos hecho, y tendrías que vernos, papá, porque lo hemos hecho bastante bien. Mamá… mamá ha sido tan fuerte que no sé cómo lo soporta. No flaquea, está siempre alerta, siempre pendiente de nosotras, siempre al pie del cañón. Y Niñaleón a veces es poco comunicativa, me es difícil saber lo que piensa, creo que no es para mí un libro tan abierto como lo es mamá. Pero cumplió doce años en enero, en apenas tres semanas va a comenzar ya el instituto, y yo cuando la veo sólo puedo pensar en cómo puede caber tanta valentía en un cuerpo tan pequeño. Sigue siendo pequeña. Pero ya es mayor, ya es muy mayor.

El día del entierro le dije a Alba que para mí era una situación surrealista, que no me lo creía, y que cuando pasara una, dos, tres semanas, un mes, dos meses… llegaría un momento en el que la verdad me explotaría en la cara y rompería a llorar. Que, como si fuera un milagro, descubriría que tu ausencia sería infinita. Pero no fue así, y no sé decir qué habría sido peor. Durante los primeros meses me envolvió una sensación extraña, como si mi vida me fuese desconocida, como si me hubiera metido en un lugar al que me estaba prohibido ir. Las veces que tuve que decirlo me quedaba callada unos segundos antes, recapacitando si estaba en un error. Mi padre está muerto. Me parecía una mentira. Me costaba decirlo, no por el dolor, sino por la incredulidad.

No sabes el tiempo que pasé esperándote llegar, papá. Oía el motor del coche al subir por la calle en dirección a casa y siempre, no importaba qué hora fuera, siempre pensaba que eras tú al volver de trabajar. Estaba en el salón y escuchaba el tintineo de las llaves que suena siempre en el porche delantero antes de que alguien abra la puerta de la entrada, y siempre esperaba que fueras tú quien cruzara el umbral y me diera un beso en la mejilla. A veces oía unos pasos en el piso de arriba, y te imaginaba a ti yendo de aquí para allá. Y luego estaban los signos evidentes que contrastaban esa esperanza. Iba al piso superior y veía la puerta de tu cuarto abierta, nunca antes estaba abierta. A la hora de comer los sitios de la mesa se cambiaron; siempre que tú no estabas ocupábamos sillas distintas, y desde entonces cada vez que nos sentábamos a la mesa me daba la sensación de que era un día extraño, especial en cierto modo, porque no estabas allí para presidir en la comida. Los petit-suisse de Nesquik ya no desaparecían a tanta velocidad; el baño nunca estaba ocupado cuando yo quería ducharme; la radio ya no sonaba alta cuando salías al jardín a trabajar en cualquier cosa; tus revistas de motor mensuales se acumulaban en la mesa del salón, todavía sin desenvolver del plástico. El sofá estaba horriblemente vacío, después de acostumbrarme a verte en tu sitio habitual. Ya no te veía sentado a la mesa de la cocina con un vaso de té entre las manos si me despertaba tarde los fines de semana; tu olor empezó a brillar por su ausencia, igual que tu tono socarrón. Nadie venía a buscarme a mi habitación los domingos por la tarde mientras hacía los deberes para traerme la paga semanal, puntual y en silencio; nadie dejaba notas en la cocina con tu letra casi indescifrable. El poco vino que solía aparecer en la mesa a la hora de comer dejó de estar presente, igual que tu ropa azul de ciclismo dejó de pasar por la lavadora y permanecer días en el tendedor junto al resto de las prendas.

Papá, te echo muchísimo de menos. Pienso en ti todos los días, de una forma u otra, y hay veces que me olvido de que te echo de menos, porque pienso en ti con cariño y una sonrisa pintada en la cara. Pero hay otras ocasiones en las que me ahogo porque pienso que no voy a poder verte nunca más, y me gustaría poder dejar de respirar o dejar de llorar o conseguir poner la mente en blanco, pero me llevo las manos a la cabeza y pienso por qué, por qué tú, por qué yo, por qué nosotras. Siempre pensé que tenía suerte, que era muy afortunada de poseer un techo y una familia maravillosa. Pensé que vivía en una burbuja en la que no ocurrían grandes desgracias; que tenía un don para adivinar que nada malo iba a pasarme. Que, de algún modo, todo iba a ir bien. Y esto lo pensaba hasta hace un año y poco más de un mes, papá, porque aunque todos los adolescentes sufren más o menos, por gilipolleces o por motivos mayores, mi vida no se había quebrado tanto nunca como cuando dejaste de estar aquí.

