Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

El segundo día de clase

Como todas las mañanas desde ayer, me he levantado a las seis menos diez y he bajado a la cocina en busca de algo que llenara mi estómago, que parecía que hoy tenía ganas de rugir como el león de la Golden Mayer. Después de pasar todo tipo de peripecias con el fin de conseguir un desayuno digno (tal vez hubiera funcionado si en el armario hubiese algo más aparte de las galletas que le gustan a Niñaleón, los cereales que engordan como las hamburguesas dobles e incluso triples del Burguer King y los chocolates Lindt que conseguí en Francia recientemente pero que me siento culpable al comer) me decido por un tazón de leche con cereales. Bueno. Podría haber sido peor.

Por el camino entre el cuarto de baño y mi habitación me encuentro a mi madre recién levantada, con su cara de sueño, su coleta baja y su camisón rosa de hace mil años, ese al que me gustaba agarrarme en mis peores noches cuando no era más que un retoño llorón y babeante. Después de un corto encuentro cada una se va a seguir con su tarea y yo me preparo para lo que va a ser un largo, acojonante y tedioso día.

Tras ponerme mis mejores ropajes para hacer deporte (hoy es uno de esos horribles días en los que me toca Educación Física, suerte que este año es el último en el que curso esa asignatura) me recojo el pelo para poder ver algo más que mi mata de mechones mal planchados y de un castaño claro aburrido, y me dispongo a salir de casa con mi llamada tutora legal, que se ha acicalado del mismo modo.

Llegamos a la calle y todavía es de noche. Que el reloj marca las seis y media pasadas, sí, pero eso al sol le da lo mismo y parece que son las dos de la madrugada. Acojonante, oye. Mi madre yo abrimos el coche sin hacer ruido para no despertar a nadie en el barrio, que aquí las paredes son de papel y cualquiera sabe de qué podrían enterarse si hablamos un poco más alto de la cuenta. Entre el sigilo y la ropa oscura parece que intentamos robar el coche, aunque bueno, en ese caso seríamos unos ladrones principiantes, porque el coche nuevo está justo al lado y ni mirarlo. Con My Chemical Romance sonando, ponemos rumbo a la parada de autobús, que para más inri ni siquiera se encuentra en nuestro pueblo, y mi madre, como todas las mañanas (y para toda la eternidad) me hace bajar el volumen, no vaya a ser que superemos el máximo de decibelios permitido y el alcalde venga a encorrernos con la alpargata en la mano y al grito de ¡Queremos dormir! Pero eso no pasa, porque bajo un poco la voz y solucionado.

Total, que entramos en el pueblo de al lado con el coche y avanzamos sin retorno hasta la parada, donde no hay ningún autobús esperándome, pero sí hay unas cuantas chicas que no parecen mucho mayores que yo. Como hoy era mi segundo día y no controlo aún las caras de todo el mundo, muy prudentemente me bajo del coche para preguntar si ellas vienen a mi bachiller, y mientras mi madre huye despavorida. Cuando las chicas se enteran de que voy a la escuela de arte ponen cara de susto y me explican que no, que mi autobús acaba de irse.

Yo intento mantener la calma, pero dentro de mí hay una especie de volcán que bulle y trata de expulsar lava por todas partes, aunque claro, yo no le dejo porque no me haría ni pizca de gracia explotar delante de otras personas, y menos a horas tan tempranas, que igual se confunden y en vez de darme un entierro más o menos aceptable me pasan la fregona por encima y santas pascuas. Intento tranquilizarme y llamo a Supermamá, que me habla con voz fastidiada como si fuera culpa mía que el autobús no me haya esperado. Vuelve a buscarme y decidimos ir a casa, porque no es cuestión de llegar a la escuela una hora antes de su apertura.

Yo, que tengo un cerebro maravilloso que me hace sentir culpable en cuanto tiene ocasión, empiezo a sentirme mal y me envuelvo en mis sábanas cual gusano en su capullo, aunque sé que tarde o temprano tendré que salir de allí, y no convertida en mariposa precisamente. Como llevo varios días callando a mi estómago con ibuprofenos, que no para de gritar ME MUERO, ME MUEROOOO, esta vez mi vientre decide aprovechar y hace que me retuerza de dolor como si estuviera de parto. Acojonada acongojada, decido avisar a mi santa madre, con el fin de que me permita agonizar dignamente en mi habitación, a solas, y no en medio de mi clase con el profesor mirándome con ojos desorbitados y los alumnos clavándome la mirada como si no hubiese mañana. Obtengo el permiso (¡sí, señor, a sus órdenes, señor! Digooo... ¡señora!) y me voy a la cama antes de que un alien o algo semejante se me escape de dentro, porque, lógicamente, ese ser que me está comiendo las entrañas no se atreverá a eclosionar si me tranquilizo en mi cuarto y me tumbo en la cama.

Total, que como esa mañana tan sólo llevaba unas cinco horas de sueño a la espalda, Morfeo se me lleva como una madre a un cachorrito, cogiéndole bruscamente del cuello y casi rompiéndoselo, pero llevándoselo de allí al fin y al cabo. Y cuando me despierto es el caos.

Recupero la consciencia pero estoy más alelada que un pez sin agua y tirado en una baldosa. Mira a su alrededor y capta el ambiente que lo envuelve, pero no entiende ni jota y aletea desesperado en busca de alguien que le explique qué cojones es lo que pasa. Me despierto en mi cama (hasta ahí bien) y es de día (seguimos bien) con mi abuelo mirándome desde el dintel de la puerta (PLOM. Surrealista. Se ha pegado usted contra un muro de hormigón). Antes de decirle hola y preguntarle qué narices hace allí, me dice que "están buscando el manillar de la puerta". Y yo en ese momento tengo ganas de tirarme por la ventana, porque seguro que alguien me ha llevado a un mundo paralelo que no comprendo ni comprenderé jamás.

