Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

martes, 29 de diciembre de 2009

Asustada

Fui rápidamente a mis aposentos. ¿Cómo se me había ocurrido? Hablar con un humano… Lo curioso era que él ni siquiera se había asustado. Simplemente, me había preguntado quién era yo… Decididamente, Jesse era un ser bastante extraño. La reacción de una persona normal solía ser ojos desorbitados, mirada confundida, grito de terror… pero no palabras amables, ni trato como a un ser normal. Nunca, nunca en mi vida (sería más acertado decir en mi muerte) me había pasado aquello.
Di vueltas a la habitación, levitando, mientras pensaba en lo sucedido. Se me habría acelerado el corazón cuando oí un ruido no muy lejano, pero luego recordé que Jesse no sabía dónde estaba mi habitación, así que me calmé un poco.
Pero, ¿quién me había mandado a mí curiosear en la habitación de Jesse? ¿Por qué demonios no me había quedado en un sitio donde no pudiera verme? Claro que entonces, él no se habría percatado nunca de mi presencia, y yo no me habría percatado de su torso tan…
No, no, Rika, despierta, despierta, concéntrate. No estamos hablando del maravilloso… sino de mi estúpida reacción, aunque claro, si hay que elegir, Jesse y sus brazos… ¡Ya está bien! Se acabó, hay que concentrarse. No pienses en eso… A ver, estamos hablando de por qué diablos no me he marchado en cuanto me ha visto. ¿Qué me ha impulsado a hablar con él? Y… ¿por qué él ha respondido? Eso era lo más curioso… ¿Quién no tiene miedo de un fantasma?
No me di cuenta hasta más tarde que aquella era la pregunta adecuada…

domingo, 27 de diciembre de 2009

Encuentro

Los tres humanos ya habían llegado de Nueva Zelanda el día anterior. Era lunes, día treinta y uno. El ambiente estaba cargado para los fantasmas, ya que seguíamos sin ideas para hacer que se marcharan de nuevo. Tal vez no se iban hasta las vacaciones de navidad, o hasta el verano siguiente…
Me quité esos pensamientos de la cabeza y fui de nuevo a espiar a Jesse. Iba todos los días a espiarlo porque me fascinaba. No él, sino su forma de hacer las cosas, su forma de dibujar... Me gustaba cómo respiraba, algo que yo no podría hacer nunca más. Me gustaba cómo comía, y disfrutaba viéndolo, casi sintiendo nostalgia. Me recordaba tanto a mi vida pasada, que terminé por casi sentir una obsesión, y cada vez que no estaba a su lado, me ponía nerviosa. Pasaba muy poco tiempo con los fantasmas, sólo estaba con ellos un rato antes de dormirme, y era para comentar que no había noticias, porque nunca las había. Observaba todos los días, con infinito silencio y cuidado, cómo dibujaba Jesse. Dibujaba rostros, normalmente tristes, que luego escondía en una carpeta, en el fondo de un armario. Supuse, para que su madre no la encontrara. A veces también dibujaba paisajes extraños, tan hermosos que estremecían, pero con un matiz raro, como sabiendo que algo no encajaba, pero sin llegar a averiguar el qué. Dibujó una vez el castillo por fuera, aunque no se esmeró tanto como en los otros dibujos. Y llegó un día en el que se dibujó a sí mismo. Era un autorretrato fantástico, parecía él, por supuesto, pero… De pronto, un puño helado me golpeó el estómago. Había sido un golpe imaginario, quiero decir, que en realidad nada me golpeó, pero algo así sentí yo. Al observar el cuadro detenidamente, cuando Jesse, como todos los días, se fue desnudando por el pasillo para ir a ducharse, me di cuenta de que tenía un tremendo parecido con alguien, pero… ¿con quién? No acertaba a saberlo. Miré detrás de mí en un momento de pánico, pero Jesse todavía estaba en el baño, podía oír el agua correr. Estaba sola en su habitación. Volví a examinar de nuevo el autorretrato, sorprendida, extrañada, entusiasmada y ansiosa a la vez. Rasgos delicados, ojos brillantes, cabello claro…
La verdad cayó sobre mí con un peso enorme. Dimitri. Era… pero, no, era imposible, Dimitri estaba muerto… Además, Jesse no podía ser Dimitri. Jesse tenía una familia, una madre, una hermana, y vivía en el siglo veintiuno. Y no era un fantasma. No podría haber vivido tantos años sin ser un fantasma. Imposible.
Y, sin embargo, estaba segura de que era él, parecía tan real…
—¿Quién eres tú? —se oyó una voz detrás de mí. Yo me asusté, y me entró el pánico hasta tal punto que casi me eché a llorar. Con enervante lentitud, me di la vuelta, y ante mí contemplé a Jesse, todavía a medio vestir, con el pantalón del pijama puesto pero la camiseta en el regazo, dejando al aire su torso desnudo y bien formado. Me miraba con curiosidad, casi con enfado. Me pregunté por qué no se asustaba.
—¿No tienes miedo? —pregunté con voz suave, acercándome a él un poco. No retrocedió.
—¿Vas a hacerme daño? —inquirió él entonces.
—No —respondí, después de unos largos segundos—. ¿Tú me vas a hacer daño a mí?
Él, por toda respuesta, salvó en un segundo la distancia que nos separaba e “intentó” tocarme el brazo, pero, por supuesto, no lo consiguió. Me atravesó, y él, después de unos instantes, dejó la camiseta del pijama en la cama.
—No puedo hacerte daño —respondió, cruzándose de brazos—. Todavía no me has contestado —declaró, y esperó una respuesta.
—Me llamo Rika —dije simplemente—. Tú eres Jesse —afirmé. Eso lo sabía de sobra. Él frunció el ceño.
—¿Has estado espiándome? —preguntó, todavía con el ceño fruncido.
—Sí —respondí con sinceridad—. Me gusta verte dibujar.
—Ah —contestó él, incómodo, bajando los brazos y mirando hacia otro lado—. ¿Cuánto tiempo llevas espiándome? —preguntó entonces, volviendo a mirar mis ojos.
—Desde que llegaste —contesté.
—¿Cómo… cómo has llegado aquí?
—He estado aquí antes que tú —me defendí—. Llevo toda mi vida aquí.
—Querrás decir… tu muerte —dijo él, intentando hablar con un poco de tacto.
—Y mi vida también —contesté.
—Pero imagino que habrás pasado aquí más tu muerte que tu vida, ¿no es cierto? No creo que tengas muchos años más que yo.
—Tengo dieciséis en vida —respondí—. En muerte muchos más —le di la razón.
—Vale —contestó él, apartando un momento la mirada para ponerse la camiseta del pijama. En ese momento, me percaté de lo peligroso de la situación. Con el pánico de nuevo a flor de piel, balbuceé unas palabras entrecortadas.
—Tengo… tengo que irme —conseguí decir. Me di la vuelta, dispuesta a atravesar la pared, cuando se me ocurrió algo alarmante—. No le vas a contar a nadie que existo, ¿verdad? —pregunté con el miedo en la voz.
—¿Quién me creería? —inquirió él entonces. A mí me vino una respuesta a la mente, pero no dije nada. En silencio, desaparecí de allí.

