Había una vez un buen mecánico.
Era alto y apuesto, de cabello oscuro. Su risa hacía temblar las paredes y sus
brazos eran duros, fuertes. Para arreglar y proteger. Sus manos grandes podían
amarrar una soga irrompible a un tanque y acariciar una mejilla con la suavidad
de una pluma.
El buen mecánico, un día, se
sintió solo. Y decidió crear una niña mecánica. En muchos aspectos, esa niña
era igual que su padre. Pero puede que, temeroso de causar algún estrago, no
apretara lo suficiente un par de tuercas, porque aquella niña no era mecánica.
Era una niña de carne y hueso que fruncía el ceño cada dos por tres y que
pasaba horas sentada, observando su alrededor y, seguramente, odiando cada cosa
que estuviera cerca de ella.
Eso no le pareció bien al buen
mecánico. Frunció el ceño, igual que su hija, y trasteó con todos los
engranajes, los muelles y los tornillos, hasta que se dio cuenta de lo que
faltaba. Y supo que aquello había sido un colosal error de cálculo, porque lo
que le faltaba a la niña mecánica era un corazón.
Entendió entonces que siempre
estaba fría porque por las venas de los brazos y las piernas no corría sangre,
sólo el aire que inhalaba por la nariz. Y el buen mecánico se sintió aliviado,
aunque lo más duro estaba por llegar. Con un destornillador se abrió el pecho y
serró un trocito de su propio corazón, no demasiado grande, pero tampoco muy
pequeño. Volvió a cerrarse y se ocupó de injertar el músculo en la niña mecánica:
cuando terminó, la piel de la pequeña cobró un tono rosado muy saludable, y su
carne se volvió cálida. La niña empezó a sonreír, a curiosear, a reír a
carcajadas que hacían temblar las paredes, como las de su padre. Hizo
volteretas, el pino en la pared, regaló flores, persiguió mariposas, pintó
maravillas en muros, suelos y sillones.
Pero un tiempo más tarde la luz
de su piel se apagó, y la niña mecánica empezó a estar triste todo el tiempo.
El buen mecánico, preocupado, le
desatornilló el pecho de nuevo. Dentro estaba el trozo de corazón, negro como
la boca del lobo, marchito por el tiempo y el desgaste de la vida. Pero se había
agarrado a su cuerpo como un árbol a la tierra. No tuvo más remedio que dejarlo,
volver a seccionar el suyo propio y extraer una porción para su hija.
Esto se repitió muchas veces a lo
largo de los años. Los trozos de corazón cada vez duraban menos, y el buen mecánico
cada vez se sentía más apático, porque cada vez tenía menos sangre y corazón.
Pero nunca, nunca dejó de darle
la vida a su hija.
La niña mecánica creció sana y
siempre feliz, y con el paso del tiempo su corazón fue tomando forma. Llegó el
día en que tuvo por entero el corazón de su padre, excepto un minúsculo trozo,
más diminuto que un grano de arroz.
El buen mecánico quiso dárselo a
su hija, pero ya no tenía fuerzas. Sus potentes brazos no lograban sostenerse
por sí solos; sus manos suaves hacía mucho que habían dejado de funcionar bien.
Y la niña mecánica únicamente pudo sostener esas manos entre las suyas mientras
su padre cantaba, postrado en la cama y ciego de delirio.
Cuando el buen mecánico murió, el
corazón —el de ella, el de él, el de ambos— sufrió una sacudida. Y la niña mecánica
supo que la pequeña herida que sufría, el minúsculo trozo que faltaba, era un
agujero que con el tiempo se haría más y más grande, porque nunca se podría
cerrar. Porque el resto de ese corazón estaba en otro cuerpo.
Y porque la niña mecánica nunca hubiera
sobrevivido sin su padre.
Dos años ya, y te sigo queriendo lo mismo.
O puede que más.