Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

domingo, 22 de enero de 2012

Sweet

Este relato tal vez lo continúe, haga una segunda parte o lo convierta en novela, no sé. Igual me lo publican también en el blog Palabras, Papel y tú, que está dirigido, entre otros, por Clary Claire. Lo he escrito a raíz de los "Simple Life" de Barbijaputa, que me dieron la gran idea de crear tanta cosa bonita junta (a mi juicio). Espero que os guste (:

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Mi vida es perfecta.

Vivo en un bonito pueblo en el que nos conocemos todos. Está a las orillas de un gran y claro lago, en el centro de un valle rodeado de muchas montañas verdes, que en invierno se cubren de nieve. Nadie se acuerda del nombre del pueblo, o quizá es que nunca ha tenido o que jamás se lo ha sabido nadie. Pero es el pueblo más bonito del mundo. Es rural, chapado a la antigua. Casi todos los edificios tienen tan sólo un piso, y los que tienen dos se pueden contar con los dedos de una mano. Todas las casas son bonitas y no hay nadie infeliz. Las pequeñas casitas de una planta son de piedra gris o blanca y están llenas de balcones con flores rojas y azules. Las casas un poco más grandes, que aunque sólo tienen un piso son enormes, están hechas de madera y cuando pisas el suelo cruje afablemente. Este tipo de casas suele estar en contacto directo con la orilla del lago —de hecho a veces están incluso encima de él— pues yo siempre he relacionado el crujir de tablas de madera con el agua y la palabra “amarre”. El resto de casas son tan dispares que no se las puede reunir a todas en un mismo grupo, pero son todas preciosas. Algunas son blancas o de color hueso, de dos plantas, y tienen tantas habitaciones que podrían albergar a todo el pueblo. Otras mezclan madera y piedra para la fachada e incluyen grandes cristaleras. Hay una especialmente bonita, de estilo victoriano y con grandes puertas, ventanas, escaleras y jardines. También hay otra de ladrillo rojo que es terriblemente alta, y cuando atardece produce una sombra de varios metros de largo.

Yo vivo en una casita blanca que con el tiempo se ha ido cubriendo de hiedras verdosas. Desde mi jardín trasero puedo acceder libremente al lago, y de hecho dispongo de un muelle y una barquita para mí sola. Mi casa es grande, de dos plantas, pero acogedora. Por dentro es como un refugio de madera clara, excepto la biblioteca, que aunque está siempre bañada en luz por la cúpula de cristal que la recubre, es enteramente de roble rojizo, o caoba, no lo sé, nunca logro acordarme. Tiene altísimas estanterías, comodísimos sillones, una gran ventana frente a una butaca de terciopelo rojo con cojines suaves de pelo y plumas. Y por allí siempre ronda Angelo, mi bibliotecario. Es alto, más que yo, y esbelto, tiene el cabello de color miel y los ojos como el cielo sin nubes, siempre me guarda una sonrisa y un beso y me hace cosquillas en la nuca mientras leo, me roba las gafas de leer sólo para que vaya tras él o me quita uno de los zapatos y lo esconde en algún rincón de la casa.