viernes, 25 de diciembre de 2009

La posada

Entramos en la posada silenciosamente, intentando pasar desapercibidos. No fue complicado, ya que el local estaba a rebosar, y no precisamente en silencio. Se respiraba un ambiente cálido, agradable y con olor a deliciosa comida. A Dimitri y a mí nos rugieron las tripas por ese olor, del hambre que teníamos. No habíamos comido en varios días.
Me senté en una de las mesas vacías mientras Dimitri le pedía dos platos de comida a la que parecía la mujer del posadero. Cuando volvió me sonrió en silencio.
Poco después nos trajeron dos platos humeantes, llenos de caliente sopa, que en circunstancias normales me habría parecido agua sucia, pero que en esos momentos me supo a gloria. En un minuto mi plato ya estaba vacío, y cuando miré a Dimitri me di cuenta de que él ya había terminado, tal vez mucho antes que yo. Me sonrió, y después de comernos un trozo de pan que nos trajeron junto a la sopa, Dimitri fue a buscar al posadero para pedir alojamiento. Mientras me quedé junto a la entrada, esperándole. Un hombre me miró con curiosidad, buscando mis ojos azules debajo de la mata de pelo suelto que me tapaba media cara. Había más mujeres en la posada, aunque varios hombres se me quedaron mirando. Cuando por fin volvió Dimitri, evité las miradas de los otros hombres, que dejaron de observarme cuando Dimitri se fijó en ellos. Los dos juntos cruzamos el local y empezamos a subir por unas escaleras, ascendimos hasta el tercer piso. Dimitri sacó una llave de su oscura y rota capa, y abrió una de las múltiples puertas que había en el pasillo. Entramos en la habitación.
Era un cuarto la mitad de grande que mi habitación en el castillo de mi padre, o tal vez más pequeña todavía. Constaba de una ventana, de una sencilla cama, y de un pequeñísimo armario en el que guardamos nuestras bolsas con las pertenencias.
—¿Tienes sueño? —me preguntó Dimitri. Yo me eché en la cama, agotada, por fin tumbada en algo blando y medianamente cálido. Eso le sirvió de respuesta a Dimitri, que sonrió y vino a mi encuentro. Le dejé un poco de sitio, y me rodeó con los brazos. Yo me acurruqué contra él, agradecida, y cerré los ojos.
—Duerme bien, princesa —me susurró, y una muda sonrisa murió en mis labios, unos instantes antes de que me venciera el sueño.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Dibujando

