Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Encuentro

Caminaba silenciosamente por la calle donde vivía. Descendía, ya que mi casa se encontraba casi arriba del todo. No hacía viento, no se oía nada, el pueblo parecía fantasma. Aún no había amanecido, pero la calle estaba iluminada por farolas que se distribuían regularmente por el borde de la acera. La verdad es que pensaba en el examen que tendría lugar a primera hora de aquél día, el primer examen del curso. De matemáticas. No se me daba mal la asignatura y tenía una media de notable, pero no era mi favorita. Yo siempre había sido más de letras.
Otra verdad era que no había estudiado lo suficiente. Por lo general confiaba en mi instinto para resolver las preguntas. Difícilmente podía estudiar durante más de media hora seguida. Lo curioso del tema es que me salía bien. Mantenía mis buenas notas desde siempre, desde que tengo uso de la memoria.
No hacía calor, pero a pesar de todo sólo llevaba una fina chaqueta de chándal encima de una camiseta de manga corta. Y tenía calor. Andaba con paso normal, ni demasiado elegante, ni esbelto, pero tampoco desgarbado, y creo, tampoco torpe. Me encontraba en la acera derecha de la calle, tan cerca de las paredes de las casas que casi las rozaba con el brazo. Estaba sumida en mis pensamientos, cuando, de pronto, algo se interpuso en mi camino bruscamente. Del golpe contra eso y de la sorpresa trastabillé hacia atrás, buscando un punto de apoyo para no caerme. La casa de mi derecha tenía una barandilla tan baja que me llegaba un poco más debajo de la cintura, e intenté agarrarme a ella. Era piedra y bastante firme, pero sólo conseguí hacerme un arañazo en la palma de la mano antes de acabar sentada en el suelo. El libro que sostenía en mis manos (La puerta oscura, El viajero) se cayó al suelo y se abrió por una página al azar.
—¡Uoh! ¡Lo siento! ¿Estás bien? —me preguntó una voz.
Había chocado con un chico de mi edad, más o menos (o eso parecía); con el pelo rubio y los ojos grises. Tenía las facciones afiladas y era extremadamente blanco de piel, parecía de porcelana. Parecía ser unos quince centímetros más alto que yo, aunque, desde mi posición, tampoco podía asegurarlo. No era extremadamente musculoso, pero tampoco era un palillo. Delgado, eso sí, con movimientos ágiles, un poco bruscos, tal vez. Aquel chico vestía un chándal de color azul oscuro, con algunas franjas blancas. Unas deportivas gastadas asomaban debajo de su pantalón.
El chico recogió el libro del suelo y me tendió una mano. Yo se la cogí tras pensarlo un segundo y él me ayudó a levantarme. Sí, realmente parecía pasarme unos quince centímetros. Le examiné con detenimiento el rostro. Era guapo. Sin más. Al momento me sentí extremadamente estúpida. Y fea también.
—¿Estás bien? —me repitió.
—Sí, gracias. No te he visto venir.
—Es obvio, dado que has acabado sentada en el suelo —sonrió.
—Qué chispa… —comenté, sonriendo también y comenzando a andar. Me di cuenta de que él también cargaba una mochila a la espalda.
—… de mayor, mechero —me completó el chiste. Yo me eché a reír.
—Dios mío, ya he empezado a soltar tonterías.
Él ni lo afirmó ni lo desmintió. Seguimos andando. Repentinamente, se presentó.
—Me llamo Daniel. ¿Y tú?
—Angélica —contesté con una mueca. No me gustaba mi nombre.
—A mí tampoco me gusta el mío. De pequeño me hacían rimas tontas con “miel”.
—A mí me decían que iba en pañales y con un arco por ahí, molestando a todo el mundo —me encogí de hombros—. Pero eso ya hace mucho tiempo.
—Qué se le va a hacer.
—¿Vives aquí? —pregunté. No le había visto en mi vida. Y un chico tan guapo no habría pasado desapercibido en mi instituto.
—Sí, nos mudamos ayer —contestó—. ¿Tú eres de aquí? ¿Desde siempre?
