Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Dibujando

...así que, sigilosamente, volé hasta el piso de arriba, a espiar a la hermana pequeña de la familia. Estaba en su cuarto, sentada en el suelo, apoyando la espalda contra la cama, mientras jugaba con dos muñecas. Las dos muñequitas parecían tener una vida apacible en la historia, y la niña, Elsa, les ponía voces a las dos, agudas, pero diferentes. Todo iba bien hasta que sacó un coche plateado de juguete de debajo de la cama, y aplastó a una de las muñecas con él. Elsa le puso la voz a la muñeca sana, en un tono escandalizado.
—¡Oh, Nancy, ¿estás bien?! —acto seguido, Elsa pareció decidir que la muñeca que no había sufrido daños era una superheroína, así que hizo que le diera una patada al coche, que salió volando (gracias a la mano izquierda de la niña, que entró en escena discretamente). Levantó con la mano derecha a la otra muñeca, y decidió que había que llevarla al hospital, por lo que la dejó en brazos de la muñequita sana y las puso a las dos encima de la cama, donde había una almohada tan pequeña como una mano, una mesita del mismo tamaño, y un trocito de papel higiénico que usó de manta.
Como la niña no hacía nada interesante tampoco, fui, sin hacer ruido, a las escaleras, y subí levitando un piso más, donde se alojaba el chico. En una semana conseguí aprenderme sus rutinas, las habitaciones que usaban, y sus horarios. El chico, Jesse, estaba sentado en la cama, apoyando la espalda en la cabecera. Tenía las piernas cruzadas, y un portátil negro descansaba sobre ellas. Estaba descalzo, ya que no hacía mucho frío; estábamos a finales de verano. Con evidente concentración y rapidez escribía en el teclado, aunque no sé cómo podía concentrarse con la horrenda música que estaba escuchando. Era un ritmo tan rápido que resultaría imposible bailarlo, con una letra en un idioma extraño, una voz terriblemente grave y sin el menor signo de entonación, y tantos instrumentos que no se podía distinguir ninguno. A pesar de todo, el chico escribía con rapidez, sin siquiera mirar el teclado, con la vista fija en la pantalla. De pronto, rompiendo su concentración, y la mía, un repentino pitido sonó proveniente de su portátil, así que él apartó las manos del teclado y controló el ratón unos segundos. Después, volvió a escribir. Acto seguido rozó el rectángulo táctil que movía el cursor en la pantalla, y tecleó de nuevo. Entonces, el portátil lanzó un gemido lastimero, y la única luz que iluminaba la cara del chico, la de la pantalla, se apagó. Cuando el portátil funcionaba hacía un ruido continuo y más fuerte de lo que nadie quería, pero en ese momento había dejado de hacerlo, y eso no era buena señal. Con cara de enfado, el chico tecleó algo, pero el portátil no respondió. Intentó mover el cursor, nada. Finalmente, le dio un fuerte golpe al lateral de la pantalla, haciendo sonar un crujido. Como no hubo más, el chico se levantó de la cama, furioso, y como vi que se acercaba peligrosamente a la puerta, cerca de donde me encontraba yo, ascendí volando hasta el techo y lo traspasé. Después me coloqué en horizontal y crucé el suelo (o el techo) tan sólo con el rostro, para ver desde arriba lo que hacía Jesse. Él recorrió el largo pasillo y se dispuso a bajar las escaleras mientras gritaba.
—¡Mamá! —chilló, casi fuera de sí. Como nadie le contestó, siguió bajando y gritó de nuevo—. ¡Mamá, el portátil ha vuelto a romperse! Llegó a la cocina donde se encontraba su madre. Yo los observaba desde una distancia prudencial; el techo.
—¿Se ha apagado otra vez? —preguntó la madre, apartando la vista de la olla que desprendía un olor a judías verdes.
—Sí, otra vez —respondió Jesse, enfadado.
—Te dije que había que instalar el antivirus —constató la madre, y volvió a la comida.
—¡¿Y cómo quieres que lo pague, si no tengo un céntimo?! —preguntó, fuera de sí—. Te pedí que me lo compraras, pero no me hiciste caso.
—¡No puedo comprar todo lo que me pides, Jesse! —dijo entonces la madre, mirando de nuevo a su hijo—. ¡Si lo hiciera, sería yo la que no tendría ni un céntimo!
—¿Y quién va a pagar la reparación? —preguntó Jesse, cruzándose de brazos.
—Desde luego, yo no. Mándale una carta a tu padre si quieres, que te compre otro portátil para tu cumpleaños.
—¡Pero mi cumpleaños fue hace tres meses!
—No es mi problema —contestó la madre, dándole vueltas con un cucharón a las judías.
—Ya —respondió Jesse, más calmado. Aunque echaba chispas por los ojos, y casi daba pena su tono de voz—. Nada de lo que me ocurre es tu problema. Ya lo sé, mamá.
Antes de que la madre pudiera replicar, Jesse salió de la cocina y subió de nuevo a su cuarto, mientras encendía la luz. Sacó entonces un bloc de dibujo de una mochila, unos lápices y una goma, y se sentó de nuevo en la cama. Comenzó a dibujar. Primero parecía tan sólo una especie de elipse y la parte superior de un corazón, pero unos minutos después, me di cuenta de que estaba haciendo la mitad de un rostro; la elipse era un ojo y la mitad del corazón, el labio superior. Perfiló una y otra vez lo que ya había dibujado, dándoles la forma y tamaño exactos, y después comenzó a hacer la nariz y el labio inferior. Lo había echo todo tan grande que no pudo ni dibujar el contorno del rostro en el papel, aunque seguramente era eso lo que él había pretendido. Sombreó todo el dibujo en las partes esenciales, y después firmó con otro lápiz diferente en una esquina del folio. Por detrás anotó la fecha de aquél día, y después dejó el dibujo sobre una mesa de madera, encima de una carpeta de color verde. Sin previo aviso, comenzó a quitarse la camiseta de manga corta roja que llevaba, y yo lo observé, estupefacta. Él salió de su habitación y comenzó a caminar hacia el baño más cercano mientras se quitaba los pantalones, fue entonces cuando comprendí que se iba a dar una ducha. Rápidamente desaparecí de allí y volví de nuevo al cuarto de Jesse. Me acerqué a la mesa donde había dejado el dibujo, quería examinarlo más de cerca.
Era el rostro de un chico. Todo estaba bien dibujado, y se distinguían perfectamente un ojo, su ceja correspondiente, la mitad de una nariz, y una parte de los labios. Con sombras había conseguido hacer ver le forma de la mejilla y el párpado, y parecía que una luz iluminara el rostro desde la izquierda. El ojo no lo había pintado casi con el lápiz, consiguiendo así que pareciera brillar. Me di cuenta después de que una lágrima brotaba de una de las comisuras de su ojo; el chico estaba llorando. Comprendí de golpe que probablemente no era la primera vez que le madre de Jesse le decía a su hijo cosas que él interpretaba como desprecio y rechazo, y supuse que la carpeta colocada encima de la mesa estaba llena de dibujos, probablemente tan hermosos y tristes como el que Jesse acababa de hacer.

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