...así que, sigilosamente, volé hasta el piso de arriba, a espiar a la hermana pequeña de la familia. Estaba en su cuarto, sentada en el suelo, apoyando la espalda contra la cama, mientras jugaba con dos muñecas. Las dos muñequitas parecían tener una vida apacible en la historia, y la niña, Elsa, les ponía voces a las dos, agudas, pero diferentes. Todo iba bien hasta que sacó un coche plateado de juguete de debajo de la cama, y aplastó a una de las muñecas con él. Elsa le puso la voz a la muñeca sana, en un tono escandalizado.
—¡Oh, Nancy, ¿estás bien?! —acto seguido, Elsa pareció decidir que la muñeca que no había sufrido daños era una superheroína, así que hizo que le diera una patada al coche, que salió volando (gracias a la mano izquierda de la niña, que entró en escena discretamente). Levantó con la mano derecha a la otra muñeca, y decidió que había que llevarla al hospital, por lo que la dejó en brazos de la muñequita sana y las puso a las dos encima de la cama, donde había una almohada tan pequeña como una mano, una mesita del mismo tamaño, y un trocito de papel higiénico que usó de manta.
Como la niña no hacía nada interesante tampoco, fui, sin hacer ruido, a las escaleras, y subí levitando un piso más, donde se alojaba el chico. En una semana conseguí aprenderme sus rutinas, las habitaciones que usaban, y sus horarios. El chico, Jesse, estaba sentado en la cama, apoyando la espalda en la cabecera. Tenía las piernas cruzadas, y un portátil negro descansaba sobre ellas. Estaba descalzo, ya que no hacía mucho frío; estábamos a finales de verano. Con evidente concentración y rapidez escribía en el teclado, aunque no sé cómo podía concentrarse con la horrenda música que estaba escuchando. Era un ritmo tan rápido que resultaría imposible bailarlo, con una letra en un idioma extraño, una voz terriblemente grave y sin el menor signo de entonación, y tantos instrumentos que no se podía distinguir ninguno. A pesar de todo, el chico escribía con rapidez, sin siquiera mirar el teclado, con la vista fija en la pantalla. De pronto, rompiendo su concentración, y la mía, un repentino pitido sonó proveniente de su portátil, así que él apartó las manos del teclado y controló el ratón unos segundos. Después, volvió a escribir. Acto seguido rozó el rectángulo táctil que movía el cursor en la pantalla, y tecleó de nuevo. Entonces, el portátil lanzó un gemido lastimero, y la única luz que iluminaba la cara del chico, la de la pantalla, se apagó. Cuando el portátil funcionaba hacía un ruido continuo y más fuerte de lo que nadie quería, pero en ese momento había dejado de hacerlo, y eso no era buena señal. Con cara de enfado, el chico tecleó algo, pero el portátil no respondió. Intentó mover el cursor, nada. Finalmente, le dio un fuerte golpe al lateral de la pantalla, haciendo sonar un crujido. Como no hubo más, el chico se levantó de la cama, furioso, y como vi que se acercaba peligrosamente a la puerta, cerca de donde me encontraba yo, ascendí volando hasta el techo y lo traspasé. Después me coloqué en horizontal y crucé el suelo (o el techo) tan sólo con el rostro, para ver desde arriba lo que hacía Jesse. Él recorrió el largo pasillo y se dispuso a bajar las escaleras mientras gritaba.
—¡Mamá! —chilló, casi fuera de sí. Como nadie le contestó, siguió bajando y gritó de nuevo—. ¡Mamá, el portátil ha vuelto a romperse! Llegó a la cocina donde se encontraba su madre. Yo los observaba desde una distancia prudencial; el techo.
—¿Se ha apagado otra vez? —preguntó la madre, apartando la vista de la olla que desprendía un olor a judías verdes.
—Sí, otra vez —respondió Jesse, enfadado.
—Te dije que había que instalar el antivirus —constató la madre, y volvió a la comida.
—¡¿Y cómo quieres que lo pague, si no tengo un céntimo?! —preguntó, fuera de sí—. Te pedí que me lo compraras, pero no me hiciste caso.
—¡No puedo comprar todo lo que me pides, Jesse! —dijo entonces la madre, mirando de nuevo a su hijo—. ¡Si lo hiciera, sería yo la que no tendría ni un céntimo!
—¿Y quién va a pagar la reparación? —preguntó Jesse, cruzándose de brazos.
—Desde luego, yo no. Mándale una carta a tu padre si quieres, que te compre otro portátil para tu cumpleaños.
—¡Pero mi cumpleaños fue hace tres meses!
—No es mi problema —contestó la madre, dándole vueltas con un cucharón a las judías.
—Ya —respondió Jesse, más calmado. Aunque echaba chispas por los ojos, y casi daba pena su tono de voz—. Nada de lo que me ocurre es tu problema. Ya lo sé, mamá.
Antes de que la madre pudiera replicar, Jesse salió de la cocina y subió de nuevo a su cuarto, mientras encendía la luz. Sacó entonces un bloc de dibujo de una mochila, unos lápices y una goma, y se sentó de nuevo en la cama. Comenzó a dibujar. Primero parecía tan sólo una especie de elipse y la parte superior de un corazón, pero unos minutos después, me di cuenta de que estaba haciendo la mitad de un rostro; la elipse era un ojo y la mitad del corazón, el labio superior. Perfiló una y otra vez lo que ya había dibujado, dándoles la forma y tamaño exactos, y después comenzó a hacer la nariz y el labio inferior. Lo había echo todo tan grande que no pudo ni dibujar el contorno del rostro en el papel, aunque seguramente era eso lo que él había pretendido. Sombreó todo el dibujo en las partes esenciales, y después firmó con otro lápiz diferente en una esquina del folio. Por detrás anotó la fecha de aquél día, y después dejó el dibujo sobre una mesa de madera, encima de una carpeta de color verde. Sin previo aviso, comenzó a quitarse la camiseta de manga corta roja que llevaba, y yo lo observé, estupefacta. Él salió de su habitación y comenzó a caminar hacia el baño más cercano mientras se quitaba los pantalones, fue entonces cuando comprendí que se iba a dar una ducha. Rápidamente desaparecí de allí y volví de nuevo al cuarto de Jesse. Me acerqué a la mesa donde había dejado el dibujo, quería examinarlo más de cerca.
Era el rostro de un chico. Todo estaba bien dibujado, y se distinguían perfectamente un ojo, su ceja correspondiente, la mitad de una nariz, y una parte de los labios. Con sombras había conseguido hacer ver le forma de la mejilla y el párpado, y parecía que una luz iluminara el rostro desde la izquierda. El ojo no lo había pintado casi con el lápiz, consiguiendo así que pareciera brillar. Me di cuenta después de que una lágrima brotaba de una de las comisuras de su ojo; el chico estaba llorando. Comprendí de golpe que probablemente no era la primera vez que le madre de Jesse le decía a su hijo cosas que él interpretaba como desprecio y rechazo, y supuse que la carpeta colocada encima de la mesa estaba llena de dibujos, probablemente tan hermosos y tristes como el que Jesse acababa de hacer.

martes, 22 de diciembre de 2009

Por fin...

—Tienes que tener en cuenta —me avisó Dimitri, mientras íbamos al paso con los caballos— que a partir de ahora tu vida no será la misma. Si quieres huir, no habrá castillos, ni grandes ropas, ni joyas, ni criados, ni siquiera un techo estable en el que dormir cada noche. Tu padre y el mío nos están buscando, tendremos que pasar desapercibidos. Dormiremos en las posadas que encontremos, o al aire libre. Tendremos que vestirnos muy modestamente… y no comeremos grandes manjares cada día.
—Lo sé —respondí, con una sonrisa lastimera—. Pero prefiero esa vida a tu lado que la que tenía antes, presa en una jaula imperial. Si volviera y me quedara en mi castillo, mi padre no me dejaría estar a tu lado. Estoy decidida.
—De acuerdo —sonrió el también, haciendo que su caballo se acercara al mío para tomarme la mano. Me la besó con delicadeza, y después seguimos avanzando.
Avanzando, hacia un destino indeterminado. No sabíamos qué íbamos a hacer, no sabíamos adónde íbamos, no sabíamos cómo íbamos a mantenernos (o por lo menos yo no lo sabía)… Yo tan sólo estaba segura de dos cosas.
La primera, era que iría donde Dimitri me dijera, porque yo le amaba, y él me amaba a mí, y nunca nos haríamos daño. Por aquella razón, y si él sabía dónde íbamos, le seguiría hasta la muerte.
La segunda, menos importante, era que me tendría que deshacer de mi largo vestido azulado. Le tenía mucho cariño porque me lo había regalado mi madre, así que intentaría guardarlo aunque no me lo pusiera. Pero si Dimitri decía que no, intentaría dejarlo en algún sitio en el que nadie lo pudiera encontrar, para volver a buscarlo si… ¿si qué? Eso era lo que íbamos a averiguar…

