Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

domingo, 27 de diciembre de 2009

Encuentro

Los tres humanos ya habían llegado de Nueva Zelanda el día anterior. Era lunes, día treinta y uno. El ambiente estaba cargado para los fantasmas, ya que seguíamos sin ideas para hacer que se marcharan de nuevo. Tal vez no se iban hasta las vacaciones de navidad, o hasta el verano siguiente…
Me quité esos pensamientos de la cabeza y fui de nuevo a espiar a Jesse. Iba todos los días a espiarlo porque me fascinaba. No él, sino su forma de hacer las cosas, su forma de dibujar... Me gustaba cómo respiraba, algo que yo no podría hacer nunca más. Me gustaba cómo comía, y disfrutaba viéndolo, casi sintiendo nostalgia. Me recordaba tanto a mi vida pasada, que terminé por casi sentir una obsesión, y cada vez que no estaba a su lado, me ponía nerviosa. Pasaba muy poco tiempo con los fantasmas, sólo estaba con ellos un rato antes de dormirme, y era para comentar que no había noticias, porque nunca las había. Observaba todos los días, con infinito silencio y cuidado, cómo dibujaba Jesse. Dibujaba rostros, normalmente tristes, que luego escondía en una carpeta, en el fondo de un armario. Supuse, para que su madre no la encontrara. A veces también dibujaba paisajes extraños, tan hermosos que estremecían, pero con un matiz raro, como sabiendo que algo no encajaba, pero sin llegar a averiguar el qué. Dibujó una vez el castillo por fuera, aunque no se esmeró tanto como en los otros dibujos. Y llegó un día en el que se dibujó a sí mismo. Era un autorretrato fantástico, parecía él, por supuesto, pero… De pronto, un puño helado me golpeó el estómago. Había sido un golpe imaginario, quiero decir, que en realidad nada me golpeó, pero algo así sentí yo. Al observar el cuadro detenidamente, cuando Jesse, como todos los días, se fue desnudando por el pasillo para ir a ducharse, me di cuenta de que tenía un tremendo parecido con alguien, pero… ¿con quién? No acertaba a saberlo. Miré detrás de mí en un momento de pánico, pero Jesse todavía estaba en el baño, podía oír el agua correr. Estaba sola en su habitación. Volví a examinar de nuevo el autorretrato, sorprendida, extrañada, entusiasmada y ansiosa a la vez. Rasgos delicados, ojos brillantes, cabello claro…
La verdad cayó sobre mí con un peso enorme. Dimitri. Era… pero, no, era imposible, Dimitri estaba muerto… Además, Jesse no podía ser Dimitri. Jesse tenía una familia, una madre, una hermana, y vivía en el siglo veintiuno. Y no era un fantasma. No podría haber vivido tantos años sin ser un fantasma. Imposible.
Y, sin embargo, estaba segura de que era él, parecía tan real…
—¿Quién eres tú? —se oyó una voz detrás de mí. Yo me asusté, y me entró el pánico hasta tal punto que casi me eché a llorar. Con enervante lentitud, me di la vuelta, y ante mí contemplé a Jesse, todavía a medio vestir, con el pantalón del pijama puesto pero la camiseta en el regazo, dejando al aire su torso desnudo y bien formado. Me miraba con curiosidad, casi con enfado. Me pregunté por qué no se asustaba.
—¿No tienes miedo? —pregunté con voz suave, acercándome a él un poco. No retrocedió.
—¿Vas a hacerme daño? —inquirió él entonces.
—No —respondí, después de unos largos segundos—. ¿Tú me vas a hacer daño a mí?
Él, por toda respuesta, salvó en un segundo la distancia que nos separaba e “intentó” tocarme el brazo, pero, por supuesto, no lo consiguió. Me atravesó, y él, después de unos instantes, dejó la camiseta del pijama en la cama.
—No puedo hacerte daño —respondió, cruzándose de brazos—. Todavía no me has contestado —declaró, y esperó una respuesta.
—Me llamo Rika —dije simplemente—. Tú eres Jesse —afirmé. Eso lo sabía de sobra. Él frunció el ceño.
—¿Has estado espiándome? —preguntó, todavía con el ceño fruncido.
—Sí —respondí con sinceridad—. Me gusta verte dibujar.
—Ah —contestó él, incómodo, bajando los brazos y mirando hacia otro lado—. ¿Cuánto tiempo llevas espiándome? —preguntó entonces, volviendo a mirar mis ojos.
—Desde que llegaste —contesté.
—¿Cómo… cómo has llegado aquí?
—He estado aquí antes que tú —me defendí—. Llevo toda mi vida aquí.
—Querrás decir… tu muerte —dijo él, intentando hablar con un poco de tacto.
—Y mi vida también —contesté.
—Pero imagino que habrás pasado aquí más tu muerte que tu vida, ¿no es cierto? No creo que tengas muchos años más que yo.
—Tengo dieciséis en vida —respondí—. En muerte muchos más —le di la razón.
—Vale —contestó él, apartando un momento la mirada para ponerse la camiseta del pijama. En ese momento, me percaté de lo peligroso de la situación. Con el pánico de nuevo a flor de piel, balbuceé unas palabras entrecortadas.
—Tengo… tengo que irme —conseguí decir. Me di la vuelta, dispuesta a atravesar la pared, cuando se me ocurrió algo alarmante—. No le vas a contar a nadie que existo, ¿verdad? —pregunté con el miedo en la voz.
—¿Quién me creería? —inquirió él entonces. A mí me vino una respuesta a la mente, pero no dije nada. En silencio, desaparecí de allí.

No hay comentarios: