El olor a fruta dulce y pan recién hecho envolvía
toda la casa. Sonaba un romance que nunca nadie supo cantar excepto mamá, con
aquella voz que parecía la de una nereida. Quiéreme,
amor, porque las olas se acercan y mi corazón no aguantará sin ti, decía la
canción. Oía los pájaros a través de la ventana.
Erias entró corriendo a la sala de estar y se echó
a mis brazos.
—Backè —dijo mientras me miraba a los ojos. Le
brillaban como guijarros celestes—, te quiero mucho. Te quedarás conmigo, ¿a
que sí?
Todavía llevaba el uniforme. Los pantalones anchos
y oscuros, llenos de bolsillos, las botas de suela gruesa. Y una camisa ligera
de algodón que me dejaba a la vista los brazos llenos de heridas y cicatrices.
Todavía tenía el pelo enredado y sucio, de un extraño color grisáceo por la
ceniza, el humo y el dolor. Todavía tenía el cansancio en el cuerpo y ojeras
amoratadas.
Pero esos ojos, esas manos alrededor de mi cuello y
ese peso en mi regazo consiguieron sacarme la sonrisa más grande que había
esbozado en mucho tiempo. Quiéreme, amor,
porque las olas se acercan…
—Siempre, pequeño —susurré, y Erias se ancló a mi
pecho—. Siempre.
De pronto mamá dejó de cantar. El romance se detuvo
de forma brusca, como si alguien hubiera levantado la aguja de un vinilo. No se
oía ningún pájaro.
—¿Mamá?
Un temblor repentino recorrió las entrañas de la
tierra y ascendió por mi columna vertebral, sacudiéndome hasta el alma. Nadie
me respondió. Sólo el golpeteo de un tambor inmenso que no podía ver ni
tocar.
Alerta, sostuve con firmeza a Erias, que se había
quedado dormido, y me puse en pie. Todo se había petrificado. Noté entonces que
disminuía el peso que llevaba encima y se deslizaba por mis piernas. Miré hacia
abajo… y mi garganta se quedó muda mientras gritaba de terror.
Algo compuesto de carne podrida
y cenizas frías había sustituido a mi hermano. Mis manos delgadas habían
apretado con demasiada fuerza aquello que se me resbalaba de entre los dedos,
rozando mi piel y provocándome escalofríos. Tenía la forma de Erias, tenía sus
espantosos ojos azules y su cabello rubio, pero aquella sonrisa sin dientes no
era suya, aquella piel negra no era la suya… y el cadáver cayendo despedazado
como la lluvia al suelo de piedra, una suerte de lepra infernal, una pesadilla
que desintegró el único corazón que me había esperado durante la guerra… no era
él.
Lo solté tan rápido como si fuera una bomba y cayó
al suelo mientras me apartaba, con el corazón a mil, mirándome las manos en
busca de algo que indicara que iba a disolverme en el aire también. Entonces el
temblor tronó de nuevo como el rugido de una bestia, y un instante antes de la
explosión supe que iba a morir.
Vi los muros abalanzarse hacia mí, titanes de
piedra que reclamaban mi vida con cada milímetro de su ser. Caí de espaldas
sobre la muerte de Erias y quise chillar, porque me habían puesto un arma entre
las manos, me habían enseñado a disparar el gatillo, me habían mandado a
parajes desiertos a combatir a soldados tan jóvenes como yo y habían visto cómo
pasaba de niña a mujer entre cadáveres, muertos que hablaban y pesadillas que
me acechaban por las noches, pero nunca, nunca, me habían preparado para
aquello.
Y quedé atrapada en los cimientos de una casa en
ruinas, de un hogar destrozado por una ola de fuego, por una explosión que
terminó con sus vidas y mi corazón al mismo tiempo. Quiéreme, amor, porque las olas se acercan…
Con la tos en los labios y los pulmones en la
garganta recordé que le había prometido mi presencia a alguien que ni siquiera
me llegaba por la cintura cuando estaba vivo. Y los latidos perdidos resonaron
en mi cabeza. Y rompí a llorar.
1 comentario:
Sin palabras, chica me he quedado sin palabras y con es gusanillo de querer leer más de la historia pero, ¿esto tiene continuación? Espero que si y la publiques pronto.
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