lunes, 21 de diciembre de 2009

Escapada... sin destino

Agaché la cabeza, intentando contener las lágrimas. Mi padre gritaba furioso, fuera de sí. Nadie diría que tenía unas cuerdas vocales tan resistentes.
—¡Cómo se te ocurre! —rugió—. ¡Con Dimitri! ¡Dimitri Sweetwords! ¿Por qué me has hecho esto?
—No sabía… —intenté explicarme, pero mi padre me interrumpió.
—¡Sweetwords, Rika! ¡SWEETWORDS! ¡El padre de Dimitri lleva años intentando arrasar nuestro reino, y ahora tú…!
—Papá, te aseguro que no era mi intención —declaré, levantándome.
—¿Ah, no?
—¡Claro que no! —grité yo entonces, enfadada—. ¿Crees que te haría daño a propósito? ¿Crees que soy tan cruel como para intentar hundirte? ¿Tu propia hija?
—¡Mi propia hija, por lo que veo, está confabulada con el enemigo!
—¡Yo no estoy confabulada con nadie! —chillé.
—¡Te has entregado a Dimitri, y por tanto le perteneces!
—¡A la única que pertenezco es a mí! ¡¿Me oyes, papá?! ¡A MÍ!
—¡Desde que murió tu madre, lo único que haces es fallarme, y eso no ayuda a las cosas! —soltó mi padre, y mis ojos se inundaron de lágrimas.
—¿Ah, sí? —dije, con voz débil de pronto—. Yo lo intento papá, ¿sabes? Es duro. También sé que a ti no te importan lo más mínimo mis sentimientos, pero tengo derecho a soñar, ¿no? ¿Y crees —seguí, antes de dejarle hablar— que tú no has cambiado? ¿Crees que no actúas de modo distinto? Pues no es así. No soy la única diferente desde la muerte de mamá. No soy yo la que te ha fallado —finalicé. Me di la vuelta, dándole la espalda a mi padre, y salí corriendo de la habitación.
—¡Rika! —intentó llamarme él, pero yo ya me había marchado. Corriendo, bajé todas las escaleras del castillo hasta que llegué al vestíbulo, y desde allí llegué al jardín. Crucé todos los terrenos que pertenecían al castillo de mi familia, y llegué al establo. Rápidamente, ensillé a mi caballo, Hurricane. Era un purasangre árabe, con el pelaje de color marrón brillante, claro cuando le daba la luz, y oscuro cuando anochecía. Tenía las crines y la cola de color negro azabache, y sus grandes ojos marrones destellaban brillos chocolateados cuando corría, ya que le encantaba correr. Rápidamente, me recogí el largo vestido azulado como pude, y me subí de un salto encima de Hurricane. Le di una patada no demasiado fuerte en el costado, lo justo para que se pusiera en marcha. Le di un poco más fuerte después, para que acelerara, y cuando fuimos al galope, dejé de ordenarle ir más deprisa. Comenzó a llover en el mismo momento en el que salimos del reino de mi padre, y yo suspiré, aliviada, aunque Hurricane y yo comenzamos a empaparnos sin remedio.

Así marchamos, sin saber hacia dónde íbamos, pero teniendo por seguro que no volveríamos pronto a nuestro lugar de origen. Pero, lo importante no es de dónde vienes, sino adónde vas.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Sonrisa helada

Aún no había amanecido, de forma que las farolas, colocadas a intervalos de diez metros, me guiaban en mi camino con su luz anaranjada. Tan sólo conseguía oír mi nerviosa respiración y el sonido producido por el choque de mis tacones contra el suelo de la calle Gliss Lend. Andaba. Sabía que debía correr, pero estaba tan exhausta como si hubiera corrido una maratón. Tenía calor, a pesar de que hacía varios grados bajo cero y tan sólo llevaba dos capas de ropa, una de ellas de manga corta. La desenfrenada carrera me había echo sudar, y sospechaba que tenía la cara colorada.
Me encontraba en medio de una ciudad, sola, con riesgo de morir de frío. Aunque era más probable que muriera a manos de un asesino psicópata. El que me perseguía, claro. Tenía mala suerte, pero esperaba que no tanta como para toparme con dos asesinos en la misma noche.
No había ni un alma por la calle. Serían alrededor de las cuatro de la madrugada, y en aquellas calles no había personas que tuvieran motivos para rondas a esas horas. El asesino lo tendría fácil. Nadie alertaría de mi… problema. Puesto que nadie conocido sabía que yo estaba allí. Y para los habitantes de aquella desconocida ciudad no era más que una niña perdida.
Pronto me encontré con un cruce de caminos. Pero no me lo pensé mucho. ¿No decían que la derecha daba buena suerte…? De forma que ignoré la calle de mi izquierda y continué andando. De súbito, oí aquellos pasos tan conocidos detrás de mí. Tal vez a tan sólo cincuenta metros. Tal vez veinte. No creía que tuviera un arma de fuego. Desde aquella distancia podría haberme disparado. Comencé a correr.
Fue unos segundos después cuando me percaté de que me había adentrado en un callejón sin salida. Maldije por lo bajo. De todas las direcciones posibles que había podido tomar, había escogido un callejón sin salida y sin iluminar, puesto que no había farolas. Perfecto. Si conseguía salir de ésa, nunca más volvería a hacer nada con mi mano derecha. Estaba desesperada. No podría hacer nada para impedir mi muerte. Giré la cabeza, todavía con esperanzas de volver sobre mis pasos y tomar otra calle en la que perderme. Pero esas ilusiones se desvanecieron en cuanto vi su oscura silueta. Me esperaba. Y aunque me encontraba a una distancia considerable, sabía que sonreía. Me quedé quieta, pero una sensación de valentía se apoderó de mí, y di un paso, segura y confiada en mí misma. No iba a morir sin luchar, al menos sin intentarlo. Aunque probablemente me asesinara antes de que pudiera mover un músculo.
Le observé, sin poder distinguir gran cosa desde aquella distancia. Pero, de pronto, ya no estaba allí. Me froté los ojos, desconcertada, aunque ya esperaba que sucediera algo así. No, a mí no me podía tocar un asesino normalito. Me tenía que tocar el que tiene superpoderes. Magnífico. Había sido una suerte.
De pronto, una suave voz me susurró en el oído.
—Volvemos a encontrarnos, Angélica —dijo la voz. Me estremecí ante aquello, pero no me atreví a girarme. Tenía miedo de lo que podía llegar a encontrar si lo hacía.
—¿Qué quieres? —pregunté quedamente, con la voz más firme que supe poner.
—Tantas y tantas cosas… —respondió él de manera filosófica.
En ese momento, me empujó hacia delante y yo caí de bruces contra el suelo. Me di la vuelta, al menos no me atacaría por la espalda. Le miré a la cara.
Era un rostro tan blanco como el mármol, pero daba la impresión de ser tan suave como el terciopelo. Un ojo oscuro, completamente negro, hacía pareja con otro exactamente lo contrario; gris claro, casi blanco. Aquello me desconcertó por un momento, pero decidí que tenía cosas más interesantes en las que pensar. Sus finos labios se curvaban en una muda sonrisa que no me dio buena espina. Tenía el cabello negro como la boca del lobo, y lo tenía tan largo como para permitirse llevarlo en una coleta. Era descomunalmente alto, o así me pareció, aunque hay que tener en cuenta que yo llevaba más de cuarenta y ocho horas sin dormir, estaba cansada de correr, y, por descontado, que me encontraba echada en el suelo. Al caer me había rozado las palmas de las manos, de las que salía un poco de sangre.
No sabía si echarme a llorar, suplicar que me dejara ir a casa, hacerle frente o dejar que me matara así como así. Elegí la tercera opción. A pesar de no tener ningún arma en mis manos, ni un simple palo con el que golpearle, me levanté pesadamente y le miré a los desiguales ojos.
—Estás mirando la cara de la muerte —susurró burlonamente.
—La muerte es muy fea —respondí, borrando esa sonrisa de su rostro. Desde pequeña yo había contestado de manera similar al que se había burlado de mí. Un asesino no iba a ser menos. Y teniendo en cuenta que me iba a matar…
—Dulces sueños —replicó, sacando de un bolsillo interior de su gabardina una navaja bien afilada, que brillaba a la luz de las lejanas farolas. Lo último que hice antes de recibir su cuchillada fue murmurar unas palabras.
—Sólo un cobarde mataría a una niña indefensa y desarmada el día de navidad…
Luego sólo sentí frío.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

