Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

miércoles, 21 de agosto de 2013

moi... Lolita

Se deslizó en silencio hacia él y rozó el cuerpo contra el suyo. Sus manos blancas, delicadas, femeninas, recorrieron su pecho, ascendieron suavemente hacia el cuello y se posaron en la nuca, frágiles como plumas, mientras atrapaba sus labios jadeantes con su boca escarlata. A él se le disparó el pulso y ella empezó a ronronear, un sonido suave y vibrante que subió varios grados la temperatura de la habitación y probablemente del hotel entero. 
Le puso las manos en la cintura y la agarró con fuerza, como si temiera que se escapase. Ella se apretó contra él, juguetona, separó las piernas y enroscó una de ellas torno a él mientras pintaba de carmín su barbilla, su mandíbula, su cuello. Arrastró las manos hacia abajo, liberando los botones de la camisa por el camino, aquella camisa cara comprada por una esposa rica que probablemente estaba follando con otro hombre en cualquier otro hotel de la ciudad; desabrochada la camisa recorrió sus pectorales con las yemas de los dedos, como un ciego lee en braille, como si descubriera un secreto en cada centímetro de piel. Enterró los labios en su clavícula y aspiró; la envolvió el aroma a hombre y siguió acariciándole lentamente, dejando rastros de fuego y derritiendo carne, piel contra piel, mientras la cascada de rizos dorados le hacía cosquillas. Él temblaba, tenía la respiración agitada, pero estaba petrificado, no podía ni siquiera abrir los ojos, se dejaba hacer, dejaba su cuerpo a entera disposición de ella. Y ella, a cámara lenta, le deslizó la camisa por los brazos, deshizo el camino con los labios de carmín… y cuando era imposible alcanzar un grado mayor de parsimonia, le agarró bruscamente del cinturón y se tumbó sobre la cama, atrayéndolo hacia sí.
Comenzó una batalla de manos y piernas enroscadas, de lenguas ardientes y de pieles sudorosas, de jadeos entre dientes y susurros al oído; él, desnudo, vulnerable, mordiéndose el labio mientras la miraba con lascivia; ella a horcajadas, como una diosa que jugara a ser amazona por un día, le ataba con el cinturón las manos a la cabecera de la cama. Y con el mismo ronroneo y esos ojazos de gata se derramó sobre su boca, le pasó la lengua por los labios, le suspiró el aliento cálido y húmedo, le atrapó la lengua con los dientes mientras él le seguía el juego. 
Entonces mordió, y sintió la sangre correr y le llenó la boca; él gimió de dolor e intentó liberarse, pero el cinturón no se rompió. Siguió apretando los dientes con fuerza, dio un tirón en el que casi oyó el “crac” de su propio cuello, giró la cabeza y escupió a un lado de la cama. Sobre la alfombra de pelo pardo cayó la lengua roja, sanguinolenta, un vulgar trozo de carne, mientras él abría los ojos como platos, la miraba con horror, suéltame, intentó gritar, suéltame; ella sonrió, le puso las manos en las mejillas y le acarició dulcemente en un gesto cauto, casi de forma maternal. Le dio un suave beso en la frente mientras la sangre le salía a borbotones de entre los labios, se le derramaba por la barbilla, por el cuello, y llegaba hasta la cama, empapando la cubierta de color azul. Él trató de gritar, pero antes de que sus cuerdas vocales pudieran recibir la orden del cerebro siquiera, ella le torció el cuello con violencia. Las cervicales crujieron al quebrarse, la médula espinal agonizó y el cerebro murió mientras a él se le desenfocaba la vista. Los ojos azules se quedaron inexpresivos, fríos como el hielo, vacíos. 
Desmontó de su corcel muerto, se calzó las botas negras de tacón, se puso la gabardina de cuero sobre la lencería francesa y bebió un trago de whisky de la botella que había sobre la mesilla para enjuagarse la boca. Después se miró en el espejo del baño, sonrió ante su recién retocado carmín rojizo, comprobó que sus dientes volvían a ser blancos y salió de la habitación.

2 comentarios:

León dijo...

De la pasión al asesinato. Así, en tres líneas.

Muy bueno.

Kirtashalina dijo...

Muchas gracias León (: