Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

jueves, 29 de agosto de 2013

Epístola ♥

Hola, papá.

Ha pasado un año desde que te fuiste. Ha sido —y lo digo con total sinceridad— el año más intenso que he vivido nunca. He llorado muchísimo. He reído, también, pero el dolor siempre eclipsa las pequeñas cosas, ¿no? Eso creo yo.

En doce meses pueden pasar cientos de cosas —y han pasado, ciertamente— pero ha sido un recorrido corto. A veces los recuerdos del verano de 2012 se solapan con los de 2013 y me confundo, porque me parece casi imposible haber pasado 365 días sin ti y haber sobrevivido a ello. ¿Me ves? Estoy bien, estoy sana, no tengo grandes problemas, y voy saltando como puedo lo que se me pone por delante. He intentado ser fuerte; las tres lo hemos hecho, y tendrías que vernos, papá, porque lo hemos hecho bastante bien. Mamá… mamá ha sido tan fuerte que no sé cómo lo soporta. No flaquea, está siempre alerta, siempre pendiente de nosotras, siempre al pie del cañón. Y Niñaleón a veces es poco comunicativa, me es difícil saber lo que piensa, creo que no es para mí un libro tan abierto como lo es mamá. Pero cumplió doce años en enero, en apenas tres semanas va a comenzar ya el instituto, y yo cuando la veo sólo puedo pensar en cómo puede caber tanta valentía en un cuerpo tan pequeño. Sigue siendo pequeña. Pero ya es mayor, ya es muy mayor.

El día del entierro le dije a Alba que para mí era una situación surrealista, que no me lo creía, y que cuando pasara una, dos, tres semanas, un mes, dos meses… llegaría un momento en el que la verdad me explotaría en la cara y rompería a llorar. Que, como si fuera un milagro, descubriría que tu ausencia sería infinita. Pero no fue así, y no sé decir qué habría sido peor. Durante los primeros meses me envolvió una sensación extraña, como si mi vida me fuese desconocida, como si me hubiera metido en un lugar al que me estaba prohibido ir. Las veces que tuve que decirlo me quedaba callada unos segundos antes, recapacitando si estaba en un error. Mi padre está muerto. Me parecía una mentira. Me costaba decirlo, no por el dolor, sino por la incredulidad.

No sabes el tiempo que pasé esperándote llegar, papá. Oía el motor del coche al subir por la calle en dirección a casa y siempre, no importaba qué hora fuera, siempre pensaba que eras tú al volver de trabajar. Estaba en el salón y escuchaba el tintineo de las llaves que suena siempre en el porche delantero antes de que alguien abra la puerta de la entrada, y siempre esperaba que fueras tú quien cruzara el umbral y me diera un beso en la mejilla. A veces oía unos pasos en el piso de arriba, y te imaginaba a ti yendo de aquí para allá. Y luego estaban los signos evidentes que contrastaban esa esperanza. Iba al piso superior y veía la puerta de tu cuarto abierta, nunca antes estaba abierta. A la hora de comer los sitios de la mesa se cambiaron; siempre que tú no estabas ocupábamos sillas distintas, y desde entonces cada vez que nos sentábamos a la mesa me daba la sensación de que era un día extraño, especial en cierto modo, porque no estabas allí para presidir en la comida. Los petit-suisse de Nesquik ya no desaparecían a tanta velocidad; el baño nunca estaba ocupado cuando yo quería ducharme; la radio ya no sonaba alta cuando salías al jardín a trabajar en cualquier cosa; tus revistas de motor mensuales se acumulaban en la mesa del salón, todavía sin desenvolver del plástico. El sofá estaba horriblemente vacío, después de acostumbrarme a verte en tu sitio habitual. Ya no te veía sentado a la mesa de la cocina con un vaso de té entre las manos si me despertaba tarde los fines de semana; tu olor empezó a brillar por su ausencia, igual que tu tono socarrón. Nadie venía a buscarme a mi habitación los domingos por la tarde mientras hacía los deberes para traerme la paga semanal, puntual y en silencio; nadie dejaba notas en la cocina con tu letra casi indescifrable. El poco vino que solía aparecer en la mesa a la hora de comer dejó de estar presente, igual que tu ropa azul de ciclismo dejó de pasar por la lavadora y permanecer días en el tendedor junto al resto de las prendas.

Papá, te echo muchísimo de menos. Pienso en ti todos los días, de una forma u otra, y hay veces que me olvido de que te echo de menos, porque pienso en ti con cariño y una sonrisa pintada en la cara. Pero hay otras ocasiones en las que me ahogo porque pienso que no voy a poder verte nunca más, y me gustaría poder dejar de respirar o dejar de llorar o conseguir poner la mente en blanco, pero me llevo las manos a la cabeza y pienso por qué, por qué tú, por qué yo, por qué nosotras. Siempre pensé que tenía suerte, que era muy afortunada de poseer un techo y una familia maravillosa. Pensé que vivía en una burbuja en la que no ocurrían grandes desgracias; que tenía un don para adivinar que nada malo iba a pasarme. Que, de algún modo, todo iba a ir bien. Y esto lo pensaba hasta hace un año y poco más de un mes, papá, porque aunque todos los adolescentes sufren más o menos, por gilipolleces o por motivos mayores, mi vida no se había quebrado tanto nunca como cuando dejaste de estar aquí.

Echo de menos tu risa, tu rostro, tu espalda cuajada de pecas y tus piernas fuertes —que, nunca te lo dije, pero me parecían bonitas. Echo de menos los paseos en coche, en moto, las noches largas de fin de semana en el sofá que pasábamos los dos solos, con las luces apagadas, viendo películas de acción en la tele. Tu poca maña para usar el ordenador, tus anotaciones periódicas sobre el coche en una libreta de hojas sin cuadricular, tu ropa puesta a secar en el tendedor, el cuarto plato y el cuarto par de cubiertos y la cuarta servilleta y su vaso sobre la mesa a la hora de comer y de cenar. Echo de menos despertarte de la siesta y que el sueño te abandonara de golpe y nos asustáramos los dos; echo de menos tus gafas de sol azules, tu acento al hablar en francés, tu voz, tu historia sobre cómo empezaste a odiar las cerezas, tu número de móvil, tus anécdotas de cuando eras más joven. También echo de menos volver a la peña todas las madrugadas en las fiestas del pueblo y encontrarte allí, hablando y riendo con los que habían sido tus amigos desde la infancia —prueba de ello la foto que había en una de las paredes blancas; el grupo de chicos jóvenes, más bien niños, todos alineados y con carita de ángeles, todo en color blanco y negro sucio, color sepia, color de las fotos antiguas—, y que mamá y Niñaleón se hubieran ido, porque eras siempre el guardián, el que siempre estaba allí, esperando, el que terminaba por mandarme a casa antes de acudir él. El hombre con el que siempre podía contar. Echo de menos las tortas de maíz que cocinabas de vez en cuando —no sé si algún día me atreveré a probar otras—, tu firma, tus piropos, tus silbidos, la pose que adoptabas a veces al estar de pie, con los brazos en jarras; tu manera de explicar y repetir los argumentos, despacio y con paciencia; tus besos casuales a mamá, tu pendrive lleno de música, tu cara de sueño, tu radio pequeña que llevabas para salir con la bici, tu broma en el contestador del teléfono móvil de mamá, tus pies, tu perfume de Paco Rabanne, tu presencia en la cocina cuando hacías de chef. Mierda, papá, echo de menos incluso los gritos, todos los enfados, la forma que tenías de hablarnos en plural a mi hermana y a mí cuando sólo una de las dos hacía algo mal, las broncas por dejar el aire acondicionado puesto y las ventanas de la casa abiertas simultáneamente.

Recuerdo el último paseo que dimos en moto hacia el Santuario; la charla que tuvimos allí, lo que tomamos en el mirador. Recuerdo las noches de verano en el sofá cuando veíamos una peli y tú extendías el brazo izquierdo hacia mí y yo te hacía cosquillas muy muy suaves, desde la muñeca hasta el codo, tanto rato que se me dormían los dedos y tenía que parar. Recuerdo tu sorpresa al descubrir que te gustó Tiana y el Sapo cuando la vimos en el cine con mi hermana, y tu tono incrédulo al contárselo a mamá durante la cena. Recuerdo tus historias sobre los años en que fuiste karateka. Recuerdo todas las vacaciones que vivimos juntos. Recuerdo que me venías a buscar del instituto todos los días, siempre puntual a las dos y media, y un día que estabas de buen humor pusiste el CD de música que yo había grabado y sonó una canción en japonés, y aunque tú odiabas mis canciones en chino, japonés, coreano y sucedáneos, subiste el volumen hasta que me quedé sorda y grité de felicidad, con una sonrisa en la boca, mientras tú sonreías también. Recuerdo las llamadas al hospital mientras mi hermana y yo estábamos en Panticosa. Recuerdo estar en agosto en casa de Valeria cenando con ella y Sonia para el cumpleaños de ésta, y su padre me preguntó cómo estabas, y yo le conté la verdad, lo que me habían dicho; que estabas mejorando. Recuerdo la máscara de tensión y dureza que porté los primeros meses en mi nuevo instituto, y todos los trayectos de autobús a oscuras por la mañana, llorando con la cara en silencio en dirección a la ventana y escuchando música suave para contener las ganas de gritar. Recuerdo cuando era muy pequeña y pregunté si podía ver la cinta de los Aristogatos y tú contestaste que podía hacerlo si pronunciaba bien el título, y después de varios intentos terminaste dándolo por bueno con una sonrisa. Recuerdo el vacío que se me quedó dentro y que casi me hizo vomitar las entrañas en Navidad.

A veces pienso en todo lo que he perdido y algo se me rompe en lo más profundo de mi cuerpo. Nunca voy a olvidar que prometí regalarte un Lamborguini de verdad cuando te hice ese dibujo del coche. Es horrible no poder cumplir esa promesa, ¿sabes? Te lo hubiera comprado aunque hubiera tenido que vender la casa. Te lo habría regalado, papá. Y no sabes las veces que deseé saber hacer magia para curarte el dolor de las muñecas. Es algo que nunca le he dicho a nadie, pero de verdad me acosté muchas noches pidiendo, por favor, quiero curar, quiero poder curarle, no quiero que sienta más dolor, quiero que vuelva a ser tan fuerte como antes. También te hubiese convertido en oso pardo una temporada, como siempre decías que te habría gustado, para comer sin reparo durante seis meses y dormir los otros seis. Hubiese ido a buscar a Angelina Jolie a Estados Unidos sólo para que la conocieras. Habría hecho cualquier cosa por ti, papá.

Odio imaginar todas las cosas que tenías aún por compartir, todas las cosas que no te dio tiempo a decir, todos los consejos que podrías haberme dado. Y odio darme cuenta de que todas las cosas importantes que he vivido en este último año, y todas las que viviré a partir de ahora, no podrás presenciarlas. No estarás en mi graduación, ni estarás en ninguno de mis cumpleaños, ni cuando me mude, ni en mi boda, si es que me caso algún día, ni podré contarte que he conseguido mi primer trabajo, o mi título en la universidad. No podré preguntarte nada que no te haya preguntado, y siempre voy a tener la sensación de que no sé lo suficiente de ti. Me gustaría que estuvieras tan sólo para ponerte ante mí y decir; miradlo, porque nunca conoceréis a alguien como él, porque ha sido el mejor padre, porque es una persona maravillosa, porque deberíais sentiros afortunados de poder tener la oportunidad de verle siquiera. Me gustaría presentarte a personas maravillosas que he conocido, y a otras no tan maravillosas para que les dieras su merecido. Me gustaría contarte todo lo que me ha pasado este año.

Y ya lo sé, ya sé que no, ya no pienso en ti cuando oigo las llaves, ni el coche ni la puerta de la entrada, ni imagino encontrarte cuando entro a la cocina, pero debes saber que te quiero y te necesito a cada instante, que te pido por cada estrella fugaz, por cada vela de cumpleaños, por cada uva de año nuevo, por cada pestaña caída y por cada flor de los deseos. Que cada vez que alguien pregunta: “Si pudieras tener cualquier cosa ahora mismo, ¿qué pedirías?” pienso en ti, y que las tres cosas que me llevaría a una isla desierta serías tú, y que si tuviera un genio de la lámpara como el de Aladdin, mis deseos buscarían la forma de hacerte volver.

