Llovía,
y entre el repiqueteo de la lluvia sonaron unos nudillos suaves sobre la
puerta. Abrimos y en el dintel apareció una mujer menuda, de cabello cano y con
ropa abrigada, que movía las manos nerviosamente y que me recordó a una ardilla
nerviosa.
—¿Vais
a quedaros ahí toda la noche o me dejáis entrar?
Se
abrió paso entre nuestros cuerpos, visiblemente más corpulentos que el suyo, y
cruzó el pasillo en dirección a la cocina.
—Hola,
abuela.
El
olor del té envolvió el piso entero de tan pequeño que era. Ocupamos los
sillones de la sala de estar porque la anciana, a pesar de ser fuerte, no parecía
tener ganas de quedarse de pie. Rodeados de réplicas de Leonid Afremov y Alfons
Mucha disolvimos el azúcar y la sacarina en las tazas llenas y humeantes, a la
espera de que alguien hablara. Cuatro cucharillas moviéndose al compás y las
lenguas quietas, húmedas.
—Cantaba
tan dulce que se me pusieron los pelos de punta. La primera vez que oí a tu
madre, digo. No me extraña que tu padre cayera rendido a sus pies.
Alguien
dio un sorbo al té y la taza tintineó al colocarla de nuevo sobre el plato. La
anciana había cerrado los ojos.
—Parecía
una criatura sobrenatural. A veces daba la impresión de que las palabras le salían
sin mover los labios, y sólo veías una sonrisa congelada, una boca oscura…
La
narración titiló y se apagó. La anciana se quedó sin energía y la butaca la
engulló, haciendo que disminuyera aún más su estatura. Cuando terminó la tardía
hora del té nos levantamos todos al unísono y cautos como gatos callejeros.
—Vamos
abuela, te acompaño a tu habitación. No puedes volver a casa ahora.
—Haré
lo que me pase por allí —pareció recobrarse un instante.
La
sujetaron de la cintura y los hombros para que no perdiera pie y los vi salir
de la sala.
—Estás
guapa, abuela —dije. Y no compartíamos sangre. Y se habían alejado demasiados
metros como para que oyese mi susurro. Y estábamos todos demasiado agotados
para aguzar las orejas.
Pero
respondió:
—Ya
lo sé.
Parecía
una princesa blanca vestida de luto.
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