El vuelo de los faiats

Abrí los brazos en cruz, ansiosa, y cuando sentí que ella enroscaba con fuerza sus garras en mis antebrazos, me dejé llevar. Nos elevamos, como tantas otras veces. Y, sin embargo, siempre había algo diferente en cada viaje, ninguno era como el anterior. Nunca habíamos ido dos veces al mismo lugar, nunca habíamos recorrido el mismo camino. Pero yo sentía que aquel recorrido era distinto, diferente, algo sucedería pronto, algo que no sabía si era bueno o malo.
Dejamos atrás la cueva y descendimos en picado hasta casi estamparnos contra el suelo, pero el águila se detuvo en el último momento, no con brusquedad, sino suavemente, como un movimiento que estaba acostumbrada a hacer. Planeó un poco entonces, pero pronto fue descendiendo unos centímetros, hasta que sentí cómo las puntas de mis pies descalzos se sumergían en las aguas claras del río. Sonreí, contenta, pensando en la suerte que tenía de estar allí. Fuimos avanzando, cogiendo velocidad a medida que recorríamos el río, y pronto éste se ensanchó y se convirtió en cascada. El águila me dejó caer, pero yo, confiada, me dejé llevar por el viento. Y caí, a la vez lentamente y con una velocidad sobrecogedora, dándome una sensación gratificante. Debajo de mí estaba el gran lago en el que desembocaba la cascada, pero el águila no me iba a dejar caer.
En efecto, cuando yo había bajado unos metros más, el águila pasó por debajo de mí y me recogió, dejando que yo montara entre sus emplumadas alas. Observé entonces el frente. Ante mí se expandía un territorio que conocía muy bien, en el que nada era imposible y todo se podía conseguir. Miré a los faiats, las criaturas similares a pájaros gigantes, pero siempre de color rojo, con rayas, manchas o motas de algún otro color brillante y alegre. Volaban por separado, y alguno emitía un gemido ensordecedor y terrible, pero tan hermoso que no mucha gente era capaz de soportarlo. Al menos, no gente normal.
Aunque todo dependía de lo que entendieras por “normal”.
De todas las maneras, yo no era “normal”. Vieras como me vieras.
El águila me dejó caer por segunda vez, y yo, preparada, salté elegantemente. Antes de llegar al suelo, mis brazos dieron lugar a dos alas brillantes, doradas como el sol, y hermosas como el atardecer. Él águila se colocó junto a mí.
Y eché a volar.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Fallen

Sentí cómo el mundo se me caía encima. Me derrumbé, casi literalmente, y caí al suelo de rodillas. Mi corazón se detuvo, mi respiración paró, y vi a cámara lenta cómo él caía por el precipicio con una expresión de sorpresa.
Primero quise llorar, pero las lágrimas se empeñaban en permanecer en mis ojos y nublarme la vista.
Después, quise gritar, pero mis cuerdas vocales no respondían, yo no era capaz de emitir ningún sonido.
Luego quise moverme, pero mis músculos no hacían caso. Era incapaz de hacer nada. Ni siquiera era capaz de pensar con claridad.
Mi mente se bloqueó, y una sensación escalofriante me recorrió por todo el cuerpo. Sentía que nada iba a ser lo mismo desde entonces, yo no sería capaz de afrontar aquello, no sin él. No sería capaz de seguir con mi vida, no si él no estaba en ella. Y como no fuera capaz de volver a respirar, y de que mi corazón latiera de nuevo...
Noté que me mareaba, y entonces mis piernas se movieron, tambaleantes, haciendo que perdiera el equilibrio y avanzara con pasos entrecortados hacia delante. Vi por un momento su rostro, pero tan sólo era una ilusión. Después, vi la situación real. El gran océano azul de aguas oscuras se extendía delante de mí, con un brillo plateado por la luz de la luna. Cuando caí, ni siquiera mi instinto hizo que intentara agarrarme a algo, ni siquiera probé a aguantar de pie, ni tan sólo quise salvarme de alguna manera. No sabía qué iba a pasar, no sabía adónde iba a parar, pero estaba segura de que iba a morir.
Oí una voz a lo lejos gritando mi nombre, no supe identificar cuál, al igual que no supe distinguir si era real o imaginaria, como la imagen que antes había aparecido en mi cabeza. Lo último que vi fue una extraña silueta oscura que salía levemente del agua, dejando ver una superficie plana y gigantesca flotando en el océano. Cerré los ojos, dispuesta a irme a otro lugar, siempre y cuando estuviera él, y me dejé llevar.
Caí por el precipicio.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Aquellos bailes bajo la luna

