Te seguí desde la tienda de la que te vi salir y espié tus movimientos tras los cristales de mis gafas. Al final te diste cuenta de que estaba ahí y te diste la vuelta, agarrando firmemente la bolsa que tenías en la mano y poniendo los brazos en jarras.
—¿Quién eres?
Apoyaste el peso de tu bonito cuerpo sobre una pierna y frunciste los labios. Aquellos gruesos labios llenos de carmín, que incitaban a rozarlos con la lengua.
—¿Y tú?
Pareciste sorprendida por mi pregunta y cruzaste los brazos, como intentando ocultar tu figura de mí.
—Déjame en paz —dijiste, te diste la vuelta y seguiste caminando.
Comencé yo también a caminar hasta que conseguí que me hablaras de nuevo.
—Dime qué quieres y déjame marchar —susurraste.
—No quiero nada —contesté yo.
Todavía atardecía. La luna no había hecho acto de presencia y el sol empezaba a ocultarse tras un amasijo de nubes coloreadas de naranja, rosa, amarillo y azul.
—Entonces déjame marchar —repetiste—. Tengo que vestirme —cambiaste la bolsa de mano y seguiste caminando.
—Roxanne.
Yo no me había movido de mi sitio. Te detuviste para escucharme, con curiosidad por saber de dónde había sacado tu nombre. Te retiraste el cabello del rostro con un movimiento elegante y me entraron ganas de bailar un tango contigo.
—Roxanne, no te pongas ese vestido esta noche.
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