Olía a galletas y en la cocina
quedaba apenas espacio para moverse. Había regalos desenvueltos, envoltorios
destrozados y papel de regalo de mil colores desperdigado aquí y allá. De fondo
sonaba Patti Smith y se oían carcajadas de niños y la voz de un adulto. Un
hombre.
A Sylvia se le cayó una gota de
agua con sal en la masa cruda del bizcocho, así que espolvoreó un poco más de
azúcar para disimular el sabor. Estaría bueno de todos modos. La receta era de
su madre, y nunca fallaba.
El horno se manifestó con un
sonoro pitido y una mano rápida lo hizo callar. Al instante una nube de calor
se extendió por la cocina y el olor de las galletas inundó toda la casa. Sylvia
se enfundó los guantes acolchados y dejó la bandeja ardiente sobre la encimera,
a la espera de que se enfriara su contenido. Mientras tatareaba This Is The Girl
examinó sus pequeñas obras de arte. Eran
todas perfectas.
Excepto una.
Su base era ocre claro igual que
el color del trigo en verano. Tenía forma perfectamente redonda, como si
alguien hubiera trazado su silueta con un compás, y estaba hinchada a causa de
la levadura. Pero las pepitas de chocolate habían quedado enterradas en el
interior, y sobre la superficie sólo quedaba una, situada en el centro como la
aureola oscura que corona un pecho.
Era una suerte de burla cósmica,
un chiste del destino que se le hincó a Sylvia en las costillas y le quitó la
canción de la boca.
Tuvo que apartar esa galleta de
su vista. Cuanto antes. Abrió la boca, la metió dentro y apretó con fuerza los
dientes para aplastarla sin demora. Masticó hasta tragarla; tenía buen sabor,
pero el chocolate le había dejado un regusto a dolor, a miedo, como las migajas
que se alojaron entre sus dientes. Llenó un vaso de agua para quitarse esa sensación
de encima y rompió a llorar.
Oía a sus hijos y a su marido reír
en el salón, cómplices de alguna broma privada. Jugaban ajenos a ella y no sabían
que el universo se le estaba echando encima.
Era tan, tan difícil.
Tan difícil no llorar en la cama
por las noches, no llorar al bañar a la pequeña, no llorar en la calle al ir a
comprar, no llorar en el colegio cuando iba a buscar a los niños, no llorar en
la consulta del médico cuando ese hombre de bata blanca se empeñaba en darle
malas noticias, una y otra vez.
Fue tan difícil no llorar cuando
el primer mechón de pelo se le quedó enganchado entre los dedos al ponerse una
horquilla. Y tan difícil tener el valor de seguir peinándose cada mañana frente
al espejo.
Qué difícil, qué difícil era
luchar en silencio.
Lo siento.
2 comentarios:
Que duras las enfermedades... que dura se hace la ignorancia de los felices, sin preocupaciones.
Muy cierto, Cristina.
(Muchas gracias por leer.)
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