Me incliné hacia la barandilla, temiendo lo que iba a presenciar. Al menos veinte parejas estaban bailando… y, sí, entre ellas estaba él. Él, poniéndole una mano en la cintura a ella, dándole la otra mano, bailando un vals con ella… Las lágrimas acudieron a mis ojos, así que me di la vuelta, herida, notando la mirada de él en la nuca… aún así, salí al gran balcón y apoyé los codos en la balaustrada, observando la gran luna llena que decoraba el cielo y me iluminaba. Comencé a llorar silenciosamente, dejando que las lágrimas cayeran por mi rostro y mi cuello, dejando un rastro brillante a su paso. Me estremecí, no sé si porque comenzaba a hacer frío y mi vestido era bastante escotado y me dejaba la espalda desnuda; o porque oí unos pasos detrás de mí. Me enjuagué las lágrimas lentamente, no quería que las viera nadie. Noté su respiración silenciosa a unos metros de mí, se había detenido y me observaba. Él sabía que yo sabía que estaba ahí, pero nadie dijo nada, permanecimos en silencio. Y en todo el rato que duró, no paré de observar la luna. —Sabes que tenía que hacerlo —dijo él entonces, con voz suave. Nunca, nunca me había hablado tan cariñosamente. Nunca. —Lo sé —contesté con voz débil. Le eché un último vistazo a la brillante luna y me di la vuelta hacia él, observándolo. Llevaba un traje negro como su cabello, pero una rosa roja asomaba por el bolsillo de la chaqueta. Él me examinó a mí, observando detenidamente mi vestido. Me quedé quieta, no hice nada. Esperé a que dijera algo más. Pero él, en vez de hacer eso, se acercó a mí, al principio con pasos vacilantes, después más firmes, hasta que se colocó enfrente de mí, a escasos centímetros de mi cuerpo. Él, lentamente, me colocó una de sus manos en la cintura. Después, con la sobrante, buscó mi mano derecha y las entrelazó. Nos quedamos así quietos durante unos segundos. Tras los cuales, dio un paso hacia atrás, arrastrándome consigo. Luego, dio un paso hacia delante, obligándome a retroceder uno a mí. Y así seguimos, dando un paso hacia delante, y otro hacia atrás. Después, poco a poco, fuimos girando, llegando ya a bailar correctamente. Oíamos levemente la música desde dentro del edificio, pero nos dejamos llevar por el ambiente y no por la canción. En todo momento le miré a los ojos, y en todo momento miró él a los míos. —¿Qué ha pasado con… ella? —pregunté. Él contestó con voz neutra. —No lo sé. Y ahí se acabó la conversación, pero ni muchísimo menos el baile. Así estuvimos un largo rato, bailando un vals bajo la luz de la luna llena…

martes, 8 de diciembre de 2009

Peter Pan

Lentamente, abrí los ojos. Une leve luz iluminaba mi habitación, pero me extrañó su poca intensidad, ya que normalmente podía distinguir los detalles de casi todos los objetos de mi cuarto, y en ese momento apenas podía discernir las siluetas. Extrañada, miré a la ventana, y se me paró el corazón cuando vi el motivo de la poca iluminación. Una figura alta, delgada y oscura recortaba la luz lunar, poniendo los brazos en jarras. Silenciosa y cautamente, me incorporé, buscando en mi mente una explicación para aquello. Me aparté el cabello del rostro y me lo sujeté detrás de la oreja, inquieta.
—¿Quién eres? —pregunté.
—Me conoces —respondió únicamente, y a pesar de que sólo veía su silueta oscura supe que sonreía. Yo fruncí el ceño y, quitándome las sábanas de encima, bajé de la cama y me puse de pie en las frías baldosas. Me alisé el camisón un par de veces, hasta asegurarme de que estaba todo en su sitio, y me acerqué a la figura. Cuando estuve a un metro de ella, ésta saltó y de la ventana y aterrizó justo delante de mí, quedándose a unos pocos centímetros de mi posición. Pude distinguir que se trataba de un chico, y un chico muy apuesto, a decir verdad. Tenía los cabellos rubios, cortos y rizados, y los ojos de un azul impactante, con un brillo especial que me encandiló desde el primer momento. Tenía una sonrisa pintada en el rostro amable, y al apartar la mirada de su cara me di cuenta de que tan sólo vestía unos pantalones rotos de color verde, y unas hojas adornaban su vestimenta. Alcé de nuevo los ojos, vacilante, y sonreí tímidamente al toparme con su mirada azulada y brillante. No nos movimos, no hicimos ni dijimos nada. Sólo sé que me quedé nadando en sus ojos azules, como si de aguas claras se tratasen. Y, al cabo de un rato, él apartó la mirada y miró hacia abajo. Al hacerlo yo también, me di cuenta de que me había tendido la mano, extendiéndola hacia mí.
—Ven conmigo —susurró, y yo le miré de nuevo a los ojos, que me observaban, brillantes. Después, moví mi mano izquierda, y rocé las yemas de los dedos con las suyas. Alzamos las manos lentamente, hasta que quedaron a la altura de nuestros ojos, pero sin interponerlas entre nuestros rostros. Entrelazamos los dedos, y entonces él se alejó un poco de mí, avanzando hacia la ventana, pero tirando de mi mano con firmeza y suavidad al mismo tiempo. Yo le seguí, y los dos nos subimos al alféizar de la ventana. Estaba helado, aún más que las frías baldosas del interior de mi cuarto. Aun así, no me aparté, por nada del mundo soltaría su mano. Él volvió su mirada hacia mí, sonrió una vez más, arrancándome una sonrisa a mí también, y saltó, llevándome consigo. No grité, no cerré los ojos, tan sólo experimenté la sensación nueva que nunca antes había sentido.
Y de la mano, volamos.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Encuentro

