Hola, papá.
Ha pasado un año desde que te fuiste. Ha sido —y lo
digo con total sinceridad— el año más intenso que he vivido nunca. He llorado
muchísimo. He reído, también, pero el dolor siempre eclipsa las pequeñas cosas,
¿no? Eso creo yo.
En doce meses pueden pasar cientos de cosas —y han
pasado, ciertamente— pero ha sido un recorrido corto. A veces los recuerdos del
verano de 2012 se solapan con los de 2013 y me confundo, porque me parece casi
imposible haber pasado 365 días sin ti y haber sobrevivido a ello. ¿Me ves?
Estoy bien, estoy sana, no tengo grandes problemas, y voy saltando como puedo
lo que se me pone por delante. He intentado ser fuerte; las tres lo hemos
hecho, y tendrías que vernos, papá, porque lo hemos hecho bastante bien. Mamá…
mamá ha sido tan fuerte que no sé cómo lo soporta. No flaquea, está siempre
alerta, siempre pendiente de nosotras, siempre al pie del cañón. Y Niñaleón a
veces es poco comunicativa, me es difícil saber lo que piensa, creo que no es
para mí un libro tan abierto como lo es mamá. Pero cumplió doce años en enero, en
apenas tres semanas va a comenzar ya el instituto, y yo cuando la veo sólo
puedo pensar en cómo puede caber tanta valentía en un cuerpo tan pequeño. Sigue
siendo pequeña. Pero ya es mayor, ya es muy mayor.
El día del entierro le dije a Alba que para mí era
una situación surrealista, que no me lo creía, y que cuando pasara una, dos,
tres semanas, un mes, dos meses… llegaría un momento en el que la verdad me
explotaría en la cara y rompería a llorar. Que, como si fuera un milagro,
descubriría que tu ausencia sería infinita. Pero no fue así, y no sé decir qué
habría sido peor. Durante los primeros meses me envolvió una sensación extraña,
como si mi vida me fuese desconocida, como si me hubiera metido en un lugar al
que me estaba prohibido ir. Las veces que tuve que decirlo me quedaba callada
unos segundos antes, recapacitando si estaba en un error. Mi padre está muerto. Me parecía una mentira. Me costaba decirlo,
no por el dolor, sino por la incredulidad.
No sabes el tiempo que pasé esperándote llegar, papá.
Oía el motor del coche al subir por la calle en dirección a casa y siempre, no
importaba qué hora fuera, siempre pensaba que eras tú al volver de trabajar.
Estaba en el salón y escuchaba el tintineo de las llaves que suena siempre en
el porche delantero antes de que alguien abra la puerta de la entrada, y
siempre esperaba que fueras tú quien cruzara el umbral y me diera un beso en la
mejilla. A veces oía unos pasos en el piso de arriba, y te imaginaba a ti yendo
de aquí para allá. Y luego estaban los signos evidentes que contrastaban esa
esperanza. Iba al piso superior y veía la puerta de tu cuarto abierta, nunca
antes estaba abierta. A la hora de comer los sitios de la mesa se cambiaron;
siempre que tú no estabas ocupábamos sillas distintas, y desde entonces cada
vez que nos sentábamos a la mesa me daba la sensación de que era un día
extraño, especial en cierto modo, porque no estabas allí para presidir en la
comida. Los petit-suisse de Nesquik ya no desaparecían a tanta velocidad; el
baño nunca estaba ocupado cuando yo quería ducharme; la radio ya no sonaba alta
cuando salías al jardín a trabajar en cualquier cosa; tus revistas de motor
mensuales se acumulaban en la mesa del salón, todavía sin desenvolver del plástico.
El sofá estaba horriblemente vacío, después de acostumbrarme a verte en tu
sitio habitual. Ya no te veía sentado a la mesa de la cocina con un vaso de té
entre las manos si me despertaba tarde los fines de semana; tu olor empezó a
brillar por su ausencia, igual que tu tono socarrón. Nadie venía a buscarme a
mi habitación los domingos por la tarde mientras hacía los deberes para traerme
la paga semanal, puntual y en silencio; nadie dejaba notas en la cocina con tu
letra casi indescifrable. El poco vino que solía aparecer en la mesa a la hora
de comer dejó de estar presente, igual que tu ropa azul de ciclismo dejó de
pasar por la lavadora y permanecer días en el tendedor junto al resto de las
prendas.
