Huesos era pálida como una criatura de nieve y se le notaba hasta el alma a través de la piel. Sus ojos estaban llenos del agua que observaba mediante el catalejo de su abuelo, aquella masa azul, verde o gris —dependía del ánimo del sol— un puñado de kilómetros más allá de su cristalera en forma de media luna. Huesos había crecido entre diccionarios de italiano, vinilos franceses y poemarios en inglés, y su espíritu se forjó poco a poco con cada gota de té vertida por la tetera venida del viejo mundo, con cada brote de verde vida en las macetas de cerámica, con cada letra engullida de las novelas policíacas de tía B.
Huesos era una chica de carácter tranquilo y a nadie se le ocurrió pensar (ni siquiera a la cobra negra que le hacía compañía con el buen tiempo) que un día atravesaría la puerta de casa, cruzaría el jardín delantero de su parcela y echaría a volar al final de la calle. Toda una vida confinada a la torre de hormigón de un barrio de clase media y un día ¡boom!, nació un pájaro.
Huesos pudo volar por el aire dormido en sus pulmones, por las nubes de su cabeza y por la fuerza del mar (verde, aquel día). Huesos pudo volar y no volvió, y sólo dejó un apartamento vacío, un vestido blanco y una cobra negra llorando en la cocina.
Perdón por la ausencia.
La felicidad a veces
te deja sin tiempo.
(pero he vuelto)
1 comentario:
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