Se coló en la habitación de sus padres
sin hacer ruido.
Antes de que nadie pudiera descubrirla,
rescató del gran arcón de madera una camisa vieja de su padre y los pantalones
más pequeños que encontró. Trató de tranquilizarse diciéndose que si las prendas
estaban allí probablemente nadie iba a usarlas nunca más, pero la culpa le dejó
un gusto amargo en la boca. Le sabía mal robar aquello, pero ella no tenía
pantalones ni algo con lo que cubrirse el torso, y necesitaba ambas cosas.
Salió de allí lo más rápido que pudo y
se dirigió al granero, el lugar donde dormía todas las noches con su hermano.
Sobre la cama de paja se sintió más tranquila y pudo respirar con calma.
Rescató un oxidado cuchillo de entre las mantas, que había robado previamente
para poder esconder, y lo empuñó con firmeza.
Sin grandes miramientos hizo dos cortes
simétricos en la parte trasera de la camisa. Trató de trazar dos líneas no muy
grandes, para que la tela no le dejara al descubierto toda la espalda, pero lo
suficientemente anchas para que cumplieran su cometido.
Cuando terminó se quitó el vestido y
procedió a vestirse.
Miró al frente y exhaló despacio.
Tras ella, la montaña.
Frente a ella, el precipicio.
Cerró los ojos y contó hasta diez,
tratando de conservar la calma. Por un momento el pánico se agolpó en su pecho,
pero lo sofocó suspirando largamente y volvió a abrir los ojos.
Dio un paso hacia atrás sin perder de
vista la línea del horizonte. Después dio otro, y otro, y otro, hasta que se
internó de nuevo en el bosque que cubría aquel pico de la montaña. Cuando por
fin el tronco de uno de los árboles le impidió ver el cielo encapotado, había
recorrido más de cincuenta metros andando hacia atrás.
Se detuvo.
Era el momento.
Contó de nuevo para infundirse valor.
Uno.
Dos.
Tres.
Echó a correr tan rápido como le
permitían las piernas. Aunque no estaba acostumbrada a ir con pantalones, sino
con vestido, sus botas eran las de siempre. Y a sus zapatos los conocía bien.
No hubo problemas.
Pronto dejó atrás la zona boscosa y el
sol la recibió brillando sin fuerza entre las nubes. No se permitió mirar a
derecha e izquierda, porque sabía que se distraería. Mantuvo los ojos clavados
en el cielo, con la cabeza al frente.
Descargó toda la adrenalina que tenía
en el cuerpo antes de dar el salto. Procuró no pensar en ello, porque un paso
en falso podría resultar fatal. Tenía que estar muy segura de sí misma, y del
resultado que pensaba obtener. Ya lo había hecho otras veces.
Pero nunca desde tan alto.
Llegó peligrosamente a la zona final,
pero no se amedrentó. Era ahora o nunca. Dio las últimas zancadas, dirigió unos
breves pensamientos a su familia, por si le ocurría lo peor, y saltó por el
borde del precipicio.
Le dio la impresión de que todo
transcurría a cámara lenta, como si el tiempo hubiera decidido congelarse.
Distinguió la sombra del sol, escondido entre las nubes, y el cielo plateado
amenazando una tormenta que, parecía, no tardaría en llegar. No miró hacia
abajo para no asustarse, pero se concentró al máximo en lo que tenía que hacer.
De pronto, la piel de su espalda
comenzó a resquebrajarse. En su carne nacieron dos cortes simétricos a la
altura de los omóplatos, que no tardaron en sangrar en abundancia. Aunque le
dolió, ella siguió esforzándose mientras caía.
Tras unos angustiosos segundos, de las
heridas abiertas salieron unas pequeñas plumas blancas, que se mancharon
enseguida con el líquido escarlata. Se extendieron más y más, alejándose de la
espalda y formando dos inmensas alas perladas, grandes casi como las de un
dragón, si es que alguna vez habían existido.
Tardó un poco en poder controlarlas.
Como siempre, sintió sus dos nuevas extremidades algo dormidas, aletargadas.
Pero al final lo consiguió; aleteó y frenó un poco la caída de su cuerpo. Desesperada,
batió las alas todavía más, y cuando pensó que iba a estrellarse contra el
suelo, remontó el vuelo y ascendió sin descanso.
La cena estaba siendo muy tranquila,
aunque se notaba que su padre estaba de buen humor y el ambiente era excelente.
—Sia, alcánzame el pan, por favor.
—Sí, madre.
Se oyeron unos pasos en el exterior de
la casa, y su padre se puso tenso. Entonces escuchó voces y se puso en pie,
levantándose de la mesa mientras su mujer y sus hijos seguían cenando.
De pronto se dejaron de escuchar
ruidos.
La puerta se abrió de golpe y un hombre
gigantesco apareció detrás, armado con una gran espada que centelleaba a la luz
del sol. Todos acertaron a ver que no estaba solo. Algo parecido a un pequeño
ejército le cubría la espalda, y todos, además de estar armados al menos con un
cuchillo, portaban en el pecho el dibujo de un oso pardo.
Su padre, sin pensarlo dos veces, puso
su cuerpo entre sus dos hijos y el arma de aquel hombre. No había nada que
hacer. No tenía armas para luchar. Era un simple campesino. Pero moriría
peleando si era necesario.
Empuñó el cuchillo que había usado su
mujer para cortar el pan, y ésta se colocó a su lado, tapando el pequeño
cuerpecito del hijo menor. Ambos hicieron de barrera humana cuando aquel intruso,
y todos los que estaban detrás, alzaron sus armas y se dispusieron a asesinar
aquella familia.