No creo en el cielo pero es más fácil para mí pensar que de algún modo puedo hablar contigo. Así que yo hablo de ti, sin parar, a todas horas, en cada ocasión que se me presenta, y alguna gente me mira con lástima, lo siento, dicen, y yo respondo que no, que no me molesta hablar de ti, al contrario, que eres, probablemente, mi tema de conversación favorito, y que aunque llegará el día en que tenga que derrumbarme ante alguien y llorar mil veces lo que ya he llorado por ti, de momento te recuerdo sonriendo en mi cabeza y sonrío también, porque los casi dieciséis años que pasé contigo fueron probablemente los mejores dieciséis años que pudo tener nadie. Y me siento estúpida si hablo en voz baja para decirte cosas, porque sabes que lo mío no es hablar, sino escribir, y por eso te escribo siempre; estás en cada letra, en cada frase y en cada relato, hay alusiones a ti durante párrafos y párrafos. Dicen que los escritores siempre se reflejan a sí mismos en lo que escriben; si yo reflejo algo es a ti, o al menos la parte que conservo de ti en el corazón.

Te echo de menos como el primer día, pero cada vez se me hace un poquito menos duro aceptar que no vas a volver. Es instinto de supervivencia, creo. Pero el amor sigue intacto.


Te quiero, y voy a quererte siempre.



miércoles, 21 de agosto de 2013

moi... Lolita

Se deslizó en silencio hacia él y rozó el cuerpo contra el suyo. Sus manos blancas, delicadas, femeninas, recorrieron su pecho, ascendieron suavemente hacia el cuello y se posaron en la nuca, frágiles como plumas, mientras atrapaba sus labios jadeantes con su boca escarlata. A él se le disparó el pulso y ella empezó a ronronear, un sonido suave y vibrante que subió varios grados la temperatura de la habitación y probablemente del hotel entero. 
Le puso las manos en la cintura y la agarró con fuerza, como si temiera que se escapase. Ella se apretó contra él, juguetona, separó las piernas y enroscó una de ellas torno a él mientras pintaba de carmín su barbilla, su mandíbula, su cuello. Arrastró las manos hacia abajo, liberando los botones de la camisa por el camino, aquella camisa cara comprada por una esposa rica que probablemente estaba follando con otro hombre en cualquier otro hotel de la ciudad; desabrochada la camisa recorrió sus pectorales con las yemas de los dedos, como un ciego lee en braille, como si descubriera un secreto en cada centímetro de piel. Enterró los labios en su clavícula y aspiró; la envolvió el aroma a hombre y siguió acariciándole lentamente, dejando rastros de fuego y derritiendo carne, piel contra piel, mientras la cascada de rizos dorados le hacía cosquillas. Él temblaba, tenía la respiración agitada, pero estaba petrificado, no podía ni siquiera abrir los ojos, se dejaba hacer, dejaba su cuerpo a entera disposición de ella. Y ella, a cámara lenta, le deslizó la camisa por los brazos, deshizo el camino con los labios de carmín… y cuando era imposible alcanzar un grado mayor de parsimonia, le agarró bruscamente del cinturón y se tumbó sobre la cama, atrayéndolo hacia sí.
Comenzó una batalla de manos y piernas enroscadas, de lenguas ardientes y de pieles sudorosas, de jadeos entre dientes y susurros al oído; él, desnudo, vulnerable, mordiéndose el labio mientras la miraba con lascivia; ella a horcajadas, como una diosa que jugara a ser amazona por un día, le ataba con el cinturón las manos a la cabecera de la cama. Y con el mismo ronroneo y esos ojazos de gata se derramó sobre su boca, le pasó la lengua por los labios, le suspiró el aliento cálido y húmedo, le atrapó la lengua con los dientes mientras él le seguía el juego. 
Entonces mordió, y sintió la sangre correr y le llenó la boca; él gimió de dolor e intentó liberarse, pero el cinturón no se rompió. Siguió apretando los dientes con fuerza, dio un tirón en el que casi oyó el “crac” de su propio cuello, giró la cabeza y escupió a un lado de la cama. Sobre la alfombra de pelo pardo cayó la lengua roja, sanguinolenta, un vulgar trozo de carne, mientras él abría los ojos como platos, la miraba con horror, suéltame, intentó gritar, suéltame; ella sonrió, le puso las manos en las mejillas y le acarició dulcemente en un gesto cauto, casi de forma maternal. Le dio un suave beso en la frente mientras la sangre le salía a borbotones de entre los labios, se le derramaba por la barbilla, por el cuello, y llegaba hasta la cama, empapando la cubierta de color azul. Él trató de gritar, pero antes de que sus cuerdas vocales pudieran recibir la orden del cerebro siquiera, ella le torció el cuello con violencia. Las cervicales crujieron al quebrarse, la médula espinal agonizó y el cerebro murió mientras a él se le desenfocaba la vista. Los ojos azules se quedaron inexpresivos, fríos como el hielo, vacíos. 
Desmontó de su corcel muerto, se calzó las botas negras de tacón, se puso la gabardina de cuero sobre la lencería francesa y bebió un trago de whisky de la botella que había sobre la mesilla para enjuagarse la boca. Después se miró en el espejo del baño, sonrió ante su recién retocado carmín rojizo, comprobó que sus dientes volvían a ser blancos y salió de la habitación.