Echo de menos tu risa, tu rostro, tu espalda cuajada de pecas y tus piernas fuertes —que, nunca te lo dije, pero me parecían bonitas. Echo de menos los paseos en coche, en moto, las noches largas de fin de semana en el sofá que pasábamos los dos solos, con las luces apagadas, viendo películas de acción en la tele. Tu poca maña para usar el ordenador, tus anotaciones periódicas sobre el coche en una libreta de hojas sin cuadricular, tu ropa puesta a secar en el tendedor, el cuarto plato y el cuarto par de cubiertos y la cuarta servilleta y su vaso sobre la mesa a la hora de comer y de cenar. Echo de menos despertarte de la siesta y que el sueño te abandonara de golpe y nos asustáramos los dos; echo de menos tus gafas de sol azules, tu acento al hablar en francés, tu voz, tu historia sobre cómo empezaste a odiar las cerezas, tu número de móvil, tus anécdotas de cuando eras más joven. También echo de menos volver a la peña todas las madrugadas en las fiestas del pueblo y encontrarte allí, hablando y riendo con los que habían sido tus amigos desde la infancia —prueba de ello la foto que había en una de las paredes blancas; el grupo de chicos jóvenes, más bien niños, todos alineados y con carita de ángeles, todo en color blanco y negro sucio, color sepia, color de las fotos antiguas—, y que mamá y Niñaleón se hubieran ido, porque eras siempre el guardián, el que siempre estaba allí, esperando, el que terminaba por mandarme a casa antes de acudir él. El hombre con el que siempre podía contar. Echo de menos las tortas de maíz que cocinabas de vez en cuando —no sé si algún día me atreveré a probar otras—, tu firma, tus piropos, tus silbidos, la pose que adoptabas a veces al estar de pie, con los brazos en jarras; tu manera de explicar y repetir los argumentos, despacio y con paciencia; tus besos casuales a mamá, tu pendrive lleno de música, tu cara de sueño, tu radio pequeña que llevabas para salir con la bici, tu broma en el contestador del teléfono móvil de mamá, tus pies, tu perfume de Paco Rabanne, tu presencia en la cocina cuando hacías de chef. Mierda, papá, echo de menos incluso los gritos, todos los enfados, la forma que tenías de hablarnos en plural a mi hermana y a mí cuando sólo una de las dos hacía algo mal, las broncas por dejar el aire acondicionado puesto y las ventanas de la casa abiertas simultáneamente.

Recuerdo el último paseo que dimos en moto hacia el Santuario; la charla que tuvimos allí, lo que tomamos en el mirador. Recuerdo las noches de verano en el sofá cuando veíamos una peli y tú extendías el brazo izquierdo hacia mí y yo te hacía cosquillas muy muy suaves, desde la muñeca hasta el codo, tanto rato que se me dormían los dedos y tenía que parar. Recuerdo tu sorpresa al descubrir que te gustó Tiana y el Sapo cuando la vimos en el cine con mi hermana, y tu tono incrédulo al contárselo a mamá durante la cena. Recuerdo tus historias sobre los años en que fuiste karateka. Recuerdo todas las vacaciones que vivimos juntos. Recuerdo que me venías a buscar del instituto todos los días, siempre puntual a las dos y media, y un día que estabas de buen humor pusiste el CD de música que yo había grabado y sonó una canción en japonés, y aunque tú odiabas mis canciones en chino, japonés, coreano y sucedáneos, subiste el volumen hasta que me quedé sorda y grité de felicidad, con una sonrisa en la boca, mientras tú sonreías también. Recuerdo las llamadas al hospital mientras mi hermana y yo estábamos en Panticosa. Recuerdo estar en agosto en casa de Valeria cenando con ella y Sonia para el cumpleaños de ésta, y su padre me preguntó cómo estabas, y yo le conté la verdad, lo que me habían dicho; que estabas mejorando. Recuerdo la máscara de tensión y dureza que porté los primeros meses en mi nuevo instituto, y todos los trayectos de autobús a oscuras por la mañana, llorando con la cara en silencio en dirección a la ventana y escuchando música suave para contener las ganas de gritar. Recuerdo cuando era muy pequeña y pregunté si podía ver la cinta de los Aristogatos y tú contestaste que podía hacerlo si pronunciaba bien el título, y después de varios intentos terminaste dándolo por bueno con una sonrisa. Recuerdo el vacío que se me quedó dentro y que casi me hizo vomitar las entrañas en Navidad.