Caminaba silenciosamente por la calle donde vivía. Descendía, ya que mi casa se encontraba casi arriba del todo. No hacía viento, no se oía nada, el pueblo parecía fantasma. Aún no había amanecido, pero la calle estaba iluminada por farolas que se distribuían regularmente por el borde de la acera. La verdad es que pensaba en el examen que tendría lugar a primera hora de aquél día, el primer examen del curso. De matemáticas. No se me daba mal la asignatura y tenía una media de notable, pero no era mi favorita. Yo siempre había sido más de letras.
Otra verdad era que no había estudiado lo suficiente. Por lo general confiaba en mi instinto para resolver las preguntas. Difícilmente podía estudiar durante más de media hora seguida. Lo curioso del tema es que me salía bien. Mantenía mis buenas notas desde siempre, desde que tengo uso de la memoria.
No hacía calor, pero a pesar de todo sólo llevaba una fina chaqueta de chándal encima de una camiseta de manga corta. Y tenía calor. Andaba con paso normal, ni demasiado elegante, ni esbelto, pero tampoco desgarbado, y creo, tampoco torpe. Me encontraba en la acera derecha de la calle, tan cerca de las paredes de las casas que casi las rozaba con el brazo. Estaba sumida en mis pensamientos, cuando, de pronto, algo se interpuso en mi camino bruscamente. Del golpe contra eso y de la sorpresa trastabillé hacia atrás, buscando un punto de apoyo para no caerme. La casa de mi derecha tenía una barandilla tan baja que me llegaba un poco más debajo de la cintura, e intenté agarrarme a ella. Era piedra y bastante firme, pero sólo conseguí hacerme un arañazo en la palma de la mano antes de acabar sentada en el suelo. El libro que sostenía en mis manos (La puerta oscura, El viajero) se cayó al suelo y se abrió por una página al azar.
—¡Uoh! ¡Lo siento! ¿Estás bien? —me preguntó una voz.
Había chocado con un chico de mi edad, más o menos (o eso parecía); con el pelo rubio y los ojos grises. Tenía las facciones afiladas y era extremadamente blanco de piel, parecía de porcelana. Parecía ser unos quince centímetros más alto que yo, aunque, desde mi posición, tampoco podía asegurarlo. No era extremadamente musculoso, pero tampoco era un palillo. Delgado, eso sí, con movimientos ágiles, un poco bruscos, tal vez. Aquel chico vestía un chándal de color azul oscuro, con algunas franjas blancas. Unas deportivas gastadas asomaban debajo de su pantalón.
El chico recogió el libro del suelo y me tendió una mano. Yo se la cogí tras pensarlo un segundo y él me ayudó a levantarme. Sí, realmente parecía pasarme unos quince centímetros. Le examiné con detenimiento el rostro. Era guapo. Sin más. Al momento me sentí extremadamente estúpida. Y fea también.
—¿Estás bien? —me repitió.
—Sí, gracias. No te he visto venir.
—Es obvio, dado que has acabado sentada en el suelo —sonrió.
—Qué chispa… —comenté, sonriendo también y comenzando a andar. Me di cuenta de que él también cargaba una mochila a la espalda.
—… de mayor, mechero —me completó el chiste. Yo me eché a reír.
—Dios mío, ya he empezado a soltar tonterías.
Él ni lo afirmó ni lo desmintió. Seguimos andando. Repentinamente, se presentó.
—Me llamo Daniel. ¿Y tú?
—Angélica —contesté con una mueca. No me gustaba mi nombre.
—A mí tampoco me gusta el mío. De pequeño me hacían rimas tontas con “miel”.
—A mí me decían que iba en pañales y con un arco por ahí, molestando a todo el mundo —me encogí de hombros—. Pero eso ya hace mucho tiempo.
—Qué se le va a hacer.
—¿Vives aquí? —pregunté. No le había visto en mi vida. Y un chico tan guapo no habría pasado desapercibido en mi instituto.
—Sí, nos mudamos ayer —contestó—. ¿Tú eres de aquí? ¿Desde siempre?
—Bueno, yo llegué aquí con mis padres cuando tenía un año.
—¿No sois de aquí?
—Mi padre sí. Mi madre no. Pero antes vivíamos en otra casa.
—Ah.
Realmente le estaba contando mi vida privada a un tío que acababa de conocer. Y no creía que iba a pasar mucho tiempo con él. Yo tenía la habilidad de hacer (no sé cómo) que la gente así se alejara de mí. Si hubiera descubierto el problema, tal vez habría podido ponerle remedio.
Llegamos al final de la calle. Ante nosotros se encontraba un cruce de cinco caminos distintos. Por el de la derecha se iba a una granja. Por otro, al instituto, pasando por un parque. Por el camino contiguo, también se llegaba al instituto. Por el de la izquierda se iba hacia las piscinas y un parque, y por el restante, al centro del pueblo. Yo tomaba cada mañana el camino que conducía al instituto pasando por el parque.
—Vienes al instituto, ¿no? —pregunté.
—Sí. Tú también, ¿no?
—Sí. ¿Sabes por dónde se va?
—Mis padres me han dado unas vagas indicaciones.
—Anda, ven. Que yo no me voy a perder.
Anduvimos durante unos minutos. Comenzó a amanecer poco a poco, apagaron las farolas de las calles. Llegamos a otro cruce tras pasar el parque. Esta vez sólo había dos direcciones. Tomamos la de la izquierda. Cruzamos la calle, y me detuve delante de una gran casa de color gris. Había un muro de placas de color cobre alrededor de ella, y una puerta de cristal por la que se accedía al interior del terreno.
—Aquí vive una amiga mía —expliqué, haciendo que se detuviera Daniel—. La paso a buscar todos los días para ir al instituto.
—Ah, vale —se encogió de hombros.