martes, 13 de agosto de 2013

Desiria

      El sol se puso mientras los campesinos marchaban hacia la plaza. La tarde dio paso a la noche pero no al silencio; los comentarios y los murmullos llenaron las calles hasta que todos se congregaron en derredor al entablado, del que colgaba una horca. La luz solar agonizaba ya cuando un hombre trajeado subió al escenario de madera. Las voces murieron con el día, e instantes más tarde otras tres figuras se reunieron con la recién llegada; dos hombres, casi tan bien vestidos como el primero, y una mujer encapuchada. Cuando el silencio fue tan denso que habría podido cortarse con un cuchillo, uno de los hombres desenmascaró a la mujer, arrojando el saco que la cubría al suelo de madera. El pueblo abrió los ojos con sorpresa ante la revelada identidad de la encadenada.
      No se veía todos los días a una mujer como ella. Llevaba puesto un largo vestido que antaño había sido blanco, pero que ahora estaba raído y sucio, y tenía los bajos de la falda tan estropeados que se veían perfectamente sus botas de cuero, a juego con el corsé que le ceñía la cintura. Su cabello, trenzado en un moño dorado casi deshecho, dejaba al descubierto un rostro blanquecino y de facciones demasiado finas como para pertenecer a la baja alcurnia. Tenía los ojos sombreados de un polvo negro similar al hollín, resaltando una mirada felina de iris color ámbar. Y sus labios, igual de negros, permanecían serenos como su dueña, insensible a la escena que allí acontecía. Los presentes, sin embargo, lucharon contra el impulso de echar a correr ante la presencia de aquella mujer. Contemplaban su rostro fiero y sus manos delicadas, que sostenían como podían las faldas del vestido entre cadenas y grilletes, con unas uñas largas y rojas de sangre.
      El primer hombre que había subido al escenario sacó un pergamino lacrado de entre los pliegues de su chaqueta, y ante la expectación de la multitud, lo desenrolló. Había sido prevista la hora de la ejecución y, ante la falta de sol, una gran hoguera había sido encendida en medio de la plaza. Así pues, ayudándose de las llamas que casi parecían rozar el cielo negro, el hombre se aclaró la garganta y comenzó a leer.

Por la presente el rey Robert,
hijo del anterior rey Bartholomew,
Guardián del Reino de Lacalia,
Protector de la Tierra Nueva
y Señor de Monte Farrell,
declara culpable a Desiria Decay,
hija de Tyler Decay,
de los siguientes delitos cometidos:
engaño a la autoridad,
robo a mano armada,
homicidio involuntario,
resistencia a las fuerzas del orden real,
homicidio voluntario,
y continuación repetida de homicidio voluntario.
Para absolver a la condenada
de  los siguientes pecados,
el gobernador regente del lugar
considera la horca como castigo justo.

      El hombre dio por finalizado el discurso y volvió a enrollar el pergamino, tras lo cual bajó del entablado y se le perdió de vista. Mientras uno de los hombres que sujetaban a la mujer acercaba a ésta a la horca colgante, el otro se aproximó a la palanca que abría la trampilla del escenario. En unos instantes la mujer tuvo la gruesa soga alrededor del cuello, y todo el mundo contuvo el aliento antes de que se produjese la ejecución.
      Entonces Desiria sonrió con sus labios oscuros, revelando unos dientes negros como la boca del lobo, y la plaza fue engullida por una gran explosión.
            Las llamas consumieron pueblo y edificios, y en medio del caos los supervivientes gritaban y corrían, sin saber qué hacer ni adónde ir. El entablado quedó reducido a un amasijo de maderas y cuerda chamuscada, y los dos guardias que conducían a la mujer a su destino fatal murieron cuando dos grandes astillas les atravesaron el cuerpo en la caída. Y en medio de los cadáveres y el fuego no había ni rastro de aquellos ojos felinos, ni su boca negra, ni su vestido blanco.