Mi vida es perfecta.
Vivo en un bonito pueblo en el que nos conocemos todos. Está a las orillas de un gran y claro lago, en el centro de un valle rodeado de muchas montañas verdes, que en invierno se cubren de nieve. Nadie se acuerda del nombre del pueblo, o quizá es que nunca ha tenido o que jamás se lo ha sabido nadie. Pero es el pueblo más bonito del mundo. Es rural, chapado a la antigua. Casi todos los edificios tienen tan sólo un piso, y los que tienen dos se pueden contar con los dedos de una mano. Todas las casas son bonitas y no hay nadie infeliz. Las pequeñas casitas de una planta son de piedra gris o blanca y están llenas de balcones con flores rojas y azules. Las casas un poco más grandes, que aunque sólo tienen un piso son enormes, están hechas de madera y cuando pisas el suelo cruje afablemente. Este tipo de casas suele estar en contacto directo con la orilla del lago —de hecho a veces están incluso encima de él— pues yo siempre he relacionado el crujir de tablas de madera con el agua y la palabra “amarre”. El resto de casas son tan dispares que no se las puede reunir a todas en un mismo grupo, pero son todas preciosas. Algunas son blancas o de color hueso, de dos plantas, y tienen tantas habitaciones que podrían albergar a todo el pueblo. Otras mezclan madera y piedra para la fachada e incluyen grandes cristaleras. Hay una especialmente bonita, de estilo victoriano y con grandes puertas, ventanas, escaleras y jardines. También hay otra de ladrillo rojo que es terriblemente alta, y cuando atardece produce una sombra de varios metros de largo.
Yo vivo en una casita blanca que con el tiempo se ha ido cubriendo de hiedras verdosas. Desde mi jardín trasero puedo acceder libremente al lago, y de hecho dispongo de un muelle y una barquita para mí sola. Mi casa es grande, de dos plantas, pero acogedora. Por dentro es como un refugio de madera clara, excepto la biblioteca, que aunque está siempre bañada en luz por la cúpula de cristal que la recubre, es enteramente de roble rojizo, o caoba, no lo sé, nunca logro acordarme. Tiene altísimas estanterías, comodísimos sillones, una gran ventana frente a una butaca de terciopelo rojo con cojines suaves de pelo y plumas. Y por allí siempre ronda Angelo, mi bibliotecario. Es alto, más que yo, y esbelto, tiene el cabello de color miel y los ojos como el cielo sin nubes, siempre me guarda una sonrisa y un beso y me hace cosquillas en la nuca mientras leo, me roba las gafas de leer sólo para que vaya tras él o me quita uno de los zapatos y lo esconde en algún rincón de la casa.
En la parte delantera de mi casa hay una pastelería. Es mía, y también es perfecta. Tiene vitrinas y expositores de cristal, y los estantes están siempre a rebosar de dulces. Calo enseguida a la gente y siempre sé lo que les conviene, así que sin que me digan una palabra sé si quieren chocolate blanco o negro o con leche o con almendras o con una pizca de pimienta, caramelo o praliné. Y sé si quieren galletas, bombones, una tarta o un cruasán. Y es que yo preparo de todo. Cocino un pastel llamado Montblanc, que es de nubes, leche condensada y azúcar glass. También cocino otro llamado Ireland, que es un pastel en forma de montaña, y es de chocolate y menta, que parecen tierra y hierba. También cocino uno azul llamado Lluvia que sabe a agua ligeramente salada y a arándanos y cuando le pegas un mordisco es como si mordieras un fruto jugoso, y un líquido suave te resbala por los labios. Cocino macarons de todos los tipos y colores, e incluso cocino tartas a las que le doy la forma que el cliente quiere; un libro abierto, una taza de café, una mariposa, una cámara de fotos, incluso unas iniciales. Y preparo unas tostadas riquísimas, con rebanadas de pan muy gruesas, doradas y calentitas, cubiertas de mantequilla que se derrite en segundos y mermelada de albaricoque, melocotón y frambuesa. Y cocino churros, tortitas y napolitanas de jamón y queso y chocolate, que normalmente acompaño de una taza de chocolate caliente con una buena capa de nata y una nubecilla dentro. Y hago el mejor café del pueblo, aunque aquí todos somos muy dulces y preferimos el chocolate. Horneo pan, magdalenas y hago creps, cocino pequeñas delicias japonesas y preparo jugo de bayas —elixir, me gusta llamarlo— y zumo de menta. También espolvoreo hojas trituradas de menta, cacao en polvo y un poquito de pimienta sobre un vaso de leche caliente, y al removerlo sale algo llamado India. Hago compotas de limón, fresas y pomelo, y las guardo en tarros tapados con un trozo de tela a cuadros rojos y blancos o azules y blancos, depende de los gustos del cliente, y la ato con un lacito rojo o azul, a juego. También cocino unas buenísimas pizzas de dulce de leche y chocolate blanco, pero sólo los más valientes se atreven a probar su dulzor.
