Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

sábado, 20 de octubre de 2012

Chica-pájaro


         Se coló en la habitación de sus padres sin hacer ruido.
         Antes de que nadie pudiera descubrirla, rescató del gran arcón de madera una camisa vieja de su padre y los pantalones más pequeños que encontró. Trató de tranquilizarse diciéndose que si las prendas estaban allí probablemente nadie iba a usarlas nunca más, pero la culpa le dejó un gusto amargo en la boca. Le sabía mal robar aquello, pero ella no tenía pantalones ni algo con lo que cubrirse el torso, y necesitaba ambas cosas.
         Salió de allí lo más rápido que pudo y se dirigió al granero, el lugar donde dormía todas las noches con su hermano. Sobre la cama de paja se sintió más tranquila y pudo respirar con calma. Rescató un oxidado cuchillo de entre las mantas, que había robado previamente para poder esconder, y lo empuñó con firmeza.
         Sin grandes miramientos hizo dos cortes simétricos en la parte trasera de la camisa. Trató de trazar dos líneas no muy grandes, para que la tela no le dejara al descubierto toda la espalda, pero lo suficientemente anchas para que cumplieran su cometido.
         Cuando terminó se quitó el vestido y procedió a vestirse.



         Miró al frente y exhaló despacio.
         Tras ella, la montaña.
         Frente a ella, el precipicio.
         Cerró los ojos y contó hasta diez, tratando de conservar la calma. Por un momento el pánico se agolpó en su pecho, pero lo sofocó suspirando largamente y volvió a abrir los ojos.
         Dio un paso hacia atrás sin perder de vista la línea del horizonte. Después dio otro, y otro, y otro, hasta que se internó de nuevo en el bosque que cubría aquel pico de la montaña. Cuando por fin el tronco de uno de los árboles le impidió ver el cielo encapotado, había recorrido más de cincuenta metros andando hacia atrás.
         Se detuvo.
         Era el momento.
         Contó de nuevo para infundirse valor.
         Uno.
         Dos.
         Tres.
         Echó a correr tan rápido como le permitían las piernas. Aunque no estaba acostumbrada a ir con pantalones, sino con vestido, sus botas eran las de siempre. Y a sus zapatos los conocía bien. No hubo problemas.
         Pronto dejó atrás la zona boscosa y el sol la recibió brillando sin fuerza entre las nubes. No se permitió mirar a derecha e izquierda, porque sabía que se distraería. Mantuvo los ojos clavados en el cielo, con la cabeza al frente.
         Descargó toda la adrenalina que tenía en el cuerpo antes de dar el salto. Procuró no pensar en ello, porque un paso en falso podría resultar fatal. Tenía que estar muy segura de sí misma, y del resultado que pensaba obtener. Ya lo había hecho otras veces.
         Pero nunca desde tan alto.
         Llegó peligrosamente a la zona final, pero no se amedrentó. Era ahora o nunca. Dio las últimas zancadas, dirigió unos breves pensamientos a su familia, por si le ocurría lo peor, y saltó por el borde del precipicio.
         Le dio la impresión de que todo transcurría a cámara lenta, como si el tiempo hubiera decidido congelarse. Distinguió la sombra del sol, escondido entre las nubes, y el cielo plateado amenazando una tormenta que, parecía, no tardaría en llegar. No miró hacia abajo para no asustarse, pero se concentró al máximo en lo que tenía que hacer.
         De pronto, la piel de su espalda comenzó a resquebrajarse. En su carne nacieron dos cortes simétricos a la altura de los omóplatos, que no tardaron en sangrar en abundancia. Aunque le dolió, ella siguió esforzándose mientras caía.
         Tras unos angustiosos segundos, de las heridas abiertas salieron unas pequeñas plumas blancas, que se mancharon enseguida con el líquido escarlata. Se extendieron más y más, alejándose de la espalda y formando dos inmensas alas perladas, grandes casi como las de un dragón, si es que alguna vez habían existido.
         Tardó un poco en poder controlarlas. Como siempre, sintió sus dos nuevas extremidades algo dormidas, aletargadas. Pero al final lo consiguió; aleteó y frenó un poco la caída de su cuerpo. Desesperada, batió las alas todavía más, y cuando pensó que iba a estrellarse contra el suelo, remontó el vuelo y ascendió sin descanso.