A veces pienso en todo lo que he perdido y algo se me rompe en lo más profundo de mi cuerpo. Nunca voy a olvidar que prometí regalarte un Lamborguini de verdad cuando te hice ese dibujo del coche. Es horrible no poder cumplir esa promesa, ¿sabes? Te lo hubiera comprado aunque hubiera tenido que vender la casa. Te lo habría regalado, papá. Y no sabes las veces que deseé saber hacer magia para curarte el dolor de las muñecas. Es algo que nunca le he dicho a nadie, pero de verdad me acosté muchas noches pidiendo, por favor, quiero curar, quiero poder curarle, no quiero que sienta más dolor, quiero que vuelva a ser tan fuerte como antes. También te hubiese convertido en oso pardo una temporada, como siempre decías que te habría gustado, para comer sin reparo durante seis meses y dormir los otros seis. Hubiese ido a buscar a Angelina Jolie a Estados Unidos sólo para que la conocieras. Habría hecho cualquier cosa por ti, papá.

Odio imaginar todas las cosas que tenías aún por compartir, todas las cosas que no te dio tiempo a decir, todos los consejos que podrías haberme dado. Y odio darme cuenta de que todas las cosas importantes que he vivido en este último año, y todas las que viviré a partir de ahora, no podrás presenciarlas. No estarás en mi graduación, ni estarás en ninguno de mis cumpleaños, ni cuando me mude, ni en mi boda, si es que me caso algún día, ni podré contarte que he conseguido mi primer trabajo, o mi título en la universidad. No podré preguntarte nada que no te haya preguntado, y siempre voy a tener la sensación de que no sé lo suficiente de ti. Me gustaría que estuvieras tan sólo para ponerte ante mí y decir; miradlo, porque nunca conoceréis a alguien como él, porque ha sido el mejor padre, porque es una persona maravillosa, porque deberíais sentiros afortunados de poder tener la oportunidad de verle siquiera. Me gustaría presentarte a personas maravillosas que he conocido, y a otras no tan maravillosas para que les dieras su merecido. Me gustaría contarte todo lo que me ha pasado este año.

Y ya lo sé, ya sé que no, ya no pienso en ti cuando oigo las llaves, ni el coche ni la puerta de la entrada, ni imagino encontrarte cuando entro a la cocina, pero debes saber que te quiero y te necesito a cada instante, que te pido por cada estrella fugaz, por cada vela de cumpleaños, por cada uva de año nuevo, por cada pestaña caída y por cada flor de los deseos. Que cada vez que alguien pregunta: “Si pudieras tener cualquier cosa ahora mismo, ¿qué pedirías?” pienso en ti, y que las tres cosas que me llevaría a una isla desierta serías tú, y que si tuviera un genio de la lámpara como el de Aladdin, mis deseos buscarían la forma de hacerte volver.

No creo en el cielo pero es más fácil para mí pensar que de algún modo puedo hablar contigo. Así que yo hablo de ti, sin parar, a todas horas, en cada ocasión que se me presenta, y alguna gente me mira con lástima, lo siento, dicen, y yo respondo que no, que no me molesta hablar de ti, al contrario, que eres, probablemente, mi tema de conversación favorito, y que aunque llegará el día en que tenga que derrumbarme ante alguien y llorar mil veces lo que ya he llorado por ti, de momento te recuerdo sonriendo en mi cabeza y sonrío también, porque los casi dieciséis años que pasé contigo fueron probablemente los mejores dieciséis años que pudo tener nadie. Y me siento estúpida si hablo en voz baja para decirte cosas, porque sabes que lo mío no es hablar, sino escribir, y por eso te escribo siempre; estás en cada letra, en cada frase y en cada relato, hay alusiones a ti durante párrafos y párrafos. Dicen que los escritores siempre se reflejan a sí mismos en lo que escriben; si yo reflejo algo es a ti, o al menos la parte que conservo de ti en el corazón.

Te echo de menos como el primer día, pero cada vez se me hace un poquito menos duro aceptar que no vas a volver. Es instinto de supervivencia, creo. Pero el amor sigue intacto.


Te quiero, y voy a quererte siempre.