Yo llamé al timbre que había a mi derecha, y sonó un pitido. Unos segundos después, una de las puertas de cristal comenzó a moverse, dejando ver, unos metros más allá, otras dos puertas más grandes, enorme, contiguas, de un metal de color cobre, con una barra vertical de hierro plateado que se encontraba en el lado interior de cada una. Esperé allí delante, no muy lejos de Daniel. Entonces, la puerta de hierro se abrió y por ella apareció mi amiga Valeria. Valeria era una chica muy alta, muy delgada, muy guapa, y muy simpática. Se había ganado mi confianza desde muy pequeña, y yo me había ganado la suya. Tenía el cabello castaño, liso aunque, a veces, ligeramente ondulado, y los ojos verdes azules. Voz suave cuando hablaba con desconocidos, y firme cuando hablaba con nosotras.
—Hola —saludó, observándome, mientras cerraba la puerta de su casa.
—Hola —le contesté yo.
Entonces se percató de mi acompañante.
—Hola —musitó ella con voz débil.
—Hola —contestó Daniel con despreocupación.
—Valeria —comencé a presentar yo—; éste es Daniel. Daniel, ésta es Valeria. ¿Vamos?
La situación se tornó algo incómoda, así que yo, cómo no, comencé a hablar. La mayor parte del tiempo que duró nuestro recorrido, del examen de matemáticas. Valeria contestaba, aunque no con soltura. Al final, Daniel, que no había dicho nada, se metió en la conversación, y Valeria y yo acabamos enseñándole los nombres y motes de los profesores, sus costumbres, manías, la forma de hacer los exámenes, las clases, y el genio. Le instruimos también sobre los compañeros de clase, las bromas que hacían cada día y demás.
—Y algo muy importante —añadí yo—. ¿Eres de los que estudian o no?
—Estudio, y apruebo, aunque no sobradamente. ¿Por qué?
—Si quieres caerles bien a los profes para evitar broncas, etc., mírales siempre a los ojos y haz como que les escuchas. Es una forma de hacerles la pelota. Ofrécete siempre que puedas para resolver un ejercicio, etc.
—Y pide que te deje leer la teoría de cada día —añadió Valeria.
—Aún no he llegado y ya me desborda la información —dijo Daniel, preocupado.
—Bah, tú tranquilo, te acostumbrarás enseguida —le quité importancia al asunto.
Los tres llegamos a la puerta del instituto. Se trataba de un edificio de tres plantas, aunque desde nuestra posición tan sólo se veía la primera, ya que las otras dos eran prácticamente subterráneas, porque el instituto se encontraba a un lado de un pequeño monte. El instituto era de ladrillos amarillos, con grandes ventanas y cristaleras y puertas de metal gris. El recreo era el doble de grande que la extensión de una planta del instituto, y estaba rodeado por una valla con alambres encrucijados. A veces me daba la sensación de que nos metíamos de lleno en una cárcel, cada mañana.
Casi todos los alumnos habían entrado ya; los que quedaban eran, la mayoría, de cuarto y tercero de la ESO, que se quedaban fuera unos minutos más para aprovechar para fumar un poco. Valeria, Daniel y yo entramos al recinto escolar, y segundos después entramos en el instituto. Tan sólo vimos a la secretaria revoloteando por allí, en busca de un café. Yo ya me dirigía a las escaleras para descender hasta nuestro piso y llegar a clase, pero luego me asaltó una duda. Tal vez Daniel no fuera a mi clase. Con una seña, les indiqué a Valeria y a Daniel que me siguieran. Nos dirigimos hacia la secretaria.
—Perdona, este chico es nuevo y… —comencé.
—Ah, sí. ¿Cómo te llamas? —preguntó la secretaria. Era una mujer de unos cincuenta años, con la cara llena de pecas y el cabello anaranjado teñido, corto, peinado con la raya en medio.
—Daniel Amandia —respondió.
—Bien, espera un momento.
La secretaria fue a una habitación cerca de allí, la secretaría. La seguimos, aunque nos quedamos en el umbral de la puerta, y la observamos mientras rebuscaba en unos papeles. Por fin, alzó ante sus ojos un folio de color rosa pálido y lo examinó durante unos segundos.
—Daniel, vas a la clase 2º B.
—Muchas gracias —dije, y nos fuimos.
Bajamos hasta el piso menos uno, y de allí llegamos al menos dos. Nuestra clase estaba a mitad del pasillo, a la derecha. Cruzamos la puerta abierta, y me di cuenta de que allí ya estaban Dayana y María, dos compañeras de clase. Las dos eran bajitas, muy amigas, y sacaban buenas notas. Se sentaban en primera fila, justo delante de la mesa del profesor, en asientos contiguos la una de la otra. Mascullaron un tímido “Hola” porque estaba Daniel, si no, ni nos habrían dirigido la palabra. Aún así, yo les contesté, y lo mismo hicieron Valeria y Daniel. Me senté en mi sitio, a la izquierda de Valeria, pero Daniel se quedó de pie, sin saber muy bien dónde sentarse.
—Ahí no se sienta nadie —le dije, indicándole con una mano la mesa que estaba a mi izquierda.
—Gracias —respondió, y tras dejar la mochila en el suelo, se sentó donde yo le había indicado.
Valeria enseguida entabló conversación con Sonia, que llegó en ese momento, y yo empecé a hablar con Daniel.
—¿Dónde está tu prima? —oí que le preguntaba Valeria a Sonia.
—Está enferma —respondió ésta.
En ese momento llegaron la mayoría de los chicos y chicas, y detrás, la profesora de plástica. Se sentó en una silla, detrás de la mesa del profesor, y abrió el libro azul. Todos se sentaron en sus asientos, y yo corté la conversación con Daniel. Casi demasiado bruscamente.
—Ya podéis seguir haciendo las láminas, que vamos con mucho retraso —dijo la profesora sin rodeos, encendiendo su ordenador portátil y tecleando sin parar. Nosotros sacamos de nuestras carpetas una de las láminas que la profesora nos había entregado hacía unos días, aunque Daniel, apurado, levantó la mano.
—¿Quién eres tú? —preguntó la profesora de pronto, observando a Daniel.
—Daniel Amandia —respondió Daniel—. He llegado hoy, no tengo las láminas.
—Ven aquí —respondió la profesora, y Daniel se levantó y fue hasta ella.