         La cena estaba siendo muy tranquila, aunque se notaba que su padre estaba de buen humor y el ambiente era excelente.
  —Sia, alcánzame el pan, por favor.
  —Sí, madre.
         Se oyeron unos pasos en el exterior de la casa, y su padre se puso tenso. Entonces escuchó voces y se puso en pie, levantándose de la mesa mientras su mujer y sus hijos seguían cenando.
         De pronto se dejaron de escuchar ruidos.
         La puerta se abrió de golpe y un hombre gigantesco apareció detrás, armado con una gran espada que centelleaba a la luz del sol. Todos acertaron a ver que no estaba solo. Algo parecido a un pequeño ejército le cubría la espalda, y todos, además de estar armados al menos con un cuchillo, portaban en el pecho el dibujo de un oso pardo.
         Su padre, sin pensarlo dos veces, puso su cuerpo entre sus dos hijos y el arma de aquel hombre. No había nada que hacer. No tenía armas para luchar. Era un simple campesino. Pero moriría peleando si era necesario.
         Empuñó el cuchillo que había usado su mujer para cortar el pan, y ésta se colocó a su lado, tapando el pequeño cuerpecito del hijo menor. Ambos hicieron de barrera humana cuando aquel intruso, y todos los que estaban detrás, alzaron sus armas y se dispusieron a asesinar aquella familia.
         Los niños alcanzaron a ver a sus padres atravesados de parte a parte por el frío metal antes de salir corriendo por la puerta de atrás. En el momento en el que el cuerpo de su padre retumbó una última vez sobre la madera, la hija mayor se libró de la confusión y la parálisis de un plumazo. Cogió a David en brazos, abrió la puerta y echó a correr como alma que lleva el diablo.
         No era como antes. No estaba relajada. Oyó a los hombres perseguirla, y ella, con las piernas no muy largas que tiene una niña de doce años, y con el peso extra de otro niño de cinco, supo que no aguantaría mucho rato antes de que la alcanzaran.
         Sabía que tenía que volar. Lo sabía, pero era incapaz de hacerlo allí, con esa presión, ese miedo que le oprimía la garganta, y el conocimiento de que si fallaba, además de morir sus padres, también lo haría su hermano pequeño y ella misma.
         Se internó en el bosque mientras llamaba con todas sus fuerzas a las alas de pájaro que podrían sacarla de aquel aprieto. Que ella supiera, ninguno de esos hombres contaba con un arco o una ballesta, así que desde el cielo no podían alcanzarla, y como iban a caballo no llegarían muy lejos. La perderían de vista antes de que ella tuviera que detenerse a aterrizar por el cansancio.
         Cuando llegó a un claro supo que no tendría otra oportunidad y cerró los ojos con fuerza, aferrándose a su hermano como a un bote salvavidas. Hizo un costoso esfuerzo y, al final, sintió ese dolor lacerante en la espalda, incluso oyó el desgarro de su vestido al romperse para dar paso a aquel pequeño milagro.
         Los hombres esquivaron los árboles, pero cuando llegaron a ese mismo claro sólo acertaron a ver un punto blanco en el cielo, muy, muy arriba.