miércoles, 21 de agosto de 2013

moi... Lolita

Se deslizó en silencio hacia él y rozó el cuerpo contra el suyo. Sus manos blancas, delicadas, femeninas, recorrieron su pecho, ascendieron suavemente hacia el cuello y se posaron en la nuca, frágiles como plumas, mientras atrapaba sus labios jadeantes con su boca escarlata. A él se le disparó el pulso y ella empezó a ronronear, un sonido suave y vibrante que subió varios grados la temperatura de la habitación y probablemente del hotel entero. 
Le puso las manos en la cintura y la agarró con fuerza, como si temiera que se escapase. Ella se apretó contra él, juguetona, separó las piernas y enroscó una de ellas torno a él mientras pintaba de carmín su barbilla, su mandíbula, su cuello. Arrastró las manos hacia abajo, liberando los botones de la camisa por el camino, aquella camisa cara comprada por una esposa rica que probablemente estaba follando con otro hombre en cualquier otro hotel de la ciudad; desabrochada la camisa recorrió sus pectorales con las yemas de los dedos, como un ciego lee en braille, como si descubriera un secreto en cada centímetro de piel. Enterró los labios en su clavícula y aspiró; la envolvió el aroma a hombre y siguió acariciándole lentamente, dejando rastros de fuego y derritiendo carne, piel contra piel, mientras la cascada de rizos dorados le hacía cosquillas. Él temblaba, tenía la respiración agitada, pero estaba petrificado, no podía ni siquiera abrir los ojos, se dejaba hacer, dejaba su cuerpo a entera disposición de ella. Y ella, a cámara lenta, le deslizó la camisa por los brazos, deshizo el camino con los labios de carmín… y cuando era imposible alcanzar un grado mayor de parsimonia, le agarró bruscamente del cinturón y se tumbó sobre la cama, atrayéndolo hacia sí.
Comenzó una batalla de manos y piernas enroscadas, de lenguas ardientes y de pieles sudorosas, de jadeos entre dientes y susurros al oído; él, desnudo, vulnerable, mordiéndose el labio mientras la miraba con lascivia; ella a horcajadas, como una diosa que jugara a ser amazona por un día, le ataba con el cinturón las manos a la cabecera de la cama. Y con el mismo ronroneo y esos ojazos de gata se derramó sobre su boca, le pasó la lengua por los labios, le suspiró el aliento cálido y húmedo, le atrapó la lengua con los dientes mientras él le seguía el juego. 
Entonces mordió, y sintió la sangre correr y le llenó la boca; él gimió de dolor e intentó liberarse, pero el cinturón no se rompió. Siguió apretando los dientes con fuerza, dio un tirón en el que casi oyó el “crac” de su propio cuello, giró la cabeza y escupió a un lado de la cama. Sobre la alfombra de pelo pardo cayó la lengua roja, sanguinolenta, un vulgar trozo de carne, mientras él abría los ojos como platos, la miraba con horror, suéltame, intentó gritar, suéltame; ella sonrió, le puso las manos en las mejillas y le acarició dulcemente en un gesto cauto, casi de forma maternal. Le dio un suave beso en la frente mientras la sangre le salía a borbotones de entre los labios, se le derramaba por la barbilla, por el cuello, y llegaba hasta la cama, empapando la cubierta de color azul. Él trató de gritar, pero antes de que sus cuerdas vocales pudieran recibir la orden del cerebro siquiera, ella le torció el cuello con violencia. Las cervicales crujieron al quebrarse, la médula espinal agonizó y el cerebro murió mientras a él se le desenfocaba la vista. Los ojos azules se quedaron inexpresivos, fríos como el hielo, vacíos. 
Desmontó de su corcel muerto, se calzó las botas negras de tacón, se puso la gabardina de cuero sobre la lencería francesa y bebió un trago de whisky de la botella que había sobre la mesilla para enjuagarse la boca. Después se miró en el espejo del baño, sonrió ante su recién retocado carmín rojizo, comprobó que sus dientes volvían a ser blancos y salió de la habitación.

martes, 13 de agosto de 2013

Desiria

      El sol se puso mientras los campesinos marchaban hacia la plaza. La tarde dio paso a la noche pero no al silencio; los comentarios y los murmullos llenaron las calles hasta que todos se congregaron en derredor al entablado, del que colgaba una horca. La luz solar agonizaba ya cuando un hombre trajeado subió al escenario de madera. Las voces murieron con el día, e instantes más tarde otras tres figuras se reunieron con la recién llegada; dos hombres, casi tan bien vestidos como el primero, y una mujer encapuchada. Cuando el silencio fue tan denso que habría podido cortarse con un cuchillo, uno de los hombres desenmascaró a la mujer, arrojando el saco que la cubría al suelo de madera. El pueblo abrió los ojos con sorpresa ante la revelada identidad de la encadenada.
      No se veía todos los días a una mujer como ella. Llevaba puesto un largo vestido que antaño había sido blanco, pero que ahora estaba raído y sucio, y tenía los bajos de la falda tan estropeados que se veían perfectamente sus botas de cuero, a juego con el corsé que le ceñía la cintura. Su cabello, trenzado en un moño dorado casi deshecho, dejaba al descubierto un rostro blanquecino y de facciones demasiado finas como para pertenecer a la baja alcurnia. Tenía los ojos sombreados de un polvo negro similar al hollín, resaltando una mirada felina de iris color ámbar. Y sus labios, igual de negros, permanecían serenos como su dueña, insensible a la escena que allí acontecía. Los presentes, sin embargo, lucharon contra el impulso de echar a correr ante la presencia de aquella mujer. Contemplaban su rostro fiero y sus manos delicadas, que sostenían como podían las faldas del vestido entre cadenas y grilletes, con unas uñas largas y rojas de sangre.
      El primer hombre que había subido al escenario sacó un pergamino lacrado de entre los pliegues de su chaqueta, y ante la expectación de la multitud, lo desenrolló. Había sido prevista la hora de la ejecución y, ante la falta de sol, una gran hoguera había sido encendida en medio de la plaza. Así pues, ayudándose de las llamas que casi parecían rozar el cielo negro, el hombre se aclaró la garganta y comenzó a leer.

