Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

lunes, 11 de agosto de 2014

La princesa

Llovía, y entre el repiqueteo de la lluvia sonaron unos nudillos suaves sobre la puerta. Abrimos y en el dintel apareció una mujer menuda, de cabello cano y con ropa abrigada, que movía las manos nerviosamente y que me recordó a una ardilla nerviosa.
—¿Vais a quedaros ahí toda la noche o me dejáis entrar?
Se abrió paso entre nuestros cuerpos, visiblemente más corpulentos que el suyo, y cruzó el pasillo en dirección a la cocina.
—Hola, abuela.
El olor del té envolvió el piso entero de tan pequeño que era. Ocupamos los sillones de la sala de estar porque la anciana, a pesar de ser fuerte, no parecía tener ganas de quedarse de pie. Rodeados de réplicas de Leonid Afremov y Alfons Mucha disolvimos el azúcar y la sacarina en las tazas llenas y humeantes, a la espera de que alguien hablara. Cuatro cucharillas moviéndose al compás y las lenguas quietas, húmedas.
—Cantaba tan dulce que se me pusieron los pelos de punta. La primera vez que oí a tu madre, digo. No me extraña que tu padre cayera rendido a sus pies.
Alguien dio un sorbo al té y la taza tintineó al colocarla de nuevo sobre el plato. La anciana había cerrado los ojos.
—Parecía una criatura sobrenatural. A veces daba la impresión de que las palabras le salían sin mover los labios, y sólo veías una sonrisa congelada, una boca oscura…
La narración titiló y se apagó. La anciana se quedó sin energía y la butaca la engulló, haciendo que disminuyera aún más su estatura. Cuando terminó la tardía hora del té nos levantamos todos al unísono y cautos como gatos callejeros.
—Vamos abuela, te acompaño a tu habitación. No puedes volver a casa ahora.
—Haré lo que me pase por allí —pareció recobrarse un instante.
La sujetaron de la cintura y los hombros para que no perdiera pie y los vi salir de la sala.
—Estás guapa, abuela —dije. Y no compartíamos sangre. Y se habían alejado demasiados metros como para que oyese mi susurro. Y estábamos todos demasiado agotados para aguzar las orejas.
Pero respondió:
—Ya lo sé.

Parecía una princesa blanca vestida de luto. 

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