         Llegaron al campamento a la hora exacta. Se ocultaron tras unos matorrales, aunque todos los hombres estaban demasiado dormidos como para darse cuenta de su presencia. De todos modos se sentaron cómodamente; deberían esperar hasta que él apareciese.
         Se pusieron de pie cuando le vieron. Salió de su tienda estirándose, quitándose de encima los últimos restos de olor a Morfeo. No iba armado, y ni siquiera llevaba la parte superior de la armadura puesta. Los hombres que le rodeaban portaban incluso un yelmo, pero ésos eran harina de otro costal.
  —Es la hora, hermanito.
         Caminaron a paso rápido entre las tiendas, esquivando a los hombres para que nadie se fijara en ellos, y procurando que sus espadas no entrechocaran para no hacer ruido. La matanza no debía comenzar aún, todavía no.
         Entonces se plantaron en medio del campamento, justo delante del capitán.
  —Intrusos —escupió al ver que no llevaban la misma armadura, y que uno de ellos era una mujer—. ¿Qué habéis venido a buscar?
         Mientras el capitán fruncía el entrecejo, alguien le alcanzó una espada. El resto del ejército rodeó a los hermanos poniéndose en posición de ataque. No había huida posible.
  —Hemos venido a cobrar —dijo ella en el mismo tono—. Y queremos nuestra recompensa ahora.
         Como el capitán no supo qué responder, se echó a reír, y todo el ejército le coreó. Ella observó que ni siquiera levantaba la espada, así que, furibunda, dio un paso hacia la derecha y le rebanó la cabeza al hombre que tenía más cerca. El capitán dejó de reír y levantó la suya propia.
  —No tenéis nada que cobrar.
  —Ya lo creo que sí.
         La batalla comenzó, y parecía que los hermanos llevaban las de perder. Sólo ellos sabían que serían los destinatarios de la sonrisa de la fortuna.
          El capitán, aunque no era un cobarde, dejó que sus hombres se enfrentaran a los intrusos antes que él. Impasible, vio como todos caían, uno a uno, hasta que sólo quedó él.
         El capitán, los soldados muertos, y el campamento bañado en sangre.
  —¿Quiénes sois? —preguntó— Exijo saberlo.
         Entonces ella sonrió, porque se esperaba la pregunta, y no tuvo que esforzarse para que sus dos magníficas alas se desplegaran tras ella. Ya no sangró, ni le dolió, ni se rasgaron sus vestimentas, pues ya estaban hechas a medida para que aquello no sucediera.
  —Tú —dijo el capitán con un deje de temor, retrocediendo un paso—. Tú eres la chica-pájaro.
  —Y yo soy su hermano —replicó éste, colocándose a su lado. Habían pasado doce años desde aquello. Ya no era un niño pequeño.
  —Mataste a nuestros padres. Así que vas a morir.
         No le dio tiempo a contestar. La espada se hundió en su pecho como mantequilla, haciendo sobresalir la punta por la espalda. En cierto modo, a ella le decepcionó que hubiera sido tan sencillo. Pero al ver la mirada de terror del capitán, supo que aquella larga espera había merecido la pena.
         Giró la espada para retorcerle el corazón, aunque ya era un corazón retorcido antes de que el metal entrara en la carne. Pronto dejó de latir, la mirada se le congeló en los ojos, la sangre dejó de circular por el cuerpo de aquel hombre, y el capitán murió frente a los hijos de quienes había asesinado.




A ver quién sabe
de qué canción ha nacido
este pequeño relato.
(Hay pistas)

sábado, 13 de octubre de 2012

Amor


Cuando amas a alguien haces cualquier cosa. Incluso perdonar. Perdonar y olvidar cosas que normalmente no perdonarías ni olvidarías. Cuando amas a alguien confías en que ese sentimiento sea más fuerte que los problemas que pueda causar. Confías ciegamente porque es lo único que queda. No hay pensamiento lógico. No hay razón. Si, amas, amas. Sólo tú lo sabes. De la cabeza a los pies. No hace falta que nadie te lo diga. Tú sabes si amas o no, y si lo haces, estás condenado a sufrir por ello. Es lo que toca. No hay vuelta atrás.
Dicen que el amor es ciego, pero no es cierto. El amor es, simplemente, gilipollas. Por culpa de algo que no podemos ver, ni tocar, ni oler, sólo sentir, pasamos por cosas que nos habría gustado evitar. Situaciones por las que no pasarías.
Cuando amas a alguien, no importa lo que te pida, siempre lo harás. Porque le amas. Y no cumplir sus deseos sería contradecirte. Está claro; cuando amas a una persona, haces lo que sea para que sea feliz, incluso herirte a ti mismo. Por eso, el problema del amor radica en que las cosas duelen si no se comparten del mismo modo. Está bien amar a alguien.
No está bien que ese alguien no te ame.
Bueno, está bien. Pero duele. Algunas veces más que otras.
Y duele mucho más cuando te ama, no de la misma forma en la que le amas tú. Eso sí que es horrible. Como una herida abierta. Pero le amas. Así que le perdonas. Una y otra vez. Le perdonas, y sin darse cuenta te hace daño, y tú le vuelves a perdonar, con la boca cerrada y sin hacer ruido, porque amas y no quieres ver la angustia en sus ojos. Esos ojos.
Amas esos ojos.
Lo amas todo. Y, a veces, desearías no amar nada.
Pero en esas cuestiones tú no tienes ni voz ni voto. Amas, y punto.

Vuelves a perdonar. Olvidas, confías, sufres y te vuelves gilipollas.







Si me amáis, perdonadme la brevedad,
la pésima gramática y los pocos datos.
Necesitaba desahogarme.