Por la presente el rey Robert,
hijo del anterior rey Bartholomew,
Guardián del Reino de Lacalia,
Protector de la Tierra Nueva
y Señor de Monte Farrell,
declara culpable a Desiria Decay,
hija de Tyler Decay,
de los siguientes delitos cometidos:
engaño a la autoridad,
robo a mano armada,
homicidio involuntario,
resistencia a las fuerzas del orden real,
homicidio voluntario,
y continuación repetida de homicidio voluntario.
Para absolver a la condenada
de  los siguientes pecados,
el gobernador regente del lugar
considera la horca como castigo justo.

      El hombre dio por finalizado el discurso y volvió a enrollar el pergamino, tras lo cual bajó del entablado y se le perdió de vista. Mientras uno de los hombres que sujetaban a la mujer acercaba a ésta a la horca colgante, el otro se aproximó a la palanca que abría la trampilla del escenario. En unos instantes la mujer tuvo la gruesa soga alrededor del cuello, y todo el mundo contuvo el aliento antes de que se produjese la ejecución.
      Entonces Desiria sonrió con sus labios oscuros, revelando unos dientes negros como la boca del lobo, y la plaza fue engullida por una gran explosión.
            Las llamas consumieron pueblo y edificios, y en medio del caos los supervivientes gritaban y corrían, sin saber qué hacer ni adónde ir. El entablado quedó reducido a un amasijo de maderas y cuerda chamuscada, y los dos guardias que conducían a la mujer a su destino fatal murieron cuando dos grandes astillas les atravesaron el cuerpo en la caída. Y en medio de los cadáveres y el fuego no había ni rastro de aquellos ojos felinos, ni su boca negra, ni su vestido blanco.

miércoles, 26 de junio de 2013

Testamento

Ella era un ancla.
Era el ancla en la que me sujeté para salir a la superficie porque me ahogaba; la sal me entraba en los pulmones y el mar me había congelado las entrañas. Ella era el ancla que creía firme y que no lo era en absoluto, y por ello en mi afán por salvarme nos hundimos las dos.
Ella era una de esas personas que te pasan desapercibidas hasta que ¡bum!, ocurre algo y te fijas en ellas, y no puedes dejar de mirar, y que antes de que te des cuenta ya han empezado a gustarte. Ella era el olor a café en la mañana que terminas por echar de menos cuando un día no te acercas a la cocina.
Su pelo era suave, y sus ojos, oscuros, muy oscuros, hasta que se llenaron del sol y comenzaron a brillar. Y desde ese día no dejaron de chisporrotear como una bengala, porque yo había visto el fuego una vez y lo seguía viendo aún entonces, latente entre las sombras, esperando a iluminar una sonrisa de dientes blancos. Su sonrisa irradiaba felicidad, irradiaba el amor que todo el mundo profesaba por ella en secreto, aunque nadie sabía qué escondía.
Ella era líneas curvas, que se delineaban con claridad sobre todo lo demás, como en un cuadro impresionista, y que trazaban recorridos sensuales allí en una pequeña parte del cosmos, donde ella fuera. Era dinamismo y movimiento y gestos enérgicos, y la vibración de ella y todo lo que le rodea cuando vibran también sus cuerdas vocales.
Ella era voz. Era una voz limpia y clara, femenina como una bailarina. Era intensidad y pasión, la explosión de los tímpanos por un orgasmo de placer auditivo. Era el desbordamiento de la devoción por la música, del amor al arte, de la adoración por las claves de sol y de fa y de todas las notas musicales.
Ella era tranquilidad y sosiego, un extraño mar en calma en medio de una horrible tormenta. O al menos un mar que yo quise ver en calma, pero que ocultaba corrientes tan brutales como martillos golpeando piedra.
Y en medio del caos y el dolor nos encontramos por casualidad.
Ella era el gato que se compran los suicidas para no morir, para que de ellos dependa la vida y el bienestar de otro ser. Ella era mi gato, pero la que dependía totalmente de él era yo. La ayudé poniendo su felicidad por delante de la mía porque así lo preferí, porque di prioridad a un alma felina, pero ella habría podido pasar sola por el dolor sin ningún tipo de ayuda.
Ella era el viento en calma que te empuja hacia delante y de pronto te revuelve el pelo y hace que te tambalees, pero como es una fuerza tan inmensa no se da cuenta de que hace daño, aun cuando trata con todo su corazón de no hacerlo.
Ella era el agua templada que te hiela los pies si la temperatura de tu cuerpo es alta, y que te quema las manos si tu piel parece nieve polar. Era el sol que me iluminaba cuando andaba perdida en el camino.
Ella era el acto de besar y escuchar rock, y reír en la cama y pasear en verano, y hacer fotos entre las sábanas para luego enmarcarlas y adorarlas como yo la adoro a ella.
Ella era las ganas de amar. Las ganas de querer. Las ganas de. Las ganas de todo.
Ella era ella. Y nunca nadie podrá plasmarla en un trozo de papel porque es demasiado real. Porque es demasiada vida.