Los niños alcanzaron a ver a sus padres
atravesados de parte a parte por el frío metal antes de salir corriendo por la
puerta de atrás. En el momento en el que el cuerpo de su padre retumbó una
última vez sobre la madera, la hija mayor se libró de la confusión y la
parálisis de un plumazo. Cogió a David en brazos, abrió la puerta y echó a
correr como alma que lleva el diablo.
No era como antes. No estaba relajada.
Oyó a los hombres perseguirla, y ella, con las piernas no muy largas que tiene
una niña de doce años, y con el peso extra de otro niño de cinco, supo que no
aguantaría mucho rato antes de que la alcanzaran.
Sabía que tenía que volar. Lo sabía,
pero era incapaz de hacerlo allí, con esa presión, ese miedo que le oprimía la
garganta, y el conocimiento de que si fallaba, además de morir sus padres,
también lo haría su hermano pequeño y ella misma.
Se internó en el bosque mientras
llamaba con todas sus fuerzas a las alas de pájaro que podrían sacarla de aquel
aprieto. Que ella supiera, ninguno de esos hombres contaba con un arco o una
ballesta, así que desde el cielo no podían alcanzarla, y como iban a caballo no
llegarían muy lejos. La perderían de vista antes de que ella tuviera que
detenerse a aterrizar por el cansancio.
Cuando llegó a un claro supo que no
tendría otra oportunidad y cerró los ojos con fuerza, aferrándose a su hermano
como a un bote salvavidas. Hizo un costoso esfuerzo y, al final, sintió ese
dolor lacerante en la espalda, incluso oyó el desgarro de su vestido al
romperse para dar paso a aquel pequeño milagro.
Los hombres esquivaron los árboles,
pero cuando llegaron a ese mismo claro sólo acertaron a ver un punto blanco en
el cielo, muy, muy arriba.
Llegaron al campamento a la hora
exacta. Se ocultaron tras unos matorrales, aunque todos los hombres estaban
demasiado dormidos como para darse cuenta de su presencia. De todos modos se
sentaron cómodamente; deberían esperar hasta que él apareciese.
Se pusieron de pie cuando le vieron.
Salió de su tienda estirándose, quitándose de encima los últimos restos de olor
a Morfeo. No iba armado, y ni siquiera llevaba la parte superior de la armadura
puesta. Los hombres que le rodeaban portaban incluso un yelmo, pero ésos eran
harina de otro costal.
—Es la hora, hermanito.
Caminaron a paso rápido entre las
tiendas, esquivando a los hombres para que nadie se fijara en ellos, y
procurando que sus espadas no entrechocaran para no hacer ruido. La matanza no
debía comenzar aún, todavía no.
Entonces se plantaron en medio del
campamento, justo delante del capitán.
—Intrusos —escupió al ver que no llevaban la
misma armadura, y que uno de ellos era una mujer—. ¿Qué habéis venido a buscar?
Mientras el capitán fruncía el
entrecejo, alguien le alcanzó una espada. El resto del ejército rodeó a los
hermanos poniéndose en posición de ataque. No había huida posible.
—Hemos venido a cobrar —dijo ella en el mismo
tono—. Y queremos nuestra recompensa ahora.
Como el capitán no supo qué responder,
se echó a reír, y todo el ejército le coreó. Ella observó que ni siquiera
levantaba la espada, así que, furibunda, dio un paso hacia la derecha y le
rebanó la cabeza al hombre que tenía más cerca. El capitán dejó de reír y
levantó la suya propia.
—No tenéis nada que cobrar.
—Ya lo creo que sí.
La batalla comenzó, y parecía que los hermanos
llevaban las de perder. Sólo ellos sabían que serían los destinatarios de la sonrisa de la fortuna.
El capitán, aunque no era un cobarde, dejó que sus hombres se enfrentaran a los intrusos antes que él. Impasible, vio como todos caían, uno a uno, hasta que sólo quedó él.
El capitán, aunque no era un cobarde, dejó que sus hombres se enfrentaran a los intrusos antes que él. Impasible, vio como todos caían, uno a uno, hasta que sólo quedó él.
El capitán, los soldados muertos, y el
campamento bañado en sangre.
—¿Quiénes sois? —preguntó— Exijo saberlo.
Entonces ella sonrió, porque se
esperaba la pregunta, y no tuvo que esforzarse para que sus dos magníficas alas
se desplegaran tras ella. Ya no sangró, ni le dolió, ni se rasgaron sus
vestimentas, pues ya estaban hechas a medida para que aquello no sucediera.
—Tú —dijo el capitán con un deje de temor,
retrocediendo un paso—. Tú eres la chica-pájaro.
—Y yo soy su hermano —replicó éste,
colocándose a su lado. Habían pasado doce años desde aquello. Ya no era un niño
pequeño.
—Mataste a nuestros padres. Así que vas a
morir.
No le dio tiempo a contestar. La espada
se hundió en su pecho como mantequilla, haciendo sobresalir la punta por la
espalda. En cierto modo, a ella le decepcionó que hubiera sido tan sencillo.
Pero al ver la mirada de terror del capitán, supo que aquella larga espera
había merecido la pena.
Giró la espada para retorcerle el
corazón, aunque ya era un corazón retorcido antes de que el metal entrara en la
carne. Pronto dejó de latir, la mirada se le congeló en los ojos, la sangre
dejó de circular por el cuerpo de aquel hombre, y el capitán murió frente a los
hijos de quienes había asesinado.
A ver quién sabe
de qué canción ha nacido
este pequeño relato.
(Hay pistas)