Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Forever


Él tocaba el piano en el salón mientras yo leía en la biblioteca. La melodía me llegaba desde el cuarto contiguo, pero no me molestaba. Reconocí la sinfonía que interpretaba y sonreí mientras acababa el último pasaje del libro que tenía entre las manos. Las notas musicales habían acompañado a las palabras de esa novela las últimas veinte páginas, aunque ahora que sólo escuchaba música la sensación no era en absoluto de vacío.
Podía imaginar sin problemas sus esbeltos dedos deslizarse por las teclas del piano, actuando con rapidez y deteniéndose en los momentos apropiados. A pesar de todo escuchaba la música de forma ahogada, así que dejé el libro sobre la mesita de café que había a mi derecha, me levanté de la butaca donde llevaba un rato descansando y salí de la biblioteca. El dulce sonido del piano guió mis pies, que habrían podido encontrar el camino correcto incluso si mis ojos no les hubieran ayudado. Cuando llegué a las puertas del gran salón apoyé levemente la oreja en la madera de roble y escuché. La música todavía se escuchaba demasiado amortiguada. Rocé la puerta con las yemas de los dedos y tras ejercer un poco de presión se abrió, liberando aquel dulce sonido.
Examiné el salón de arriba abajo antes de entrar, a pesar de que ya había estado allí innumerables veces. El techo era tan alto que sería imposible tocarlo subiéndose a una mesa (¡ni siquiera subiéndose a dos!). Era de color blanco, pero tenía relieves geométricos y estaba abovedado, como si fuese una catedral. Las paredes también eran de un blanco inmaculado aunque, al igual que el techo, tenían relieves; rectángulos altísimos y de más de un metro de ancho se alzaban a lo largo de toda la habitación, con los bordes de un color ocre y muy bonitos, como si estuviesen tallados. El suelo, para completar aquella apariencia de habitación angelical, era de mármol blanco y brillaba a la luz del sol, que entraba por las grandes cristaleras distribuidas por toda la estancia, las cuales daban al inmenso jardín plagado de altos sauces y un prado verde.
La habitación, por el momento, sólo constaba de un bonito piano de cola negro que destacaba en la estancia como un trozo de carbón sobre una hoja de papel. Aún no habíamos querido amueblar aquel cuarto porque era tan grande que podría albergar perfectamente los muebles de una casa entera. Era por ello que preferimos aplazarlo para más adelante y tomárnoslo con calma, cuando estuviésemos menos agobiados por la mudanza.
Vaya, quién iba a pensarlo… me he desviado del tema. Algo improbable, ya que él es lo más importante de todo y, sin embargo, se me ha ocurrido entretenerme contando detalles tontos sobre mi casa nueva. Estoy emocionada, claro, pero él… bueno, él es la razón de todo.
Nos conocimos en un café. En mi café, claro, donde yo trabajo. Mi bonito local. Ése día mis dos compañeras habían cogido la gripe y me encargaba yo sola de la barra y las mesas. Por suerte había una lluvia torrencial y a poca gente se le ocurrió salir a la calle. Había un grupito de chicas jóvenes en un rincón, riendo mientras se tomaban su chocolate caliente con nata; una pareja de ancianos bastante adorable, que compartían una bandejita de bombones de licor; un solitario hombre de aspecto apenado y una mujer solterona demasiado pendiente en teclear en su portátil y retocarse el pintalabios cada cinco minutos como para prestar atención siquiera a las tostadas con mermelada de fresa que tenía al lado, puesto que ya se habían enfriado.
Pensaba yo en ejercer de celestina del hombre triste y la mujer de los labios rojos cuando él entró en el local. No diré que se me cortó la respiración porque sería demasiado exagerado, pero me quedé sin habla y procuré atenderle mientras sólo acertaba a pensar algo como: “bueno, de todas formas la mujer de labios rojos es demasiado superficial para el hombre triste. Él se merece algo mejor”.
Intercaló su mirada entre mis ojos y la carta, observándome para asegurarse de que no me fuera pero sin dejar de prestar atención a lo que quería pedir. Tras unos segundos de vacilación una voz grave y vibrante reclamó con suavidad un café con leche y tortitas con caramelo. Yo, que normalmente solía atender a hombres que pedían cafés solos y, como mucho, bombones de chocolate negro puro o algo igualmente amargo, abrí los ojos por la sorpresa y noté cómo las pestañas rozaban mi piel.
—¡Qué dulce! —exclamé en un susurro, y él se echó a reír.
Instantes después me di cuenta de lo que había dicho y enrojecí de la vergüenza, pero como él parecía cómodo con la situación me disculpé tan sólo con una sonrisa. Hecho esto fui enseguida a por lo que había pedido y elaboré las tortitas con cuidado pero con algo de celeridad. Se las llevé y pregunté cómo las quería.
—¿Cuánto caramelo quieres? —manoseé con nerviosismo el bote de sirope y esperé su respuesta.
—Mucho —sonrió.
Volví a sonreír yo también y vertí el caramelo sobre las tortitas. Cuando acabé le entregué el plato junto con un tenedor y un cuchillo y pasé una taza negra bajo el grifo mientras esperaba su reacción. Tras unos segundos le miré de reojo y vi que tras masticar lo primero que hizo fue dirigirme una amplia sonrisa.
—¿Te gusta? —me atreví a preguntar.
—Mucho —repitió.
Y cinco años después, aquí estamos. Él tocando el piano con intensidad y yo mirándole con adoración.
Avancé por la habitación lentamente, como deleitándome del sol que me abrazaba y la música que me envolvía. Cerré los ojos y seguí andando hacia la fuente del dulce sonido; noté su mirada y eso me dio un buen aliciente para continuar. Tras poco más de un minuto la canción prácticamente inundaba mis oídos y una voz me susurró:
—Cuidado, no vayas a chocarte.
Abrí los ojos y le observé unos segundos con ternura antes de sentarme sobre el piano.
—¿Acaso no estarás ahí para evitar que me haga daño?
Él esbozó una de sus sonrisas (aquellas que me vuelven loca y hacen que desee abrazarle y no soltarle nunca) y siguió tocando el piano.
—Sabes que sí.
—¿Para siempre? —pregunté tras un instante.
Él pareció no haberme oído y tocó unas cuantas notas más, centrando la mirada en las teclas, ya desgastadas por el continuo uso. Súbitamente sus ojos atravesaron los míos y consiguieron que todo cobrase un sentido antes de que sus labios pronunciasen ninguna contestación.

4 comentarios:

Royo! dijo...

ooooh!!
Me ha encantado!! :D
Adoro las historias románticas.

Kirtashalina dijo...

Gracias Roo ^^
Un beso!

Lucia dijo...

Impecable :)

Kirtashalina dijo...

Muchas gracias Lucia :)