El rugido del teléfono quebró la noche en dos. La escasa
luz de la luna se filtraba por la ventana del apartamento y la habitación, casi
a oscuras, permanecía en calma. Los muebles minimalistas, los CDs de música
desordenados y las prendas de ropa desperdigadas por el suelo. La cama
albergaba las únicas criaturas vivas en aquel lugar; el leve aleteo de la
cubierta de forro polar, igual que la palpitación de un corazón blanco y suave,
era testigo de las respiraciones que medían el tiempo, tranquilas, cerca de las
cinco de la mañana.
Hasta que sonó el teléfono.
Una mano salió tambaleante de entre las sábanas y palpó a
ciegas los elementos de la mesita de noche. Tropezó con la pequeña lámpara, un
par de libros, un sujetador, un reloj con orejas… El teléfono sonaba con
insistencia. Un frasco de pintaúñas cometió suicidio y chocó contra el suelo. Por suerte es de los malos, pensó
Bereth. Ni siquiera se ha roto.
—Es la última vez que usas el esmalte aquí —gruñó, y
Colette gimió medio en sueños como respuesta.
Finalmente alcanzó el teléfono y logró descolgarlo. Se
incorporó mientras se lo llevaba a la oreja.
—Diga.
Bereth escuchó una voz masculina que le hablaba con
suavidad a través del auricular mientras observaba a Colette darse la vuelta,
cubriéndose la cabeza con el forro polar. Posó una mano encima del bulto que
debía ser uno de sus hombros y acarició distraídamente a su compañera a través
de la tela suave y espesa. Entonces se le congeló la sangre y el movimiento de
la mano murió de forma repentina.
Colette se dio cuenta de que algo no iba bien y se giró de
nuevo hacia Bereth, que miraba al vacío.
—Gracias por avisar —dijo ésta tras una larga pausa.
Cortaron la llamada.
—¿Qué ocurre?
Beep. Beep. Beep.
—Bereth —Colette se incorporó, preocupada, y la tomó de la
mano—. Bereth, ¿qué pasa?
Cuando Bereth era pequeña tenía una mejor amiga llamada
Stephanie, quien poseía un enorme perro de color pardo. El perro no obtuvo
buena educación y con el tiempo se volvió posesivo con sus dueños, agresivo y
rabioso con todo aquel que se acercara a su casa o a las personas que lo
cuidaban. Stephanie intentó que su perro permitiera la entrada a casa a Bereth,
pero fue en vano. Después de un millar de ladridos de advertencia y unos
cuantos mordiscos, Bereth empezó a tener miedo del perro de su amiga. Nunca
pudo visitar su hogar y, cuando Stephanie lo sacaba a pasear, más le valía
mantenerse alejada de ellos. El perro pasó a ser la mayor de sus pesadillas
cuando, un día cualquiera, se escapó, y Bereth se lo encontró en la calle.
Ella, paralizada, no consiguió defenderse mientras el perro intentaba
atravesarle la pierna con los colmillos; por suerte alguien lo atrapó antes de
que la niña fuera malherida. Unos años más tarde, algún vecino harto de que la
bestia ladrara a cualquier viandante que se acercara medio kilómetro a la
redonda de la casa, lo envenenó, y el perro murió desangrado. Bereth, al
enterarse, no pudo evitar verse embargada por un alivio mordaz y culpable. Le
dolía ver a Stephanie llorar por su amigo de la infancia, pero se alegraba, a
solas y en silencio, de que aquel animal no pudiera volver a atacarla.
Esa sensación fue la que le recorrió el cuerpo al colgar
de nuevo el teléfono.
—Era la policía —consiguió susurrar—. Mi madre ha muerto.
1 comentario:
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