Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

domingo, 29 de septiembre de 2013

Bereth IV

El rugido del teléfono quebró la noche en dos. La escasa luz de la luna se filtraba por la ventana del apartamento y la habitación, casi a oscuras, permanecía en calma. Los muebles minimalistas, los CDs de música desordenados y las prendas de ropa desperdigadas por el suelo. La cama albergaba las únicas criaturas vivas en aquel lugar; el leve aleteo de la cubierta de forro polar, igual que la palpitación de un corazón blanco y suave, era testigo de las respiraciones que medían el tiempo, tranquilas, cerca de las cinco de la mañana.
Hasta que sonó el teléfono.
Una mano salió tambaleante de entre las sábanas y palpó a ciegas los elementos de la mesita de noche. Tropezó con la pequeña lámpara, un par de libros, un sujetador, un reloj con orejas… El teléfono sonaba con insistencia. Un frasco de pintaúñas cometió suicidio y chocó contra el suelo. Por suerte es de los malos, pensó Bereth. Ni siquiera se ha roto.
—Es la última vez que usas el esmalte aquí —gruñó, y Colette gimió medio en sueños como respuesta.
Finalmente alcanzó el teléfono y logró descolgarlo. Se incorporó mientras se lo llevaba a la oreja.
—Diga.
Bereth escuchó una voz masculina que le hablaba con suavidad a través del auricular mientras observaba a Colette darse la vuelta, cubriéndose la cabeza con el forro polar. Posó una mano encima del bulto que debía ser uno de sus hombros y acarició distraídamente a su compañera a través de la tela suave y espesa. Entonces se le congeló la sangre y el movimiento de la mano murió de forma repentina.
Colette se dio cuenta de que algo no iba bien y se giró de nuevo hacia Bereth, que miraba al vacío.
—Gracias por avisar —dijo ésta tras una larga pausa. Cortaron la llamada.
—¿Qué ocurre?
Beep. Beep. Beep.
—Bereth —Colette se incorporó, preocupada, y la tomó de la mano—. Bereth, ¿qué pasa?
Cuando Bereth era pequeña tenía una mejor amiga llamada Stephanie, quien poseía un enorme perro de color pardo. El perro no obtuvo buena educación y con el tiempo se volvió posesivo con sus dueños, agresivo y rabioso con todo aquel que se acercara a su casa o a las personas que lo cuidaban. Stephanie intentó que su perro permitiera la entrada a casa a Bereth, pero fue en vano. Después de un millar de ladridos de advertencia y unos cuantos mordiscos, Bereth empezó a tener miedo del perro de su amiga. Nunca pudo visitar su hogar y, cuando Stephanie lo sacaba a pasear, más le valía mantenerse alejada de ellos. El perro pasó a ser la mayor de sus pesadillas cuando, un día cualquiera, se escapó, y Bereth se lo encontró en la calle. Ella, paralizada, no consiguió defenderse mientras el perro intentaba atravesarle la pierna con los colmillos; por suerte alguien lo atrapó antes de que la niña fuera malherida. Unos años más tarde, algún vecino harto de que la bestia ladrara a cualquier viandante que se acercara medio kilómetro a la redonda de la casa, lo envenenó, y el perro murió desangrado. Bereth, al enterarse, no pudo evitar verse embargada por un alivio mordaz y culpable. Le dolía ver a Stephanie llorar por su amigo de la infancia, pero se alegraba, a solas y en silencio, de que aquel animal no pudiera volver a atacarla.
Esa sensación fue la que le recorrió el cuerpo al colgar de nuevo el teléfono.
—Era la policía —consiguió susurrar—. Mi madre ha muerto.

1 comentario:

Paula (yuna6785) dijo...

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