Papá, te echo muchísimo de menos. Pienso en ti
todos los días, de una forma u otra, y hay veces que me olvido de que te echo
de menos, porque pienso en ti con cariño y una sonrisa pintada en la cara. Pero
hay otras ocasiones en las que me ahogo porque pienso que no voy a poder verte
nunca más, y me gustaría poder dejar de respirar o dejar de llorar o conseguir
poner la mente en blanco, pero me llevo las manos a la cabeza y pienso por qué,
por qué tú, por qué yo, por qué nosotras. Siempre pensé que tenía suerte, que
era muy afortunada de poseer un techo y una familia maravillosa. Pensé que vivía
en una burbuja en la que no ocurrían grandes desgracias; que tenía un don para
adivinar que nada malo iba a pasarme. Que, de algún modo, todo iba a ir bien. Y
esto lo pensaba hasta hace un año y poco más de un mes, papá, porque aunque
todos los adolescentes sufren más o menos, por gilipolleces o por motivos mayores,
mi vida no se había quebrado tanto nunca como cuando dejaste de estar aquí.
Echo de menos tu risa, tu rostro, tu espalda
cuajada de pecas y tus piernas fuertes —que, nunca te lo dije, pero me parecían
bonitas. Echo de menos los paseos en coche, en moto, las noches largas de fin
de semana en el sofá que pasábamos los dos solos, con las luces apagadas,
viendo películas de acción en la tele. Tu poca maña para usar el ordenador, tus
anotaciones periódicas sobre el coche en una libreta de hojas sin cuadricular,
tu ropa puesta a secar en el tendedor, el cuarto plato y el cuarto par de
cubiertos y la cuarta servilleta y su vaso sobre la mesa a la hora de comer y
de cenar. Echo de menos despertarte de la siesta y que el sueño te abandonara
de golpe y nos asustáramos los dos; echo de menos tus gafas de sol azules, tu
acento al hablar en francés, tu voz, tu historia sobre cómo empezaste a odiar las
cerezas, tu número de móvil, tus anécdotas de cuando eras más joven. También
echo de menos volver a la peña todas las madrugadas en las fiestas del pueblo y
encontrarte allí, hablando y riendo con los que habían sido tus amigos desde la
infancia —prueba de ello la foto que había en una de las paredes blancas; el
grupo de chicos jóvenes, más bien niños, todos alineados y con carita de ángeles,
todo en color blanco y negro sucio, color sepia, color de las fotos antiguas—,
y que mamá y Niñaleón se hubieran ido, porque eras siempre el guardián, el que
siempre estaba allí, esperando, el que terminaba por mandarme a casa antes de
acudir él. El hombre con el que siempre podía contar. Echo de menos las tortas
de maíz que cocinabas de vez en cuando —no sé si algún día me atreveré a probar
otras—, tu firma, tus piropos, tus silbidos, la pose que adoptabas a veces al
estar de pie, con los brazos en jarras; tu manera de explicar y repetir los
argumentos, despacio y con paciencia; tus besos casuales a mamá, tu pendrive
lleno de música, tu cara de sueño, tu radio pequeña que llevabas para salir con
la bici, tu broma en el contestador del teléfono móvil de mamá, tus pies, tu
perfume de Paco Rabanne, tu presencia en la cocina cuando hacías de chef. Mierda,
papá, echo de menos incluso los gritos, todos los enfados, la forma que tenías
de hablarnos en plural a mi hermana y a mí cuando sólo una de las dos hacía
algo mal, las broncas por dejar el aire acondicionado puesto y las ventanas de
la casa abiertas simultáneamente.
Recuerdo el último paseo que dimos en moto hacia el
Santuario; la charla que tuvimos allí, lo que tomamos en el mirador. Recuerdo
las noches de verano en el sofá cuando veíamos una peli y tú extendías el brazo
izquierdo hacia mí y yo te hacía cosquillas muy muy suaves, desde la muñeca
hasta el codo, tanto rato que se me dormían los dedos y tenía que parar.
Recuerdo tu sorpresa al descubrir que te gustó Tiana y el Sapo cuando la vimos
en el cine con mi hermana, y tu tono incrédulo al contárselo a mamá durante la
cena. Recuerdo tus historias sobre los años en que fuiste karateka. Recuerdo
todas las vacaciones que vivimos juntos. Recuerdo que me venías a buscar del
instituto todos los días, siempre puntual a las dos y media, y un día que
estabas de buen humor pusiste el CD de música que yo había grabado y sonó una
canción en japonés, y aunque tú odiabas mis canciones en chino, japonés,
coreano y sucedáneos, subiste el volumen hasta que me quedé sorda y grité de
felicidad, con una sonrisa en la boca, mientras tú sonreías también. Recuerdo
las llamadas al hospital mientras mi hermana y yo estábamos en Panticosa.