viernes, 19 de abril de 2013

red heels


Llovía. No era una lluvia agradable de verano de la que puedes guarecerte fácilmente. El agua caía con el peso de un yunque y las gotas eran grandes, frías como témpanos de hielo. Resultaba poco agradable permanecer bajo aquella tormenta torrencial, pero supongo que Ge nunca había estado muy cuerdo.
Estaba de espaldas a mí y supo que me acercaba porque escuchó el entrechocar de los tacones con el suelo empedrado de la calle. Esperó paciente a que llegara a su lado y no se movió; allí plantado, una figura oscura sobre una motocicleta aún más oscura, en una noche negra como la boca del lobo, parecía un guardián de la muerte o, en el mejor de los casos, un hombre que era mejor evitar encontrarse.
Todavía me temblaban las rodillas, casi tanto como el labio inferior, así que no me atreví a mirarle a la cara. Me subí en la motocicleta sin decir una palabra y le rodeé la cintura con los brazos; la lluvia que se había acumulado en la superficie de su chaqueta de cuero se pegó a mi cuerpo, empapándome el vestido, la piel y hasta el corazón. Dejé que me llevara a donde quisiera como un náufrago se deja llevar por las olas cuando lo da ya todo por perdido.
No supe calcular el tiempo que estuvimos en la carretera, bajo la lluvia. Era vagamente consciente de las luces de otros vehículos cuando pasaban a nuestro lado, porque se me clavaban en los párpados cerrados y pintaban un mundo anaranjado y lleno de reflejos extraños que no supe identificar. Cuando la motocicleta se detuvo no me moví de mi sitio y Ge me cogió en brazos. Recordé vagamente las veces que mi padre me había cogido así, muchos años atrás, y me sentí estúpida por comparar a papá con el chico de la moto. Aunque Ge nunca había sido tan sólo ‘el chico de la moto’, y de todos modos mi padre no estaba allí para reprocharme nada.

  —No hace falta que abras los ojos —dijo con voz tranquila, y le hice caso únicamente porque en ningún momento había tenido intención de abrirlos.

Caminó y subió unas escaleras y oí el sonido de unas llaves, aunque no noté que forcejeara con uno de los bolsillos de su chaqueta. Después entramos en algún lugar donde la lluvia helada ya no podía alcanzarnos, pero no me sentí aliviada. El frío ya estaba dentro y no se iría. No así.
Estábamos a oscuras pero Ge no parecía necesitar ninguna luz para desplazarse. Caminó un poco más y me concentré en el ruido del chapoteo de sus botas mojadas sobre el parquet. Entonces, cuando el ritmo ya me había hipnotizado hasta casi dormirme, Ge me dejó de pie en un suelo frío y liso y empezó a desvestirme.
Me dejé hacer. Sus dedos desabrocharon los botones de mi chaqueta y me la sacaron de los brazos con cuidado. Bailaron sobre mi espalda con suavidad pero firmes como un soldado raso, en busca de la cremallera que yo había subido tan sólo unas horas antes. El vestido no necesitó más indicaciones y se deslizó por mi cuerpo hasta las baldosas, cubriéndome los pies de tela empapada.
No me resultaba incómodo estar en ropa interior frente a él. Tampoco sentí vergüenza cuando me soltó el sujetador ni cuando me dejó completamente desnuda, ni siquiera cuando sentí su aliento muy cerca.

  —Estás muy rota. Rota por dentro.

No asentí porque ya lo sabía, y él también lo sabía, y no hacía falta que nadie nos lo confirmara. Volvió a cogerme en brazos y segundos después se agachó y me dejó sentada en otro suelo aún más frío que el anterior, y súbitamente el agua empezó a correr y me congeló los pies.
Las rodillas no habían dejado de temblarme y comencé a tiritar; mi cuerpo ya no me obedecía a mí, sólo a los impulsos nerviosos que buscaban calor, como la piel de gallina que me cubría entera. Acerté a pensar, dios, por qué tanto frío, por qué allí, y de pronto un chorro de agua caliente me empapó las piernas. La diferencia de temperatura hizo que me ardiesen, pero estaba demasiado ocupada temblando con los labios amoratados como para quejarme.
Pronto la bañera estaba llena de agua caliente y me cubría por encima del pecho, sin llegar a las clavículas. Las manos de Ge, silenciosas y amables, comenzaron a frotarme los pies con una esponja llena de jabón, ascendieron por mis piernas hasta las caderas, y se ocuparon del torso, los brazos y el cuello con la misma paciencia.
Escuché; se aclaró las manos en el grifo y me echó el pelo para atrás. Las yemas de sus dedos recorrieron mis facciones y limpiaron los restos de sangre y lágrimas acumulados en mis mejillas, después cogió la alcachofa de la ducha y dirigió el chorro a mi cabello, sustituyendo al agua fría de la lluvia. Me enjabonó, volvió a aclararme y después dejé de sentir sus manos. Antes de que pudiera hacer nada me sacó de la bañera y me envolvió en una toalla, y luego me transportó en brazos tal y como antes.
Me encontré sentada en algo mullido. Ge empezó a desenredarme la melena, y yo pensé que ojalá no tuviera que moverme de allí nunca. Ya no hacía tanto frío. Y no me temblaban las rodillas.

  —Habla, pequeña.

Lo dijo con naturalidad, le salió espontáneo como una carcajada. Quizá fuera el hecho de que la petición no estaba adornada de excusas tristes, pucheros o lamentaciones, pero el caso es que tenía tantas cosas acumuladas en el corazón, la garganta y la mente que sentía la necesidad de soltarlas todas. Y por fin había encontrado un momento, un lugar y una persona. Así que hablé.
Hablé durante horas mientras Ge me pasaba el cepillo por el pelo, y con cada mechón que desenredaba yo me quitaba un puñal del pecho. Las palabras me salían de forma fácil, sin pensar; en mi cabeza tenían un sentido y mi lengua las ordenaba como le parecía. Si Ge no entendió algo, nunca lo supe. Pero escuchó con infinita paciencia.
Los nudos del pelo se deshicieron al fin, y mis manos, llenas de hojas ensangrentadas, sujetaron con dedos débiles la causa de mis heridas. Mientras Ge me secaba la melena con una toalla, me atreví a pensar que me dolía más que antes; quizá porque un corte duele mucho más al limpiarlo y mientras se cura, que cuando te lo hacen.
Mis labios pararon y el sueño me invadió, y en otras circunstancias habría luchado a capa y espada con Morfeo por quedarme despierta con Ge, pero desintoxicarme me había dejado tan agotada que creí morir si no dormía.
Así que me tumbé, porque los ojos ya los tenía cerrados, y dejé de pensar en los tacones rojos, rojos como la sangre de aquel hombre y las salpicaduras de las paredes de mi apartamento, que sólo se irían con una nueva mano de pintura; dejé de pensar en la noche anaranjada, del mismo color que el cabello de Ge, que sólo había visto bajo la tenue luz de la farola en medio de la calle; dejé de pensar en aquellos ojos oscuros que me habían hecho daño, y en la motocicleta negra y el cielo negro y la negra tinta que invadía mi corazón poco a poco, como cuando la lluvia fría te empapa un vestido nuevo.









Huid de las personas
de corazón negro.

lunes, 11 de marzo de 2013

Sangre


Lloraba
en silencio porque no le quedaban cuerdas vocales que gastar. Sentía la lengua de plomo y la boca muerta, el rostro un cadáver frío y empapado de rocío de mar. El pelo revuelto, mechones encima de los ojos, en las comisuras de los labios, en las mejillas, daba igual, ese torbellino castaño era el indicador del caos, de la tormenta, del huracán negro que ella tenía en el esternón, clavado entre las costillas. Se apreciaban con claridad las galaxias que tenía en la piel, oscuras como gotas de tinta, de chocolate intenso. Las piernas desnudas, los pies descalzos, la espalda contra el viento gélido que se colaba por la ventana; el aliento helado mordiendo los hombros, la nuca, el vientre, los brazos. Apretó los puños con fuerza, se clavó las uñas que no tenía, presionó hasta quebrarse los huesos, pero no era suficiente, no era suficiente como para olvidar, dejar a lado el dolor, el verdadero dolor, el que se le colaba dentro, el que bailaba entre sus entrañas. La hoja estaba allí mismo, ni siquiera tuvo que alargar la mano; no sabía cómo había aparecido en el suelo de su habitación, pero ahí estaba, reluciente bajo la luz del sol tardío. Sintió el metal frío entre los dedos, lo acarició con cuidado, pasó las yemas a lo largo una y otra vez, deleitándose de la calma, de la serenidad que sólo un arma puede ofrecer. Era la paz que le faltaba, el peso que necesitaba encima para ahogar todas las penas que le gritaban dentro de su cabeza, dejándola sorda, ciega, muda. Sostuvo el cuchillo con la mano derecha y volvió a cerrar el puño en torno a la hoja, el borde afilado contra la palma blanca y fría, como el invierno. Brotó la sangre y apretó con más fuerza, con rabia, con valor, con miedo, con despecho. La herida se hizo más y más grande, la hoja atravesó la carne y bañó todo de sangre cálida y roja, tan roja que asustaba. Un poco más, se dijo. Un poco más. Aún puedo escuchar los latidos.
Sangraba
y lloraba, y el pulso acompañaba a los sollozos porque ambos ritmos eran similares, naturales, como dos líneas paralelas que siguen juntas hasta el infinito. El cuchillo llegó al hueso y no pudo abrirse camino; los dedos no tenían más fuerza, estaban ebrios de dolor y agotamiento y crujían como las escaleras de una mansión del siglo pasado, la piel se teñía como pétalos de amapola, y ella seguía sorda por las voces en su cabeza. Soltó la hoja y ésta besó el suelo con un gemido metálico; se llevó la mano al cuello y apretó, palpitación contra palpitación, empapando de sangre la nieve de sus clavículas. Deslizó los dedos y llegó al pecho, apretó fuerte en el lado izquierdo. ¿Lo oyes? se preguntó, con la sonrisa de la demencia en los labios. ¿Lo oyes, corazón? No eres el único que sangra. 









Si alguna vez
veis a alguien
apretar los puños así
no le dejéis nunca
continuar.
Es preferible llorar
que sangrar.

sábado, 23 de febrero de 2013

Las tres leonas


Había una vez una chica llamada Lion. Su nombre provenía de la melena de León que lucía desde que era bien pequeña, y a veces algunas personas la llamaban Leona. Lion creció arropada por Papá Lobo, que era fuerte y maravilloso como la criatura de la que nacía su nombre, y Mamá Lobo, que era bonita e inteligente como una loba de verano. Cuando Lion era aún chiquitina vino al mundo Niñaleón, que era como un pequeño duendecillo con la misma melena de León que su hermana. Los cuatro juntos vivieron aventuras y gritaron y rieron y lloraron, y nunca nunca dejaron de quererse.

Todos crecieron y un día Papá Lobo faltó, a pesar de su valentía y su fortaleza. Mamá Lobo, Niñaleón y Lion estuvieron tristes mucho tiempo. Niñaleón creció de golpe y Lion se hizo adulta de pronto, y Mamá Lobo fue tan valiente y grandiosa que su nombre no fue suficiente y se convirtió también en una leona, majestuosa y fiera con quien se atreviera a acercarse a sus niñas.

A Lion muchas veces le faltaron las fuerzas; las fuerzas y las lágrimas, que no podía soltar porque tenía un nudo en la garganta, tan grande como el inmenso peso que llenaba su estómago, tan duro como el puño que le apretaba el pecho. Necesitó mucho los mimos de Mamá Lobo y Niñaleón, y tuvo la suerte de poder contar siempre siempre con ellas. Eran como dos bonitas leonas, cariñosas y geniales, siempre velando por Lion. La cuidaron y le mimaron la melena, que ella detestaba; le enseñaron a amarla y le secaron las lágrimas con sus manitas de terciopelo, le limpiaron las garras con las que arañaba todo a su alcance y le curaron las heridas, una a una, con muchos besos y agua caliente. Las tres fueron muy valientes y se enfrentaron al frío, al miedo y a la oscuridad, y también al vacío, impasible como el invierno, inhumano como la nada. Faltaba un lobo en el grupito de almas brillantes, y las tres leonas unieron corazones para no caer ante el viento y la tormenta. Lion se convirtió en una jovencita valiente con melena de León, pero estaba segura de que no sería nada, nada, sin sus leonas.





Algo que llevaba un tiempo
queriendo escribirles 
a mis leonas
y que decidí poner en papel
en mi última clase
de Dibujo Artístico,
escondida en un rincón
detrás de mi caballete
y con el frío del invierno
en los huesos.