Paciencia. Pacieeencia. ¿Qué manillar?, pregunto, tratando de tranquilizarme. Mi abuelo, que es más bueno que un cacho pan, ni se enfada porque esté desinformada y desorientada. ¡Qué cambio, oye! Esto en mi casa no suele suceder. Sobre todo cuando la que no se entera soy yo. Como sea mi madre la que no capta algo... ¡Ay de ti! ¡Ya puedes empezar a correr! Pero bueno, que me desvío del tema. Ha venido el carpintero, explica mi abuelo. Os va a arreglar el manillar de la puerta de la terraza, pero no sabemos dónde está y lo necesita para colocarlo. Ahí las cosas empiezan a cuadrar y bajo rauda y veloz a saludar al carpintero antes de iniciar mi desesperada búsqueda en los rincones más inhóspitos de mi casa. Vamos, lo que es el garaje, el cuarto de la caldera, el mueble de la cocina y la habitación de mi madre. ¡Horror! Tendría que haberme visto alguien, con mis leggins, mis calcetines de ir por casa, la coleta medio deshecha y la cara llena de las marcas de la almohada, con mis dolores de tripa de embarazada a punto de parir y rezando para no morir lapidada en las escaleras bajo el tropel de objetos que he removido en cualquier habitación, en busca del condenado manillar de la madre que lo parió.

Después del comodín de la llamada consigo encontrar uno de los manillares y el carpintero me explica, también con infinita paciencia, que necesita dos, uno para el interior de la casa y otro para poder abrir desde la terraza. Después de aporrearle en la cabeza con una silla buscar el segundo manillar, concluyo la búsqueda y por fin el carpintero obtiene su obsequio. Tras instalarme el susodicho objeto con una rapidez pasmosa, se larga de mi casa por donde vino y mi abuelo también se va, no sin antes desearme que me mejore.

Mi cerebro vuelve a sus andadas y empieza a hacerme sentir culpable por no estar en clase, que digo yo que más que justificado está, pero de todos modos noto esas cosquillas en la tripa (aparte del martilleo y la intensa excavación que alguien está llevando a cabo ahí dentro desde hace días) que me indican que no debería estar en ese lugar. ¡Pero si es el sofá de mi casa, maldito!, le grito con insistencia. Ya, pero yo me paso por el forro lo que digas. Es día de clase, y no estás ni en clase ni haciendo los deberes. Así que estás haciendo algo mal. Mientras intento tranquilizar a mi desbocado corazón, que se ha vuelto algo hiperactivo, escucho una voz en off que dice algo como: ¡Que le cooorten la cabeza!, pero no hago caso y me pongo a leer, que poco inteligente tal vez soy, pero al menos aprovecho el tiempo con algo de kulturah.

Y es que yo soy un caso para el colegio. Este año he empezado uno nuevo, en una ciudad que no es mi pueblo, que no conozco y cuya gente no he tenido el placer (o el horror) de descubrir. Y estoy asustadita. Por decirlo de un modo suave. Supongo que los primeros días son los peores, porque te tiemblan las piernas, no atinas a hacer nada que requiera un mínimo de concentración, pierdes la capacidad del habla (excepto para decir estupideces en el momento menos indicado; entonces sí que se ponen a trabajar las cuerdas vocales, aunque tu cerebro se desconecte), te vuelves tonta de remate y el poco sentido de la orientación que poseías se escapa como una ráfaga de aire en un espacio abierto y graaaande. Pero es que ¿cómo voy a ser capaz de todo eso? Vamos a ver, a estas alturas del curso todavía no sabes nada sobre nada (muy filosófico), y tampoco sabes si tienes ganas de descubrirlo. Los primeros días son aquellos en los que todavía no eres consciente de quién es malo y quién no, porque en las películas se nota a la legua, pero como aquí no hay nadie que ponga música tenebrosa como ambiente en cuanto alguien se te acerca, pues es más difícil. Así que te apegas a los que parecen un poco más dispuestos a hablar contigo, y rezas para que ninguno sea miembro de una secta, ni fan de Rebecca Black, ni testigo de Jehová. Aunque con la de variedad que hay en mi bachiller ¡tela marinera!


A los que estéis a punto de empezar en un sitio nuevo: ¡muchísima suerte! Ahora experimento en mis carnes lo que es hacer algo así, y por lo menos para mí no es nada agradable, así que espero que os vaya bien y os deseo lo mejor.
A los que empecéis curso donde siempre habéis estudiado: ¡Que os den! ¡Mucha suerte también!
En cualquier caso, si alguien necesita desahogarse o llorar como un alma en pena (o como una magdalena, aunque yo prefiero no usar este tipo de dulces palabras por si alguien no ha comido aún) podéis mandarme un email. Os aseguro que os escucharé sin aburrirme, y si me aburro, pues bueno, seguiré escuchando y os responderé porque al fin y al cabo soy yo la que se está ofreciendo a ayudar.

Leí hace unos días en algunos blogs posts sobre cómo iniciar bien el curso. Yo no voy a poner tips sobre eso porque, para seros sincera, no tengo ni repajolera idea de cómo comenzar con buen pie en un sitio nuevo, y no cagarla a la primera de cambio. Ayer fue mi primer día y hoy ya estoy haciendo novillos enferma y no he ido a clase, así que tal vez cuando llegue mañana ha habido una revolución en clase o alguien ha puesto verde a alguien y yo no habré estado ahí para verlo. Pero, oye, valor, que esto son cosas que hay que hacer sí o sí, aunque yo soy la primera que huiría con el rabo entre las patas.