Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

viernes, 25 de diciembre de 2009

La posada

Entramos en la posada silenciosamente, intentando pasar desapercibidos. No fue complicado, ya que el local estaba a rebosar, y no precisamente en silencio. Se respiraba un ambiente cálido, agradable y con olor a deliciosa comida. A Dimitri y a mí nos rugieron las tripas por ese olor, del hambre que teníamos. No habíamos comido en varios días.
Me senté en una de las mesas vacías mientras Dimitri le pedía dos platos de comida a la que parecía la mujer del posadero. Cuando volvió me sonrió en silencio.
Poco después nos trajeron dos platos humeantes, llenos de caliente sopa, que en circunstancias normales me habría parecido agua sucia, pero que en esos momentos me supo a gloria. En un minuto mi plato ya estaba vacío, y cuando miré a Dimitri me di cuenta de que él ya había terminado, tal vez mucho antes que yo. Me sonrió, y después de comernos un trozo de pan que nos trajeron junto a la sopa, Dimitri fue a buscar al posadero para pedir alojamiento. Mientras me quedé junto a la entrada, esperándole. Un hombre me miró con curiosidad, buscando mis ojos azules debajo de la mata de pelo suelto que me tapaba media cara. Había más mujeres en la posada, aunque varios hombres se me quedaron mirando. Cuando por fin volvió Dimitri, evité las miradas de los otros hombres, que dejaron de observarme cuando Dimitri se fijó en ellos. Los dos juntos cruzamos el local y empezamos a subir por unas escaleras, ascendimos hasta el tercer piso. Dimitri sacó una llave de su oscura y rota capa, y abrió una de las múltiples puertas que había en el pasillo. Entramos en la habitación.
Era un cuarto la mitad de grande que mi habitación en el castillo de mi padre, o tal vez más pequeña todavía. Constaba de una ventana, de una sencilla cama, y de un pequeñísimo armario en el que guardamos nuestras bolsas con las pertenencias.
—¿Tienes sueño? —me preguntó Dimitri. Yo me eché en la cama, agotada, por fin tumbada en algo blando y medianamente cálido. Eso le sirvió de respuesta a Dimitri, que sonrió y vino a mi encuentro. Le dejé un poco de sitio, y me rodeó con los brazos. Yo me acurruqué contra él, agradecida, y cerré los ojos.
—Duerme bien, princesa —me susurró, y una muda sonrisa murió en mis labios, unos instantes antes de que me venciera el sueño.

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