Y todo eso es en invierno, porque en verano, cuando hace demasiado calor para preparar algunos dulces —se derretirían— hago helados. Helados de leche con virutas de chocolate blanco, negro o con leche, que yo llamo Dálmata; un helado de nata con algo de leche condensada fría por encima, llamado Nieve; incluso uno tan sólo de chocolate (cualquier variedad de chocolate) con sus respectivos nombres: Espuma (blanco), Ébano (negro) y Edén (con leche). También preparo uno llamado Verano, que es de limón y está recubierto de un montón de virutas de colores, además de una perla dorada de azúcar que simboliza el sol. (Además, este helado está siempre rebajado en el mes de Agosto, que es cuando más calor hace. Pasa de valer dos euros a uno con veinte). Otro de los helados que más se venden es el de fresa. Es totalmente rosa, con trocitos de chocolate como si fueran las pepitas de una fresa de verdad, y como si fuera un sombrero, una corona verde de pasta de azúcar recubre la bola de helado en forma de corazón. Se llama Nenúfar y es muy popular entre los niños y niñas del pueblo, y ya que se lo compran siempre con sus ahorros, les suelo cobrar tan sólo un euro, pero casi siempre me dan una propina de cincuenta céntimos más, si es que llevan suelto encima. Aparte de ese helado uno de los más populares es París. Es de naranja, pero dentro lleva una varilla de praliné, como si fuera la Torre Eiffel, y está decorada con pequeñas borlas de caramelo. También está Océano, que es azul con motas marrones, de café. En realidad es azul porque le echo un colorante turquesa al helado de crema, pero a la clientela le gusta igualmente. Pero mi favorito es, sin duda, Invierno. Está constituido por una bola de helado de crema, teñido por completo (incluso interiormente) de color azul marino. Por fuera se recubre de chocolate blanco, creando una capa limpia como la nieve, y por último, se le añade un pequeño chorro de lágrimas de diamante, que es una crema de un caramelo especial, de color blanquecino brillante, como plateado. Se deja que resbale por encima y caigan gotas, cubriéndolo poco a poco, y después le pegas un mordisco y ves que por dentro es oscuro como la boca del lobo. Aparte de esos helados “especiales” y otros tantos, están los típicos sabores que pueden formar parejas, tríos o grupos de cuatro o más; chocolate, limón, fresa, naranja, menta, stracciatella, coco, vainilla, praliné, trufa… Estos se venden un poco menos, pero como son baratos y no me cuesta nada elaborarlos, consigo acabar el verano sin que no me quede ni uno solo.
Aunque los niños tengan colegio, en mi pueblo es fiesta todos los días. En la plaza de piedra, cerca de la herrería y una de las posadas —es un hotel, pero tan pequeño que es mejor el término “posada”— se unen cables entre las casas de alrededor y se cuelgan luces y trozos de tela pintada que cualquiera puede decorar, formando un techo con la telaraña de colores que se encienden en cuanto se pone el sol. Después, los que tienen buena mano con los instrumentos empuñan sus armas y, si al coro le place —o más bien, si no han tomado demasiado helado como para que se les hayan congelado las cuerdas vocales— cantan canciones hermosas. Y el resto bailamos, a veces, alrededor de una gran hoguera. A las diez todos los niños se van a la cama para que al día siguiente puedan acudir al colegio a las nueve de la mañana, sin pasar demasiado sueño. Los ancianos suelen marchar hacia las once u once y media, y los jóvenes, que son suficientemente mayores como para no ir a clase, pero demasiado jóvenes como para haberse cansado de la fiesta todavía, siguen bailando hasta las doce o la una.
Todos los días me levanto a las siete. A esas horas hay poca gente despierta, y paseo libremente por las calles empedradas, a veces descalza. En mi pueblo nadie tira cosas al suelo y todos andamos sin zapatos y sin temor a hacernos daño. A las siete y diez llego a la panadería y compro dos hogazas; una para mí y otra para mis vecinos, una pareja agradable de ancianos con los que como todos los martes (aunque todos los días les llevo el pan). Yo misma podría elaborar las hogazas, pero mi pan es algo más caro, para ocasiones especiales, y el de cada día todo el pueblo se lo compra al panadero. Como éste es muy simpático y siempre tiene algo que contar, me quedo hablando con él hasta que los primeros madrugadores despiertan y llegan a la panadería. Entonces, a las siete y veinte, me despido de todos y voy al puerto. Allí siempre está un amable pescador de pelo canoso que acaba de traer mercancía del lago. Como todos los días saco de mi bolso beige un botecito con las sobras del chocolate de ayer, él me reserva el mejor pescado, así que hoy me entrega un ejemplar plateado con grandes escamas envuelto en un grueso plástico tan blanco como mi vestido. Yo me lo guardo en el bolso, y a las ocho menos veinticinco acudo a la floristería. Allí cada día compro una flor distinta, para decorar el jarrón de cristal que me regaló una vez el artesano del pueblo. Hoy me siento llena de energía, así que compro seis rosas rojas —mi número de buena suerte— y las llevo en la mano hasta mi próximo destino; la carnicería. Llego a las ocho menos cuarto y salgo diez minutos después con dos piezas de carne suficientes para dos días (así voy a la tienda un día sí, un día no). Entonces entro a la frutería, que está enfrente, y a las ocho salgo cargada con una bolsa llena de pomelos, bayas, fresas y frambuesas para mí, porque no han inventado más piezas de fruta que me gusten. Sin embargo también compro naranjas, limones, coco y arándanos, porque tengo que elaborar mis helados con alimentos de calidad. A las ocho y diez vuelvo a casa pasando por delante de La Granja, donde mis abuelos llevan su negocio de compra y venta de mascotas y ganado. Yo normalmente sólo paso a saludarles, pero un día les compré un cachorrito fruto del cruce entre un lobo y una perrita. Es un cachorro de pelaje tan blanco como mi pastel Montblanc, y de ojos de un hielo azulado, así que le llamé Blues.