—Bueno, yo llegué aquí con mis padres cuando tenía un año.
—¿No sois de aquí?
—Mi padre sí. Mi madre no. Pero antes vivíamos en otra casa.
—Ah.
Realmente le estaba contando mi vida privada a un tío que acababa de conocer. Y no creía que iba a pasar mucho tiempo con él. Yo tenía la habilidad de hacer (no sé cómo) que la gente así se alejara de mí. Si hubiera descubierto el problema, tal vez habría podido ponerle remedio.
Llegamos al final de la calle. Ante nosotros se encontraba un cruce de cinco caminos distintos. Por el de la derecha se iba a una granja. Por otro, al instituto, pasando por un parque. Por el camino contiguo, también se llegaba al instituto. Por el de la izquierda se iba hacia las piscinas y un parque, y por el restante, al centro del pueblo. Yo tomaba cada mañana el camino que conducía al instituto pasando por el parque.
—Vienes al instituto, ¿no? —pregunté.
—Sí. Tú también, ¿no?
—Sí. ¿Sabes por dónde se va?
—Mis padres me han dado unas vagas indicaciones.
—Anda, ven. Que yo no me voy a perder.
Anduvimos durante unos minutos. Comenzó a amanecer poco a poco, apagaron las farolas de las calles. Llegamos a otro cruce tras pasar el parque. Esta vez sólo había dos direcciones. Tomamos la de la izquierda. Cruzamos la calle, y me detuve delante de una gran casa de color gris. Había un muro de placas de color cobre alrededor de ella, y una puerta de cristal por la que se accedía al interior del terreno.
—Aquí vive una amiga mía —expliqué, haciendo que se detuviera Daniel—. La paso a buscar todos los días para ir al instituto.
—Ah, vale —se encogió de hombros.
Yo llamé al timbre que había a mi derecha, y sonó un pitido. Unos segundos después, una de las puertas de cristal comenzó a moverse, dejando ver, unos metros más allá, otras dos puertas más grandes, enorme, contiguas, de un metal de color cobre, con una barra vertical de hierro plateado que se encontraba en el lado interior de cada una. Esperé allí delante, no muy lejos de Daniel. Entonces, la puerta de hierro se abrió y por ella apareció mi amiga Valeria. Valeria era una chica muy alta, muy delgada, muy guapa, y muy simpática. Se había ganado mi confianza desde muy pequeña, y yo me había ganado la suya. Tenía el cabello castaño, liso aunque, a veces, ligeramente ondulado, y los ojos verdes azules. Voz suave cuando hablaba con desconocidos, y firme cuando hablaba con nosotras.
—Hola —saludó, observándome, mientras cerraba la puerta de su casa.
—Hola —le contesté yo.
Entonces se percató de mi acompañante.
—Hola —musitó ella con voz débil.
—Hola —contestó Daniel con despreocupación.
—Valeria —comencé a presentar yo—; éste es Daniel. Daniel, ésta es Valeria. ¿Vamos?
La situación se tornó algo incómoda, así que yo, cómo no, comencé a hablar. La mayor parte del tiempo que duró nuestro recorrido, del examen de matemáticas. Valeria contestaba, aunque no con soltura. Al final, Daniel, que no había dicho nada, se metió en la conversación, y Valeria y yo acabamos enseñándole los nombres y motes de los profesores, sus costumbres, manías, la forma de hacer los exámenes, las clases, y el genio. Le instruimos también sobre los compañeros de clase, las bromas que hacían cada día y demás.
—Y algo muy importante —añadí yo—. ¿Eres de los que estudian o no?
—Estudio, y apruebo, aunque no sobradamente. ¿Por qué?
—Si quieres caerles bien a los profes para evitar broncas, etc., mírales siempre a los ojos y haz como que les escuchas. Es una forma de hacerles la pelota. Ofrécete siempre que puedas para resolver un ejercicio, etc.
—Y pide que te deje leer la teoría de cada día —añadió Valeria.
—Aún no he llegado y ya me desborda la información —dijo Daniel, preocupado.
—Bah, tú tranquilo, te acostumbrarás enseguida —le quité importancia al asunto.