En la parte delantera de mi casa hay una pastelería. Es mía, y también es perfecta. Tiene vitrinas y expositores de cristal, y los estantes están siempre a rebosar de dulces. Calo enseguida a la gente y siempre sé lo que les conviene, así que sin que me digan una palabra sé si quieren chocolate blanco o negro o con leche o con almendras o con una pizca de pimienta, caramelo o praliné. Y sé si quieren galletas, bombones, una tarta o un cruasán. Y es que yo preparo de todo. Cocino un pastel llamado Montblanc, que es de nubes, leche condensada y azúcar glass. También cocino otro llamado Ireland, que es un pastel en forma de montaña, y es de chocolate y menta, que parecen tierra y hierba. También cocino uno azul llamado Lluvia que sabe a agua ligeramente salada y a arándanos y cuando le pegas un mordisco es como si mordieras un fruto jugoso, y un líquido suave te resbala por los labios. Cocino macarons de todos los tipos y colores, e incluso cocino tartas a las que le doy la forma que el cliente quiere; un libro abierto, una taza de café, una mariposa, una cámara de fotos, incluso unas iniciales. Y preparo unas tostadas riquísimas, con rebanadas de pan muy gruesas, doradas y calentitas, cubiertas de mantequilla que se derrite en segundos y mermelada de albaricoque, melocotón y frambuesa. Y cocino churros, tortitas y napolitanas de jamón y queso y chocolate, que normalmente acompaño de una taza de chocolate caliente con una buena capa de nata y una nubecilla dentro. Y hago el mejor café del pueblo, aunque aquí todos somos muy dulces y preferimos el chocolate. Horneo pan, magdalenas y hago creps, cocino pequeñas delicias japonesas y preparo jugo de bayas —elixir, me gusta llamarlo— y zumo de menta. También espolvoreo hojas trituradas de menta, cacao en polvo y un poquito de pimienta sobre un vaso de leche caliente, y al removerlo sale algo llamado India. Hago compotas de limón, fresas y pomelo, y las guardo en tarros tapados con un trozo de tela a cuadros rojos y blancos o azules y blancos, depende de los gustos del cliente, y la ato con un lacito rojo o azul, a juego. También cocino unas buenísimas pizzas de dulce de leche y chocolate blanco, pero sólo los más valientes se atreven a probar su dulzor.

Y todo eso es en invierno, porque en verano, cuando hace demasiado calor para preparar algunos dulces —se derretirían— hago helados. Helados de leche con virutas de chocolate blanco, negro o con leche, que yo llamo Dálmata; un helado de nata con algo de leche condensada fría por encima, llamado Nieve; incluso uno tan sólo de chocolate (cualquier variedad de chocolate) con sus respectivos nombres: Espuma (blanco), Ébano (negro) y Edén (con leche). También preparo uno llamado Verano, que es de limón y está recubierto de un montón de virutas de colores, además de una perla dorada de azúcar que simboliza el sol. (Además, este helado está siempre rebajado en el mes de Agosto, que es cuando más calor hace. Pasa de valer dos euros a uno con veinte). Otro de los helados que más se venden es el de fresa. Es totalmente rosa, con trocitos de chocolate como si fueran las pepitas de una fresa de verdad, y como si fuera un sombrero, una corona verde de pasta de azúcar recubre la bola de helado en forma de corazón. Se llama Nenúfar y es muy popular entre los niños y niñas del pueblo, y ya que se lo compran siempre con sus ahorros, les suelo cobrar tan sólo un euro, pero casi siempre me dan una propina de cincuenta céntimos más, si es que llevan suelto encima. Aparte de ese helado uno de los más populares es París. Es de naranja, pero dentro lleva una varilla de praliné, como si fuera la Torre Eiffel, y está decorada con pequeñas borlas de caramelo. También está Océano, que es azul con motas marrones, de café. En realidad es azul porque le echo un colorante turquesa al helado de crema, pero a la clientela le gusta igualmente. Pero mi favorito es, sin duda, Invierno. Está constituido por una bola de helado de crema, teñido por completo (incluso interiormente) de color azul marino. Por fuera se recubre de chocolate blanco, creando una capa limpia como la nieve, y por último, se le añade un pequeño chorro de lágrimas de diamante, que es una crema de un caramelo especial, de color blanquecino brillante, como plateado. Se deja que resbale por encima y caigan gotas, cubriéndolo poco a poco, y después le pegas un mordisco y ves que por dentro es oscuro como la boca del lobo. Aparte de esos helados “especiales” y otros tantos, están los típicos sabores que pueden formar parejas, tríos o grupos de cuatro o más; chocolate, limón, fresa, naranja, menta, stracciatella, coco, vainilla, praliné, trufa… Estos se venden un poco menos, pero como son baratos y no me cuesta nada elaborarlos, consigo acabar el verano sin que no me quede ni uno solo.

