Lloraba
en silencio porque no le quedaban cuerdas vocales que
gastar. Sentía la lengua de plomo y la boca muerta, el rostro un cadáver frío y
empapado de rocío de mar. El pelo revuelto, mechones encima de los ojos, en las
comisuras de los labios, en las mejillas, daba igual, ese torbellino castaño
era el indicador del caos, de la tormenta, del huracán negro que ella tenía en
el esternón, clavado entre las costillas. Se apreciaban con claridad las
galaxias que tenía en la piel, oscuras como gotas de tinta, de chocolate
intenso. Las piernas desnudas, los pies descalzos, la espalda contra el viento
gélido que se colaba por la ventana; el aliento helado mordiendo los hombros,
la nuca, el vientre, los brazos. Apretó los puños con fuerza, se clavó las uñas
que no tenía, presionó hasta quebrarse los huesos, pero no era suficiente, no
era suficiente como para olvidar, dejar a lado el dolor, el verdadero dolor, el
que se le colaba dentro, el que bailaba entre sus entrañas. La hoja estaba allí
mismo, ni siquiera tuvo que alargar la mano; no sabía cómo había aparecido en
el suelo de su habitación, pero ahí estaba, reluciente bajo la luz del sol tardío.
Sintió el metal frío entre los dedos, lo acarició con cuidado, pasó las yemas a
lo largo una y otra vez, deleitándose de la calma, de la serenidad que sólo un
arma puede ofrecer. Era la paz que le faltaba, el peso que necesitaba encima
para ahogar todas las penas que le gritaban dentro de su cabeza, dejándola
sorda, ciega, muda. Sostuvo el cuchillo con la mano derecha y volvió a cerrar
el puño en torno a la hoja, el borde afilado contra la palma blanca y fría,
como el invierno. Brotó la sangre y apretó con más fuerza, con rabia, con
valor, con miedo, con despecho. La herida se hizo más y más grande, la hoja atravesó
la carne y bañó todo de sangre cálida y roja, tan roja que asustaba. Un poco
más, se dijo. Un poco más. Aún puedo escuchar los latidos.
Sangraba
y lloraba, y el pulso acompañaba a los sollozos porque
ambos ritmos eran similares, naturales, como dos líneas paralelas que siguen
juntas hasta el infinito. El cuchillo llegó al hueso y no pudo abrirse camino;
los dedos no tenían más fuerza, estaban ebrios de dolor y agotamiento y crujían
como las escaleras de una mansión del siglo pasado, la piel se teñía como pétalos
de amapola, y ella seguía sorda por las voces en su cabeza. Soltó la hoja y ésta
besó el suelo con un gemido metálico; se llevó la mano al cuello y apretó,
palpitación contra palpitación, empapando de sangre la nieve de sus clavículas.
Deslizó los dedos y llegó al pecho, apretó fuerte en el lado izquierdo. ¿Lo
oyes? se preguntó, con la sonrisa de la demencia en los labios. ¿Lo
oyes, corazón? No eres el único que sangra.
Si alguna vez
veis a alguien
apretar los puños así
no le dejéis nunca
continuar.
Es preferible llorar
que sangrar.
4 comentarios:
Es muy triste T____T Debería levantarse y hacerle frente al dolor y al sufrimiento y no dejar que la derrote de esa manera tan dolorosa ;_;
muy lindo, pero triste, me conmovió tu relato. Realmente eres buena retratando sentimientos. Por cierto te he nominado a un premio en mi blog.
http://yuna6785-seyens.blogspot.com.es/2013/03/premio-d.html
Wow... impresionante relato.
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Te invito a mi blognovela negra que llevo escribiendo desde hace unos meses y no me va nada mal.
http://retratodeunasesino.blogspot.com.es/
Ikana: a veces rendirse es la única opción. Hay cosas que tan sólo se superan con el tiempo, esperando con paciencia.
Paula: muchísimas gracias por tu premio (:
BlackGore: Gracias ^^
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