Recuerdo estar en agosto en casa de Valeria cenando con ella y Sonia para el
cumpleaños de ésta, y su padre me preguntó cómo estabas, y yo le conté la
verdad, lo que me habían dicho; que estabas mejorando. Recuerdo la máscara de
tensión y dureza que porté los primeros meses en mi nuevo instituto, y todos
los trayectos de autobús a oscuras por la mañana, llorando con la cara en
silencio en dirección a la ventana y escuchando música suave para contener las
ganas de gritar. Recuerdo cuando era muy pequeña y pregunté si podía ver la
cinta de los Aristogatos y tú contestaste que podía hacerlo si pronunciaba bien
el título, y después de varios intentos terminaste dándolo por bueno con una sonrisa.
Recuerdo el vacío que se me quedó dentro y que casi me hizo vomitar las
entrañas en Navidad.
A veces pienso en todo lo que he perdido y algo se
me rompe en lo más profundo de mi cuerpo. Nunca voy a olvidar que prometí
regalarte un Lamborguini de verdad cuando te hice ese dibujo del coche. Es
horrible no poder cumplir esa promesa, ¿sabes? Te lo hubiera comprado aunque
hubiera tenido que vender la casa. Te lo habría regalado, papá. Y no sabes las
veces que deseé saber hacer magia para curarte el dolor de las muñecas. Es algo
que nunca le he dicho a nadie, pero de verdad me acosté muchas noches pidiendo,
por favor, quiero curar, quiero poder curarle, no quiero que sienta más dolor,
quiero que vuelva a ser tan fuerte como antes. También te hubiese convertido en
oso pardo una temporada, como siempre decías que te habría gustado, para comer
sin reparo durante seis meses y dormir los otros seis. Hubiese ido a buscar a
Angelina Jolie a Estados Unidos sólo para que la conocieras. Habría hecho
cualquier cosa por ti, papá.
Odio imaginar todas las cosas que tenías aún por
compartir, todas las cosas que no te dio tiempo a decir, todos los consejos que
podrías haberme dado. Y odio darme cuenta de que todas las cosas importantes
que he vivido en este último año, y todas las que viviré a partir de ahora, no
podrás presenciarlas. No estarás en mi graduación, ni estarás en ninguno de mis
cumpleaños, ni cuando me mude, ni en mi boda, si es que me caso algún día, ni
podré contarte que he conseguido mi primer trabajo, o mi título en la
universidad. No podré preguntarte nada que no te haya preguntado, y siempre voy
a tener la sensación de que no sé lo suficiente de ti. Me gustaría que
estuvieras tan sólo para ponerte ante mí y decir; miradlo, porque nunca conoceréis
a alguien como él, porque ha sido el mejor padre, porque es una persona
maravillosa, porque deberíais sentiros afortunados de poder tener la
oportunidad de verle siquiera. Me gustaría presentarte a personas maravillosas
que he conocido, y a otras no tan maravillosas para que les dieras su merecido.
Me gustaría contarte todo lo que me ha pasado este año.
Y ya lo sé, ya sé que no, ya no pienso en ti cuando
oigo las llaves, ni el coche ni la puerta de la entrada, ni imagino encontrarte
cuando entro a la cocina, pero debes saber que te quiero y te necesito a cada
instante, que te pido por cada estrella fugaz, por cada vela de cumpleaños, por
cada uva de año nuevo, por cada pestaña caída y por cada flor de los deseos.
Que cada vez que alguien pregunta: “Si pudieras tener cualquier cosa ahora
mismo, ¿qué pedirías?” pienso en ti, y que las tres cosas que me llevaría a una
isla desierta serías tú, y que si tuviera un genio de la lámpara como el de
Aladdin, mis deseos buscarían la forma de hacerte volver.
No creo en el cielo pero es más fácil para mí
pensar que de algún modo puedo hablar contigo. Así que yo hablo de ti, sin
parar, a todas horas, en cada ocasión que se me presenta, y alguna gente me
mira con lástima, lo siento, dicen, y yo respondo que no, que no me molesta
hablar de ti, al contrario, que eres, probablemente, mi tema de conversación
favorito, y que aunque llegará el día en que tenga que derrumbarme ante alguien
y llorar mil veces lo que ya he llorado por ti, de momento te recuerdo
sonriendo en mi cabeza y sonrío también, porque los casi dieciséis años que pasé
contigo fueron probablemente los mejores dieciséis años que pudo tener nadie. Y
me siento estúpida si hablo en voz baja para decirte cosas, porque sabes que lo
mío no es hablar, sino escribir, y por eso te escribo siempre; estás en cada
letra, en cada frase y en cada relato, hay alusiones a ti durante párrafos y párrafos.
Dicen que los escritores siempre se reflejan a sí mismos en lo que escriben; si
yo reflejo algo es a ti, o al menos la parte que conservo de ti en el corazón.
Te echo de menos como el primer día, pero cada vez
se me hace un poquito menos duro aceptar que no vas a volver. Es instinto de
supervivencia, creo. Pero el amor sigue intacto.
Te quiero, y voy a quererte siempre.
♥