Los tres llegamos a la puerta del instituto. Se trataba de un edificio de tres plantas, aunque desde nuestra posición tan sólo se veía la primera, ya que las otras dos eran prácticamente subterráneas, porque el instituto se encontraba a un lado de un pequeño monte. El instituto era de ladrillos amarillos, con grandes ventanas y cristaleras y puertas de metal gris. El recreo era el doble de grande que la extensión de una planta del instituto, y estaba rodeado por una valla con alambres encrucijados. A veces me daba la sensación de que nos metíamos de lleno en una cárcel, cada mañana.
Casi todos los alumnos habían entrado ya; los que quedaban eran, la mayoría, de cuarto y tercero de la ESO, que se quedaban fuera unos minutos más para aprovechar para fumar un poco. Valeria, Daniel y yo entramos al recinto escolar, y segundos después entramos en el instituto. Tan sólo vimos a la secretaria revoloteando por allí, en busca de un café. Yo ya me dirigía a las escaleras para descender hasta nuestro piso y llegar a clase, pero luego me asaltó una duda. Tal vez Daniel no fuera a mi clase. Con una seña, les indiqué a Valeria y a Daniel que me siguieran. Nos dirigimos hacia la secretaria.
—Perdona, este chico es nuevo y… —comencé.
—Ah, sí. ¿Cómo te llamas? —preguntó la secretaria. Era una mujer de unos cincuenta años, con la cara llena de pecas y el cabello anaranjado teñido, corto, peinado con la raya en medio.
—Daniel Amandia —respondió.
—Bien, espera un momento.
La secretaria fue a una habitación cerca de allí, la secretaría. La seguimos, aunque nos quedamos en el umbral de la puerta, y la observamos mientras rebuscaba en unos papeles. Por fin, alzó ante sus ojos un folio de color rosa pálido y lo examinó durante unos segundos.
—Daniel, vas a la clase 2º B.
—Muchas gracias —dije, y nos fuimos.
Bajamos hasta el piso menos uno, y de allí llegamos al menos dos. Nuestra clase estaba a mitad del pasillo, a la derecha. Cruzamos la puerta abierta, y me di cuenta de que allí ya estaban Dayana y María, dos compañeras de clase. Las dos eran bajitas, muy amigas, y sacaban buenas notas. Se sentaban en primera fila, justo delante de la mesa del profesor, en asientos contiguos la una de la otra. Mascullaron un tímido “Hola” porque estaba Daniel, si no, ni nos habrían dirigido la palabra. Aún así, yo les contesté, y lo mismo hicieron Valeria y Daniel. Me senté en mi sitio, a la izquierda de Valeria, pero Daniel se quedó de pie, sin saber muy bien dónde sentarse.
—Ahí no se sienta nadie —le dije, indicándole con una mano la mesa que estaba a mi izquierda.
—Gracias —respondió, y tras dejar la mochila en el suelo, se sentó donde yo le había indicado.
Valeria enseguida entabló conversación con Sonia, que llegó en ese momento, y yo empecé a hablar con Daniel.
—¿Dónde está tu prima? —oí que le preguntaba Valeria a Sonia.
—Está enferma —respondió ésta.
En ese momento llegaron la mayoría de los chicos y chicas, y detrás, la profesora de plástica. Se sentó en una silla, detrás de la mesa del profesor, y abrió el libro azul. Todos se sentaron en sus asientos, y yo corté la conversación con Daniel. Casi demasiado bruscamente.
—Ya podéis seguir haciendo las láminas, que vamos con mucho retraso —dijo la profesora sin rodeos, encendiendo su ordenador portátil y tecleando sin parar. Nosotros sacamos de nuestras carpetas una de las láminas que la profesora nos había entregado hacía unos días, aunque Daniel, apurado, levantó la mano.
—¿Quién eres tú? —preguntó la profesora de pronto, observando a Daniel.
—Daniel Amandia —respondió Daniel—. He llegado hoy, no tengo las láminas.
—Ven aquí —respondió la profesora, y Daniel se levantó y fue hasta ella.

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