La casa olía a vicio.
Las
paredes eran blancas igual que el techo y el suelo estaba embaldosado de gris
neutro. Las cortinas parecían velos de novia ocultando unas ventanas impolutas.
Las lámparas de toda la estancia eran como huesos prendidos con una llama suave,
los cuadros eran sobrios y enmarcados en metal minuciosamente delineado. Todos
los muebles conjuntaban en cuanto a estilo y tonos de color se refiere, y no
había nada fuera de su lugar.
Todo
era perfectamente puro. Pero la casa olía a vicio.
Se
respiraba en el aire como una fragancia fuerte y extrañamente agradable, igual
que un perfume de hombre para una niña pequeña. No tenía un olor concreto y podía
confundirse con el sabor metálico de la sangre o el burbujeo de algo caliente,
oscuro y espeso.
El
ángel sentado en medio de la habitación tenía la culpa. Tenía las piernas
cruzadas y la espalda recta, como si meditara. También tenía los ojos cerrados.
Pero los ángeles no meditan. Este, en concreto, tampoco iba vestido de blanco,
ni tenía alas, ni llevaba una aureola sobre la cabeza. Espera, miento: su
cabello corto, dorado y rizado hacía de aureola. Y su aura podía distinguirse a
kilómetros, difuminando los contornos de su cuerpo con el resto del mundo,
encuadrándola en un espacio delicado y esbelto. Pero su aura tampoco era
blanca. Y ella no era delicada.
Ella
era la viciosa, la que había contaminado la habitación y la casa entera. Sus
ojos bosquejados en negro, sus hoyuelos en las mejillas, sus labios carnosos y
su cuello largo y fino. La curva de esa sonrisa de “quiero más” y el sonido de
una risa nada inocente. Sus pechos turgentes en todos los vestidos escotados
habidos y por haber, sus piernas largas y torneadas, sus dedos largos. Esa
espalda marcada con pecas y cicatrices en las que casi podías crear una osa
mayor con la yema de los dedos. Vamos a trazar más cosas. Un cuerpo arqueado.
Una cama deshecha. La luna tapándose los ojos cuando el ángel se desnuda,
porque no puede soportarlo. Tanta belleza. Tanto vicio.
Olía
a sexo, ella entera, pero era un olor mucho más sutil, más discreto que el
vicio… Se fue degenerando, supongo. Noche tras noche. Cada vez que el ángel se
sentaba en medio de la habitación y ladeaba la cabeza a la espera de que unos
besos aterrizaran en su cuello. Cada vez que unas manos le desabrochaban la
cremallera del vestido y se lo deslizaban por las caderas. Cada vez que alguien
le mordía el labio inferior, que la hacía gemir contra la cama. Cada vez más
vicio.
Era
como una metáfora a una mortaja inmaculada sobre un cadáver en plena
descomposición. El cuerpo de ángel y la mirada de demonio… o quizá al revés.
Una ironía colosal.
Venga,
juguemos a bestias y ángeles, déjame ser el monstruo que te destroce esta
noche. Ya recogerás los pedazos mañana, ya volverás a pintarte los labios de
tonos claros, ya volverás a colocarte los rizos en su sitio y pasearte por la
calle como si el mundo fuera tuyo.
Y
supongo que lo es, porque todos saben que está lleno de demonios.
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