El tiempo se congeló de pronto en
Baker Street cuando Eric dobló la esquina. Destacaba entre la multitud como un
brillante galeón de oro entre los guijarros negros de la costa, y cualquiera
habría acertado a decir por qué.
Era alto, tanto que Layla tenía
que doblar el cuello y mirar hacia arriba cuando quería besarle —y ella nunca
habría podido pertenecer a la tribu de los pigmeos—. Tenía un andar elegante de
actor de los cincuenta y la voz de barítono del rey del rock. Nadie era capaz
de apartar la mirada cuando Eric abría la boca y no se sabía qué te sacaba de
la realidad con mayor fuerza, si el susurro al rasgar las palabras con las
cuerdas vocales, o la sonrisa burlona e inocente salpicada de dientes perlados
como el nácar.
Visto desde la retaguardia Eric
era impresionante; visto de frente, mucho más. Tenía una espalda fuerte y
potente, con la piel morena como la de un mulato, que se estrechaba conforme
llegaba a las caderas. Aquella curva era más bonita que cualquier otra, más que
las de sus brazos, trabajados y con la musculatura tensa vibrando bajo la piel;
más que la de su torso, suave y duro como el terciopelo que recubre una plancha
de acero. Sus manos también jugaban un gran papel, porque aunque no eran
perfectas tenían los dedos largos y fuertes y eran capaces tanto de espantar
las pesadillas de Layla con un gesto como de acariciarle la nuca mientras dormía
boca abajo; podían hacer cantar a la guitarra negra sin nombre y con ello hacer
llorar a cualquiera con oídos para escuchar; podían forjar cualquier
herramienta lo suficientemente afilada como para asesinar a un hombre, pero
también podían hundirse en la tierra y sostener una diminuta planta con el
mismo mimo que si fuera una de las blanquísimas manos de Layla. Eric podía, con
aquellos dedos, susurrar palabras al viento, mecer el agua y crear sinfonías en
roca y tierra.
Cuando alguien miraba a Eric se
quedaba sin respiración. No se puede expresar de otro modo. El diafragma se
petrifica antes de terminar una inhalación. El aire se queda atrapado dentro de
los pulmones, silencioso como un pajarillo mudo y sereno en una jaula de carne
y sangre. La heterocromía total siempre confunde a la gente, pero la aleación
de verde dorado y azul marino no reflejaba ni la mitad del misterio que envolvía
esa mirada, propia de quien nunca ha conocido un no por respuesta pero
siempre tiene la decencia de preguntar.
A pesar de que la diosa fortuna
había sido más que benevolente con Eric desde que se inició el verano de su
nacimiento, él siempre dijo que su mayor suerte fue encontrar a Layla. Para
qué contentarte con una doncella cuando puedes aspirar a tener a la misma reina,
le decían algunos. Nadie entendió (y él no se detuvo a explicarlo) que ella era
el sol que lo guiaba y también su luna, que propiciaba las mareas y marcaba el
comienzo y el final de los ciclos de cada año. Nadie entendió que de nada le
servía a él contar con una ostentosa embarcación, bella y recargada. No, sin su
brújula de ébano, nieve y plata, que sabía llevarle por el buen camino.
Esta es la continuación
de un microrrelato
llamado 'Layla'
que apenas
ha visto la luz.
3 comentarios:
Buen relato, Leona. Buena descripción de un personaje. Ojalá encuentres a tu Eric pronto = )
Aww... Me gustaría conocerlo en algún momento de mi existencia :) Solo por verlo y contemplarlo :P
Oxy: muchas gracias (: por todo hahaha
Ikana: a mí también me gustaría cruzarme con Eric ^-^ Y conocerlo, si pudiera.
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