Aunque los niños tengan colegio, en mi pueblo es fiesta todos los días. En la plaza de piedra, cerca de la herrería y una de las posadas —es un hotel, pero tan pequeño que es mejor el término “posada”— se unen cables entre las casas de alrededor y se cuelgan luces y trozos de tela pintada que cualquiera puede decorar, formando un techo con la telaraña de colores que se encienden en cuanto se pone el sol. Después, los que tienen buena mano con los instrumentos empuñan sus armas y, si al coro le place —o más bien, si no han tomado demasiado helado como para que se les hayan congelado las cuerdas vocales— cantan canciones hermosas. Y el resto bailamos, a veces, alrededor de una gran hoguera. A las diez todos los niños se van a la cama para que al día siguiente puedan acudir al colegio a las nueve de la mañana, sin pasar demasiado sueño. Los ancianos suelen marchar hacia las once u once y media, y los jóvenes, que son suficientemente mayores como para no ir a clase, pero demasiado jóvenes como para haberse cansado de la fiesta todavía, siguen bailando hasta las doce o la una.

Todos los días me levanto a las siete. A esas horas hay poca gente despierta, y paseo libremente por las calles empedradas, a veces descalza. En mi pueblo nadie tira cosas al suelo y todos andamos sin zapatos y sin temor a hacernos daño. A las siete y diez llego a la panadería y compro dos hogazas; una para mí y otra para mis vecinos, una pareja agradable de ancianos con los que como todos los martes (aunque todos los días les llevo el pan). Yo misma podría elaborar las hogazas, pero mi pan es algo más caro, para ocasiones especiales, y el de cada día todo el pueblo se lo compra al panadero. Como éste es muy simpático y siempre tiene algo que contar, me quedo hablando con él hasta que los primeros madrugadores despiertan y llegan a la panadería. Entonces, a las siete y veinte, me despido de todos y voy al puerto. Allí siempre está un amable pescador de pelo canoso que acaba de traer mercancía del lago. Como todos los días saco de mi bolso beige un botecito con las sobras del chocolate de ayer, él me reserva el mejor pescado, así que hoy me entrega un ejemplar plateado con grandes escamas envuelto en un grueso plástico tan blanco como mi vestido. Yo me lo guardo en el bolso, y a las ocho menos veinticinco acudo a la floristería. Allí cada día compro una flor distinta, para decorar el jarrón de cristal que me regaló una vez el artesano del pueblo. Hoy me siento llena de energía, así que compro seis rosas rojas —mi número de buena suerte— y las llevo en la mano hasta mi próximo destino; la carnicería. Llego a las ocho menos cuarto y salgo diez minutos después con dos piezas de carne suficientes para dos días (así voy a la tienda un día sí, un día no). Entonces entro a la frutería, que está enfrente, y a las ocho salgo cargada con una bolsa llena de pomelos, bayas, fresas y frambuesas para mí, porque no han inventado más piezas de fruta que me gusten. Sin embargo también compro naranjas, limones, coco y arándanos, porque tengo que elaborar mis helados con alimentos de calidad. A las ocho y diez vuelvo a casa pasando por delante de La Granja, donde mis abuelos llevan su negocio de compra y venta de mascotas y ganado. Yo normalmente sólo paso a saludarles, pero un día les compré un cachorrito fruto del cruce entre un lobo y una perrita. Es un cachorro de pelaje tan blanco como mi pastel Montblanc, y de ojos de un hielo azulado, así que le llamé Blues.

Cuando llego a mi casa ordeno la compra y me permito un pequeño desayuno con Angelo a base de chocolate caliente y tostadas, para recuperar las fuerzas que he perdido caminando y cargando bolsas. Cuando todo está en orden me pongo el delantal de color marfil que me regaló mi madre y empiezo a preparar los dulces que más se venden y que se gastarán enseguida, y por si acaso también cocino algunos menos solicitados. Aunque en teoría el negocio lo abro a las nueve, quince minutos antes ya están los primeros clientes dentro de mi tienda, normalmente los niños que quieren llevarse algún pastelito al colegio para almorzar. Y al que primero me compra algo, le regalo otra unidad de lo que ha elegido, como premio. Cuando las madres y los padres de las criaturas se enteraron de que sus hijos se llevaban dos artículos por la mitad, me insistieron en pagarme todo lo que había regalado, y como yo no cedí, me compraron una hucha de lata con un collage casero de fotografías de cosas bonitas (atardeceres, montañas, dulces, sonrisas, animales) y lo colocaron en mi mostrador, al lado de la caja registradora. Así, casi siempre que me compran algo, añaden una pequeña propina y la meten en la caja. Lo que no saben es que cuando la hucha se llena, cuento el dinero que hay y con eso compro los materiales necesarios para elaborar galletas con chocolate que reparto por todo el pueblo.