Cuando llego a mi casa ordeno la compra y me permito un pequeño desayuno con Angelo a base de chocolate caliente y tostadas, para recuperar las fuerzas que he perdido caminando y cargando bolsas. Cuando todo está en orden me pongo el delantal de color marfil que me regaló mi madre y empiezo a preparar los dulces que más se venden y que se gastarán enseguida, y por si acaso también cocino algunos menos solicitados. Aunque en teoría el negocio lo abro a las nueve, quince minutos antes ya están los primeros clientes dentro de mi tienda, normalmente los niños que quieren llevarse algún pastelito al colegio para almorzar. Y al que primero me compra algo, le regalo otra unidad de lo que ha elegido, como premio. Cuando las madres y los padres de las criaturas se enteraron de que sus hijos se llevaban dos artículos por la mitad, me insistieron en pagarme todo lo que había regalado, y como yo no cedí, me compraron una hucha de lata con un collage casero de fotografías de cosas bonitas (atardeceres, montañas, dulces, sonrisas, animales) y lo colocaron en mi mostrador, al lado de la caja registradora. Así, casi siempre que me compran algo, añaden una pequeña propina y la meten en la caja. Lo que no saben es que cuando la hucha se llena, cuento el dinero que hay y con eso compro los materiales necesarios para elaborar galletas con chocolate que reparto por todo el pueblo.
A la una, cuando termino de trabajar, me voy a comer. Cuando es martes, en casa, con mis vecinos; y el resto de los días, en casa de mis padres, o en Isla Tortuga, la taberna del pueblo, junto con unos amigos; o si no, en mi propia casa, junto a Angelo y Blues. Después, a las tres, reabro la pastelería y atiendo a los clientes hasta las seis. A veces Angelo tiene que ayudarme y hacer de cajero mientras yo cocino, porque algunos días mi pastelería está a rebosar. Entonces, cuando ya no queda nadie, coloco el cartel de “¡Mañana habrá más sonrisas de caramelo! (:”, subo al piso de arriba a ducharme y me visto todavía con el pelo húmedo. Me pongo unos shorts vaqueros, una camisa blanca, sandalias marrones y una chaqueta fina —porque hace fresco por la noche—, y salgo por ahí con Angelo, que ha estado hasta entonces leyendo solo y ordenando mis libros, en la biblioteca. Normalmente vamos a la Casa del Té, donde sirven infusiones de todo tipo. Yo siempre elijo la de jazmín, menta y rosas, pero Angelo prefiere la de té negro y manzanilla. También a veces tomamos algo en Isla Tortuga, porque siempre hay un grupo de personas que se sube a una mesa a bailar (yo entre ellas, siempre que no lleve un vestido). Entonces Angelo me invita a cenar a su casa, la bonita casa victoriana de dos pisos. Cenamos, pasamos por mi casa para coger el postre y nos llevamos a mi muelle a Persia, mi tarta en forma de lirio color atardecer, perlado de gotas de azúcar, que hacen las veces de rocío. Cuando acabamos él me sonríe y me besa como si fuera la primera vez, me contagia a los labios la sonrisa y el sabor de chocolate y naranja de Persia. Entonces vamos al centro del pueblo de la mano, y bailamos con los demás, bebemos un poco de whisky, pero como es demasiado fuerte para mí, alguien termina consiguiéndome un vaso de agua para aclararme la garganta, y un bollo de azúcar para quitarme el gusto a alcohol del paladar. Cuando se extingue el fuego y la luna se va a dormir, Angelo y yo volvemos a casa, nos metemos en la cama, y entre sueños esperamos la llegada de un nuevo día.
Así era mi vida. Perfecta. Hasta que morí.
2 comentarios:
¡Hola! :)
¿Eres tú la que me ha hecho el regalo de amigo invisible, verdad?
Es todo precioso, ¡me encanta! Este miércoles me llegó la carta, no sé cuando la enviarías, y tanto el cuento, dibujo, álbum y collar es ¡precioso!
De verdad que me ha encantado... :)
Aquí tienes señales de que estoy viva, también te llegará una carta (la enviaré hoy o mañana).
:D
Gracias, en serio.
¡Babú! Hola ^O^
Sí, soy yo (: Me alegro muchísimo de que te guste, al menos el esfuerzo no ha sido en vano :D
Muchas gracias por la carta, la espero con ganas (:
Un beso enorme (:
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