Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Sonrisa helada

Aún no había amanecido, de forma que las farolas, colocadas a intervalos de diez metros, me guiaban en mi camino con su luz anaranjada. Tan sólo conseguía oír mi nerviosa respiración y el sonido producido por el choque de mis tacones contra el suelo de la calle Gliss Lend. Andaba. Sabía que debía correr, pero estaba tan exhausta como si hubiera corrido una maratón. Tenía calor, a pesar de que hacía varios grados bajo cero y tan sólo llevaba dos capas de ropa, una de ellas de manga corta. La desenfrenada carrera me había echo sudar, y sospechaba que tenía la cara colorada.
Me encontraba en medio de una ciudad, sola, con riesgo de morir de frío. Aunque era más probable que muriera a manos de un asesino psicópata. El que me perseguía, claro. Tenía mala suerte, pero esperaba que no tanta como para toparme con dos asesinos en la misma noche.
No había ni un alma por la calle. Serían alrededor de las cuatro de la madrugada, y en aquellas calles no había personas que tuvieran motivos para rondas a esas horas. El asesino lo tendría fácil. Nadie alertaría de mi… problema. Puesto que nadie conocido sabía que yo estaba allí. Y para los habitantes de aquella desconocida ciudad no era más que una niña perdida.
Pronto me encontré con un cruce de caminos. Pero no me lo pensé mucho. ¿No decían que la derecha daba buena suerte…? De forma que ignoré la calle de mi izquierda y continué andando. De súbito, oí aquellos pasos tan conocidos detrás de mí. Tal vez a tan sólo cincuenta metros. Tal vez veinte. No creía que tuviera un arma de fuego. Desde aquella distancia podría haberme disparado. Comencé a correr.
Fue unos segundos después cuando me percaté de que me había adentrado en un callejón sin salida. Maldije por lo bajo. De todas las direcciones posibles que había podido tomar, había escogido un callejón sin salida y sin iluminar, puesto que no había farolas. Perfecto. Si conseguía salir de ésa, nunca más volvería a hacer nada con mi mano derecha. Estaba desesperada. No podría hacer nada para impedir mi muerte. Giré la cabeza, todavía con esperanzas de volver sobre mis pasos y tomar otra calle en la que perderme. Pero esas ilusiones se desvanecieron en cuanto vi su oscura silueta. Me esperaba. Y aunque me encontraba a una distancia considerable, sabía que sonreía. Me quedé quieta, pero una sensación de valentía se apoderó de mí, y di un paso, segura y confiada en mí misma. No iba a morir sin luchar, al menos sin intentarlo. Aunque probablemente me asesinara antes de que pudiera mover un músculo.
Le observé, sin poder distinguir gran cosa desde aquella distancia. Pero, de pronto, ya no estaba allí. Me froté los ojos, desconcertada, aunque ya esperaba que sucediera algo así. No, a mí no me podía tocar un asesino normalito. Me tenía que tocar el que tiene superpoderes. Magnífico. Había sido una suerte.
De pronto, una suave voz me susurró en el oído.
—Volvemos a encontrarnos, Angélica —dijo la voz. Me estremecí ante aquello, pero no me atreví a girarme. Tenía miedo de lo que podía llegar a encontrar si lo hacía.
—¿Qué quieres? —pregunté quedamente, con la voz más firme que supe poner.
—Tantas y tantas cosas… —respondió él de manera filosófica.
En ese momento, me empujó hacia delante y yo caí de bruces contra el suelo. Me di la vuelta, al menos no me atacaría por la espalda. Le miré a la cara.
Era un rostro tan blanco como el mármol, pero daba la impresión de ser tan suave como el terciopelo. Un ojo oscuro, completamente negro, hacía pareja con otro exactamente lo contrario; gris claro, casi blanco. Aquello me desconcertó por un momento, pero decidí que tenía cosas más interesantes en las que pensar. Sus finos labios se curvaban en una muda sonrisa que no me dio buena espina. Tenía el cabello negro como la boca del lobo, y lo tenía tan largo como para permitirse llevarlo en una coleta. Era descomunalmente alto, o así me pareció, aunque hay que tener en cuenta que yo llevaba más de cuarenta y ocho horas sin dormir, estaba cansada de correr, y, por descontado, que me encontraba echada en el suelo. Al caer me había rozado las palmas de las manos, de las que salía un poco de sangre.
No sabía si echarme a llorar, suplicar que me dejara ir a casa, hacerle frente o dejar que me matara así como así. Elegí la tercera opción. A pesar de no tener ningún arma en mis manos, ni un simple palo con el que golpearle, me levanté pesadamente y le miré a los desiguales ojos.
—Estás mirando la cara de la muerte —susurró burlonamente.
—La muerte es muy fea —respondí, borrando esa sonrisa de su rostro. Desde pequeña yo había contestado de manera similar al que se había burlado de mí. Un asesino no iba a ser menos. Y teniendo en cuenta que me iba a matar…
—Dulces sueños —replicó, sacando de un bolsillo interior de su gabardina una navaja bien afilada, que brillaba a la luz de las lejanas farolas. Lo último que hice antes de recibir su cuchillada fue murmurar unas palabras.
—Sólo un cobarde mataría a una niña indefensa y desarmada el día de navidad…
Luego sólo sentí frío.

1 comentario:

Anónimo dijo...

wapisima k sta genial sigue scribiendo!!!