A la una, cuando termino de trabajar, me voy a comer. Cuando es martes, en casa, con mis vecinos; y el resto de los días, en casa de mis padres, o en Isla Tortuga, la taberna del pueblo, junto con unos amigos; o si no, en mi propia casa, junto a Angelo y Blues. Después, a las tres, reabro la pastelería y atiendo a los clientes hasta las seis. A veces Angelo tiene que ayudarme y hacer de cajero mientras yo cocino, porque algunos días mi pastelería está a rebosar. Entonces, cuando ya no queda nadie, coloco el cartel de “¡Mañana habrá más sonrisas de caramelo! (:”, subo al piso de arriba a ducharme y me visto todavía con el pelo húmedo. Me pongo unos shorts vaqueros, una camisa blanca, sandalias marrones y una chaqueta fina —porque hace fresco por la noche—, y salgo por ahí con Angelo, que ha estado hasta entonces leyendo solo y ordenando mis libros, en la biblioteca. Normalmente vamos a la Casa del Té, donde sirven infusiones de todo tipo. Yo siempre elijo la de jazmín, menta y rosas, pero Angelo prefiere la de té negro y manzanilla. También a veces tomamos algo en Isla Tortuga, porque siempre hay un grupo de personas que se sube a una mesa a bailar (yo entre ellas, siempre que no lleve un vestido). Entonces Angelo me invita a cenar a su casa, la bonita casa victoriana de dos pisos. Cenamos, pasamos por mi casa para coger el postre y nos llevamos a mi muelle a Persia, mi tarta en forma de lirio color atardecer, perlado de gotas de azúcar, que hacen las veces de rocío. Cuando acabamos él me sonríe y me besa como si fuera la primera vez, me contagia a los labios la sonrisa y el sabor de chocolate y naranja de Persia. Entonces vamos al centro del pueblo de la mano, y bailamos con los demás, bebemos un poco de whisky, pero como es demasiado fuerte para mí, alguien termina consiguiéndome un vaso de agua para aclararme la garganta, y un bollo de azúcar para quitarme el gusto a alcohol del paladar. Cuando se extingue el fuego y la luna se va a dormir, Angelo y yo volvemos a casa, nos metemos en la cama, y entre sueños esperamos la llegada de un nuevo día.

Así era mi vida. Perfecta. Hasta que morí.

domingo, 15 de enero de 2012

De azafatas, soldados, muerte, guerra y lágrimas

Estoy de azafata en una compañía que o desconozco o no me importa en absoluto. La idea de trabajar en un avión me atrae, a pesar de los múltiples inconvenientes que conlleva, así que no es difícil imaginarse de dónde he sacado la idea del trabajo que ejerzo esta noche. No recuerdo ni qué llevo puesto, ni si soy yo físicamente o no (no he visto ningún espejo) y recuerdo a una chica rubia sonriente con un traje azul, pero no sé si era yo o una compañera, así que realmente mi cerebro no se lo ha currado mucho a la hora de crear la escena.

Nuestra misión es llevar a unos soldados militares de un país a otro, para que vayan a la guerra. A mí eso en cierto modo me llena de remordimientos, porque no puedo dejar de pensar que los llevamos a la guillotina, que yo y el resto de la empresa seremos los responsables de que mueran por un una bala o una bomba o cualquier burrada que se encuentren en la batalla. Y eso acojona.

Porque es en momentos así cuando piensas que serías capaz de muchas cosas para salvar la vida de tantas personas, por ejemplo, convenciendo al piloto de que los llevara sanos y salvos de vuelta a su país, o a un territorio virgen para que comenzasen una nueva vida. Y entonces es como si te despertaras de una pesadilla, porque realmente te das cuenta que no, que no es posible eso, que suena muy heroico y muy bonito y sería un sueño y como comenzar una nueva aventura, pero que si alguien te descubriese te mataría y que además un secuestro de más de cien soldados se notaría, habría que haberlo planeado previamente y si actuaba sobre la marcha quedarían cabos sueltos que nos escarmentarían a todos después, especialmente a los que menos culpa tuviesen, como siempre ha sido.

Así que me resigno a servirles con más mimo de lo habitual, como supongo que harán las buenas enfermeras de un hospital cuando ven que alguien se está muriendo y no quieren que se lleven un mal sabor de boca a la tumba. Les sonrío (mucho), les presto muchísima atención (más de lo normal) les hablo con dulzura (dulzura que creo, hasta ahora nunca había empleado con gente que no conozco) y les ofrezco cosas que en teoría ni siquiera debería ofrecerles porque no han pagado por ellas, como refrescos, almohadas para descansar y bolsas de patatas fritas o similares.

Es inevitable, siempre que estoy en un lugar rodeada de chicos (o de hombres, lo que es lo mismo) tiendo a pasarles un filtro para decidir si me gustan lo suficiente o no. En este caso lo mismo da, porque no volveré a verlos nunca y seguramente me olvide de sus caras en que pasen unos meses, porque aunque odie la situación que están viviendo no pasaré con ellos las horas suficientes como para cogerles cariño.

A pesar de todo eso termino por fijarme en uno que me parece medianamente guapo. Tampoco se le ve mucho; lleva un grueso traje militar y un casco calado hasta las cejas, pero se le adivina el color negro del pelo por las cortas patillas que lleva y por la barba de dos días que se ha dejado sin afeitar. Tiene una mandíbula cuadriculada y fuerte, sin quererlo me lo imagino apretando los dientes, como si fuese una pose que tomara habitualmente. Tiene las pestañas largas y las cejas no demasiado finas y unos labios más bonitos que los de muchas mujeres que he visto. Sus ojos son oscuros, pero brillan, tal vez por el miedo o por la emoción, igual nunca ha subido a un avión. No lo sé.

Aunque mis compañeras no son unas incompetentes, les he prestado tanta atención a todos los pasajeros que me tienen bastante atareada porque sólo me reclaman a mí. Me cansa un poco, porque a fin de cuentas eso se resume en andar de aquí para allá durante muchas horas de vuelo, pero me halaga y eso apacigua mi instinto asesino. Sin embargo no dejo de mirar a aquel chico (chico, porque no tendrá más de veinte años) y al final no puedo resistir la tentación de acercarme a él.

No sé cómo empezamos la conversación, pero estoy casi segura de que no ha sido preguntando nuestros nombres. Lo que sí sé con certeza es que me enamoro de su sonrisa en cuanto curva un poco los labios.

Charlamos, al principio con calma y después con algo más de emoción, casi con prisa, como si el tiempo se nos resbalase entre los dedos. Supongo que podrían despedirme por no ocuparme en absoluto del resto del avión desde ese preciso instante, pero creo que mis compañeras se han visto tan faltas de trabajo durante las primeras horas que ahora me cubren la espalda.

A mí los soldados siempre me han parecido sexys, y en cierto modo, viéndole a él, no hay nada igual. Así que se lo digo, y el se ríe, y nos reímos los dos como si fuéramos niños pequeños, o adolescentes, o lo que fuera. Pero a mí me encanta verle sonreír, o reír, me encanta ver sus dientes tan perfectamente blancos con el marco de piel tan morena que los rodean, y por encima de todo me gusta ver que ahora sus ojos se ríen también, no miran con miedo o aprensión a este cacharro gigante que, a fin de cuentas, le conduce derecho a la muerte.

Después de unas horas ya hablamos tan relajadamente como si fuéramos amigos de toda la vida, o algo así. Es uno de esos pocos momentos en los que no te arrepientes de conocer a una persona, y sabes que conforme profundices más y más en ella irás alegrándote de conocerla, como si te tocara la lotería. Pero miro al reloj cada media hora y la velocidad con la que los números cambian me agobian, como si fuese yo la que tengo que armarme con un fusil y dedicarme a tirotear a los que se me pongan por delante. Mirar el reloj me agobia pero no puedo hacer otra cosa. En serio, es desesperante siento que se me forma un nudo en el estómago y cuando sólo quedan dos horas para llegar no soy capaz de seguir bien la conversación. Él me mira, como entendiéndome, pero yo me esfuerzo en no parecer débil, porque pienso que bastante tiene un soldado con montarse en un pájaro de hierro por primera vez sin acojonarse para ir directo a un grupo de tíos probablemente más fuertes que él que tratarán de cargárselo a la mínima de cambio con cualquier arma que tengan a mano, como para compadecerse de mí, que tengo una vida perfecta en comparación, el riesgo al que me expongo se limita a un accidente de tráfico cuando vuelvo medio ebria del bar en coche a casa los sábados por la noche, o a una caída en avión durante mis horas laborales, algo que es muy difícil que pase, sobre todo a mí, que soy medianamente afortunada. Así que inspiro, le pongo mi sonrisa de azafata y aguanto sin llorar todo lo que queda de viaje.

Cuando sólo queda media hora ya hemos desarrollado una relación que la mayoría de la gente no tiene con nadie a no ser de que pase años con una misma persona. No sabemos casi ningún dato del otro, de hecho no recordaré ni siquiera su nombre (aunque después juraré que empieza por la letra T) pero nos entendemos. Hemos conectado de algún modo y siento como si un fino hilo invisible nos uniese, como si mi destino estuviese junto a él. No es amor (dudo que sea eso, aunque tampoco lo he sentido nunca y tampoco estoy segura de saber identificarlo cuando mi corazón se decida por fin), pero supongo que ha sido como un flechazo. Sé que en otras circunstancias sería la clase de persona con la que me gustaría pasear, cogerme de la mano sólo para examinar sus dedos, observar sus rasgos hasta memorizarlos para poderlos dibujar, verle reír mil y una veces, hacer un millón de fotos a su sonrisa y enamorarme cada día de su presencia, odiar su ausencia y sentir más allá de lo imaginado todas sus palabras, contar con los dedos su respiraciones a lo largo del día, y sentir su corazón en la palma de mi mano, como su fuese mío.

Y es entonces cuando me come el dolor por dentro porque sé que no podré. No es que no me sienta capaz, o que sepa que nos separaremos (lo que resultaría imposible), es que no nos dejan. Esta mierda de mundo no nos deja y por una estúpida guerra entre dos presidentes o reyes o lo que quiera que sean, algo que deberían solucionarlo ellos solitos en un combate de boxeo o una partida de golf, ajedrez, de tetris o de un jodido buscaminas, por eso, tienen que morir miles de hombres inocentes que posiblemente no tengan nada que ver, que tengan la necesidad de cuidar a su familia, tal vez incluso familia que no pueda valerse por sí misma una vez dada la marcha del soldado, y menos aún tras su inminente muerte. Y son esas personas las que nos impiden que pueda estar con él para acariciarle el pelo y susurrarle que todo va a ir bien, o para darle un beso en la barba mientras vamos al cine o hacerle un masaje en los pies descalzos o dejar que me lo dé él. Eso se llama impotencia, y siempre la he odiado.

En unas pocas horas nos hemos conocido tanto como si fuéramos siameses y nos comprendemos, entendemos cómo funcionamos y lo que pensamos, nuestros cerebros ya trabajan a la par e incluso creo que nuestros corazones bombean sangre a la misma velocidad, creándonos un pulso idéntico. Le agarro la muñeca y le siento junto a mí, porque todavía no se ha marchado y tengo la certeza de que todavía por un rato más vamos a estar juntos. No quiero despegarme de él nunca y creo que compartimos algo tan intenso que es imposible no darse cuenta de ello. Hasta mis compañeras me miran con comprensión, como si hubiese encontrado a mi hermano perdido o pudiese hablar de nuevo con un marido muerto. Nadie nos molesta, porque aunque estamos en medio de un avión lleno de gente, destilamos tanto dolor pero tanta ternura que es imposible echarnos en cara algo. Incluso mi jefe pasa monumentalmente de mi ausencia durante mi turno de llevar el carrito de comidas y bebidas, lo que me hace pensar todavía más en que sólo me lo permiten porque hay algo que no es normal, ya sea nuestro comportamiento o el hecho de que él tenga que marcharse tan pronto.

