Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

lunes, 18 de noviembre de 2013

El tren.

Las botellas de la mesa de café tintinearon cuando pasó el tren. Durante unos seguidos traqueteó toda la casa, como si la recorriera un escalofrío de arriba abajo. La planta de la estantería junto a la ventana tembló un poco y se quedó inmóvil pasados unos minutos. Después de la visita relámpago de la locomotora y sus vagones la habitación quedó en silencio. Amanecía, y el sol se coló entre las rendijas de la persiana y el humo del cigarrillo a medio apagar. Las últimas lágrimas de whisky cometían suicidio contra el parquet, una a una, en una extraña procesión húmeda.
Unos ojos oscuros escuchaban una respiración ajena. La espalda encorvada por el cansancio sobre la silla de madera, las ojeras bajo las pestañas claras y la piel pálida. Y la mirada fija en el corazón que latía en el sofá, con el invierno aplastándole las costillas. El frío en la piel.
Se agitó en sueños y gritó, inquieta, revolviendo las mantas. Los ojos oscuros y su cuerpo largo y delgado se levantaron de la silla como un resorte para avanzar, para proteger, pero se detuvieron antes de dar un paso. Los gritos duraron unos segundos más; después se transformaron en una cascada de sollozos.
Despertó de pronto y abrió los ojos claros. Enfocó la vista mirando a su alrededor y por un segundo fue en dirección a… no, se llevó los dedos al rostro y se quitó las lágrimas de encima con abatimiento. El frío invernal le pesaba en la espalda y se levantó por inercia.
Ojos Oscuros estaba aún allí, de pie, observando lo inevitable. Se fijó en sus rodillas huesudas y el jersey blanco irlandés, y el pelo castaño en torrentes sobre los hombros. Algo se le encogió muy, muy dentro, y quiso llorar y reír al mismo tiempo.
Ojos Claros sorteó la mesa de café y cruzó la habitación. Les separaban menos de diez centímetros y se detuvo de repente. Cerró los ojos. A Ojos Oscuros se le habría parado el corazón si hubiese tenido, y la miró buscando una señal. Caterina. Caterina. Caterina.
Pero algo maulló y Ojos Claros volvió a ver. Ojos Oscuros no necesitó bajar la mirada para saber que el gatito que había traído a casa de Caterina unos días antes acababa de enredarse en sus piernas desnudas. Entonces el aliento la abandonó de golpe y hubo negro contra azul porque Ojos Claros dio un paso más y atravesó a Ojos Oscuros de lleno.
Caterina, quiso llamarla. Caterina.
Caterina salió de la habitación y cruzó el pasillo, perdiéndose de vista. El gatito la siguió con sus pasos pequeñitos y las orejas negras bien erguidas.
Ojos Oscuros se llevó las manos al pecho, a las caderas, a los lugares por los que ella había pasado y, sin embargo, ni siquiera había rozado.
Y llegó el día.

Y se rompió en mil pedazos.