Me atrevo a apoyar la cabeza en su pecho y encogerme hasta que me abraza, pero estoy temblando y siento unas terribles ganas de vomitar. No quiero romper este vínculo, no ahora que lo he encontrado después de todos los años de mi vida (que a fin de cuentas tampoco son tantos, pero que siento como si se hubieran multiplicado por dos). Me noto mayor, envejecida, madura, pero no sé si me gusta y tengo ganas de descansar, de dejarme abandonar por el sueño sobre su regazo y despertar después con él, sonreír como si tuviésemos todo el tiempo del mundo e irnos a algún lugar a comer en un restaurante italiano.

A pesar del temblor, soy capaz de mantener la compostura medianamente. Inevitablemente el avión llega a su destino, se detiene, hay un último mensaje en megafonía, sonrisas nerviosas de azafatas, mensajes de buena suerte, pequeñas despedidas, palmeadas de hombro, y mi mano junto a la suya al bajar por las escaleras. Mi jefe dice que cinco minutos, nada más. Resuenan mis tacones por los peldaños de metal y casi me caigo, porque el calor me marea más de lo que estoy ya pero el temblor no cesa. Me agarra de la cintura y me sienta en uno de los escalones más bajos mientras se arrodilla enfrente de mí, para cogerme por el cuello y mirarme a los ojos.

Entonces no puedo más, siento que me muero y que no quiero que se vaya, le grito que se quede, le golpeo en el pecho, pero rompo a llorar y él me abraza como si fuese su hermana pequeña. Lloro sin miedo, como no he llorado nunca en la vida, y le inundo el hombro con lágrimas saladas y paladeo el propio sabor de la sal en la lengua, le miro con ojos llorosos y él me quita el resto de llantina de las pestañas, me corre el rímel sin querer, intenta arreglarlo, lo empeora y finalmente me da un largo beso en la comisura de los labios, como hacen los niños pequeños que se quieren pero que no se atreven a más. Yo me aferro a él como su fuera un bote salvavidas, le cojo del cuello, de los hombros, de la cintura, de las manos, del rostro, le pido mil y una veces que se vaya y que no me deje sola, y me parece por un segundo que se lo piensa, que evalúa las posibilidades de escaparse conmigo, de subir al avión sin que nadie lo note, ponerse un traje de piloto o de cualquier cosa y venir adonde yo vaya para no irse nunca más. Sé que se lo piensa, admira la idea, siente como si fuera el paraíso o un sueño hecho realidad, pero entonces se ve a sí mismo, vestido de militar, con el traje, el casco y el arma, ve a sus compañeros y a los generales, ve a todas aquellas personas que no tienen nada en común excepto el destino y quizá algún nombre de pila, y entonces sé con certeza que va a decirme que su sitio es ése, que me ama pero no puede venir conmigo y que aunque lo intentase jamás me dejaría que me quedase en tierra con él. Y también sé que le duele más que a mí y que intentará por todos los medios sobrevivir para regresar algún día, de forma que mi compañía traslade a unos cientos de soldados más de un país a otro, nos encontremos, nos reencontremos y abracemos, sonriamos, riamos sin motivo y nos demos la mano hasta que se nos desgaste la piel, y sobre todo, sin separarnos nunca.

Sé que nos miran, pero me da lo mismo porque lo único que me importa es que le pierdo y no sé si voy a recuperarlo. Y lloro, y me recompongo, y vuelvo a llorar, me quito los tacones y el pañuelo del cuello porque me ahogan, siento el calor en los pies, sudo por todos los poros de mi piel y le doy un último beso en la frente antes de cerrar los ojos y perderlo de vista para siempre.

Y entonces es cuando despierto en mi cama de sábanas blancas, sudando bajo dos mantas como si no hubiese mañana, con la almohada empapada y el rostro lleno de lágrimas que he soltado mientras soñaba, con la nariz tan taponada que no sé cómo he sobrevivido a esta noche sin apenas respirar, y con un temblor en las manos y un nudo enorme en el estomago que aún ahora, seis horas después, mantengo como si fuese una foto de aquel sueño. Y una vez despierta e incorporada en la cama vuelvo a llorar, no sé si porque no he terminado el sueño y quiero saber si al final él vive o muere o si yo resisto sin él todo el tiempo que él tarda en volver, o si quizá lloro porque puede que la situación de los soldados es real y mueren cada día en otro país, empuñando un arma y con un casco que, al final, no les ha servido de nada.

Y puede que también llore porque, aunque la descripción física sepa exactamente a quién pertenece (aunque no creo que llegue a hablar con él nunca), jamás he conocido a nadie con quien me entienda así, con quien haya forjado un lazo tan intenso en tan poco tiempo, y en cierto modo me da miedo no hacerlo nunca, aunque tarde toda mi vida en encontrar a esa persona con quien unirme.

miércoles, 4 de enero de 2012

¡Regalos! + noticias


¡Hola a todos! ¡Feliz Año Nuevo! ^^ (sí, otra vez)
Espero que el gordo de rojo se haya portado bien con todos vosotros, que hayáis pasado unas buenas Navidades y que el fin y el comienzo de año hayan sido/estén siendo estupendos (:

Antes de nada quiero traeros noticias de mi concurso. No lo voy a cancelar porque me parece injusto que las cuatro o cinco personas que me han mandado su trabajo, hayan estado escribiendo en vano para mí, así que en vez extenderé el plazo para que así la gente tenga más tiempo. Así, pues, EL CONCURSO SE APLAZA HASTA EL DÍA 25 DE ENERO.

Esto es lo que me han traído a mí en Navidad:

En primer lugar, los pintauñas que me regaló mi tía. Son azul y verde brillante, aunque el verde en la foto parece más bien azul D: Sólo he probado el primero.
En segundo lugar, el 4º libro de la saga de Eragon: Legado! Aún no me lo he leído pero estoy en ello, va a ser el primer libro del año ^^

En tercer lugar, estas zapatillas de tortuga de peluche xDDDDDD Mi madre es muy graciosa y... bueno, qué narices, yo quería unas :DDD
Y bueno, éste es el último regalo: un calendario de Audrey Hepburn. Yo pedí un póster, pero me han traído ambas cosas ^^
Además, el día 31 de Diciembre hice una lista de 12 cosas que quiero hacer este año, a ver si las cumplo ^^ (12, una por cada uva).
Y por último aquí está mi póster con el resto de cosas que tengo en una de las paredes de mi habitación. Nota: Ese dibujo en verde que veis de un bosque lo pinté yo con óleo x)

Que disfrutéis de lo que queda de las fiestas, y que os traigan muchas cosas los Reyes ^^

Nota: el próximo día colgaré un relato que me ha valido el primer premio en el concurso de Athenea (:

lunes, 2 de enero de 2012

Papel de Tinta Negra

¡Hola!
Bueno, para empezar, ¡Feliz Año Nuevo a todos! ^^
A finales de Diciembre me presenté a un concurso del blog PAPEL DE TINTA NEGRA y su administrador me ha recordado ya varias veces que para validar la participación necesito publicitar el blog, así que por fin me he puesto a ello creando una entrada aquí.
Las bases del concurso son muy sencillas y hay distintas modalidades, yo me he presentado a 3:
-El Mejor Bloggero
-La Mejor Historia
-El Mejor Diseño
Es muy fácil participar y no requiere grandes esfuerzos, pero me parece que el plazo se acaba pronto x)
En fin, al que quiera participar, aquí tiene el enlace al concurso: http://papeldetintanegra.blogspot.com/2011/12/1-premios-papel-de-tinta-negra.html

Un beso a todos y Feliz Año (: