Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Cap 2 - La ciudad de piedra (Parte 1/3)

Me despertó la rugosa y húmeda lengua de Sangilak. Al abrir los ojos me encontré con su hocico en mi cara, por lo que lo acaricié levemente para que se apartara un poco y me incorporé en la cama. Había amanecido hacía ya mucho rato y por el olor del ambiente comprobé que se acercaba la hora de comer. Hacía mucho que yo no dormía tanto.

Me levanté y fui al baño a ducharme. Era una estancia medianamente grande, con las paredes cubiertas de baldosas grisáceas y el suelo blanco. Constaba de una pequeña cabina de cristal, para ducharse; un inodoro inmaculado, y un lavabo flotante (que se sujetaba por su parte trasera a la pared, justo debajo del gran espejo). Después de ducharme, me puse un albornoz fino de color plata y fui hasta mi habitación, donde me vestí silenciosamente. Sangilak, mientras, esperaba con paciencia en el pasillo. Cuando terminé, me hice una coleta alta y fui a la cocina junto a mi lobo. Allí estaba Cora, preparando el desayuno mientras veía un programa de televisión.

—Buenos días —saludó ella mientras echaba cereales vitamínicos a un bol de leche.

—Hola —contesté yo, sirviéndole a Sangilak un trozo de carne.

—¿Qué tal has dormido?

—Bien —contesté simplemente. Durante la noche se me había ocurrido algo y le seguía dando vueltas.

Me senté frente a la mesa y cogí el bol que me tendía Cora, el cual contenía parte de mi desayuno. Engullí los cereales con leche a una velocidad pasmosa, y cuando terminé, dejé la cuchara en la mesa y me dispuse a comer algo de bollería. Gracias a un cuchillo y un tenedor pude llevarme a la boca unos trozos de cruasán caramelizado; consiguiendo terminar de desayunar antes que Sangilak —algo casi imposible, dado que él era muy rápido.

—Hoy voy a ir a la ciudad de piedra —solté de improviso. Cora dejó la manzana a medio cortar y giró la cabeza en mi dirección lentamente.

—Sabes que las ciudades en general no son seguras, y mucho menos la de piedra.

—Y tú sabes que hoy tengo que ir.

Cora suspiró. Presentía que no iba a ser fácil convencerme, por lo que consideró que era un caso perdido y accedió en silencio.

—En una hora me pondré en camino.

Después de desayunar, fui a mi habitación e hice una lista de lo que necesitaba. Aparte de ropa cómoda, que ya la llevaba puesta —un conjunto negro parecido al del día anterior, pero con los brazos ocultos por unas mangas oscuras y con una cremallera que iba desde mi ombligo hasta el límite de mi cuello—, necesitaba la llave de seguridad de casa, la daga de mi padre, una pistola, dinero y…

—¿Dónde están mis metsubishi? —pregunté, extrañada, buscando en mi escritorio. Sangilak avanzó hasta la mesilla y abrió uno de los cajones con la pata, señalando con el hocico una caja negra.

—Ah, gracias, Sangi.

Abrí la caja acuclillándome frente a la mesilla y cogí las cápsulas llenas de polvos de oscuridad. Los metsubishi eran armas arrojadizas que se hacían en el antiguo Japón de forma artesanal, metiendo en lugares huecos (trozos de bambú, cáscaras de huevo…) diversos polvos para cegar al adversario durante unos segundos (pimienta, sal, harina…). Mis metsubishi eran más modernos, con unos polvos que te proporcionaban una huída rápida en caso de necesidad, pues creaban oscuridad instantánea en cinco metros a la redonda de donde se liberaba la cápsula.

Guardé los metsubishi uno a uno en un cinturón con distintos compartimentos, así, si pulsaba el botón situado debajo de cada uno de ellos, éstos salían disparados automáticamente, sin tener que arrojarlos ni hacer movimientos bruscos para alertar al enemigo. Después me puse el cinturón un poco más arriba de las caderas, sujeté en él las fundas de las pistolas —y dentro de ellas, las mismas armas—, y me guardé la daga de marfil en el interior de la bota derecha. Una vez hecho esto, me guardé unos cuantos billetes en un bolsillo oculto en una manga, y salí de mi habitación en busca de Cora, con Sangilak pisándome los talones.

—Cora, ¿me dejas tu llave de seguridad?

—Sí, está en el mueble de la entrada —me contestó desde el salón. A juzgar por el sonido de fondo, estaba viendo la televisión.

—Gracias. Me voy ya.

—Ten cuidado.

—Sí… ya sabes, no me esperes despierta.

—Te dejaré la comida en la nevera.

—Bien. Adiós.

Fui con Sangilak al vestíbulo y abrí el primer cajón del mueble que había pegado contra la pared. Dentro había una pistola, unos cuantos teléfonos móviles viejísimos (de la era de mis abuelos o más) una base de hologramas, un extraño reloj negro y, por último, la llave de seguridad. No era más que una plaquita de acero con el símbolo de una casa con chimenea en relieve, pero dentro contenía un microchip que podía abrir la puerta de casa si había algún problema con el propio chip que conteníamos Cora, Sangilak y yo en la palma de la mano —en el caso de mi lobo; en la pata— y no nos dejaba entrar en el hogar.

Me guardé la llave de seguridad dentro de la otra bota, la que no contenía el puñal; y tras echarle un último vistazo al reloj (el cual no había visto nunca antes) salí de casa junto a mi guardaespaldas.

En el exterior hacía frío, pero por suerte el traje abrigaba lo suficiente. Poco rato después mis manos comenzaron a helarse; debí haber previsto unos guantes para que no terminaran congeladas. Suspiré, hundí la mano derecha en el pelaje del lomo de Sangilak, y la izquierda la oculté en la axila contraria, intentando mantener el calor en las extremidades.

Echamos a andar por la calle; era la hora de comer y había mucha menos gente de lo normal —y eso que de por sí ya había poca—, pero no me fié y mantuve a Sangilak a mi lado constantemente.

Caminamos cerca de veinte minutos, tiempo de sobra para escuchar una centésima parte (o menos) de mi lista de reproducción (de canciones, obvio) en mi interPod. Un interPod era un aparato electrónico muy pequeño, enganchado a mi oreja izquierda gracias a una sencilla, rápida, indolora e insignificante operación, que me permitía escuchar música siempre que quisiera; música que sólo oía yo, sin necesidad de usar cascos o algo más grande. En mi oreja derecha, sin embargo, se encontraba el interPhone, parecido al interPod pero con función de llamada en vez de lista de reproducción. Más o menos como la mitad de un teléfono móvil antiguo en cada oreja.

Mi ciudad, por suerte, era una de las más bonitas de todas (también la más grande), pero estaba un poco sucia y, cuando ibas por la calle, casi todo a tu alrededor era metal, acero y hierro. Todo gris, todo metálico, todo frío y un poco triste. Sobre todo si estaba nublado, como ocurría aquél día. Al menos, cuando había cielo azul y sol la cosa se alegraba un poquito.

Llegamos a la estación de El Leopardo (sí, un nombre curioso, pero acorde a los veloces vehículos públicos que salían y entraban de allí) y busqué en los paneles indicativos el tren hacia La ciudad de piedra. Era el vehículo numero 9, de forma que avancé con Sangilak entre la multitud mientras buscaba entre los numerosos trenes de color metalizado. Por suerte estaban por orden, así que encontré mi vehículo de destino tras el tren número ocho. Pagamos en metálico con el billete que me saqué disimuladamente de la manga, tras lo cual nos dejaron subir al tren. En el interior, el techo y las paredes estaban forrados de un pelo blanco muy suave, pero el suelo eran losas metálicas, pues de haber puesto la moqueta se habría ensuciado con los zapatos de los que subían al tren. En las paredes había grandes ventanales de cristal blindado, por las cuales entraba la luz suficiente para inundar de tonos claros los asientos de piel, los cinturones metálicos y las personas que se hallaban sentadas dentro.

A los laterales del tren, pegados contra la pared, había unas cabinas de un metro de altura, en la cual debían meterse los guardaespaldas de cada cual.

—Sangi, inai —le ordené al lobo. Sangilak se metió en una de las jaulas, y yo la cerré para que no entrara ninguno más, pues el cubículo era pequeño y casi faltaba espacio para un solo animal.

Acto seguido fui hasta uno de los asientos de piel y me senté encima, colocándome el cinturón de seguridad —se trataba de unas barras de metal recubiertas de goma espuma y terciopelo con forma de chaleco, como la sujeción de los asientos de una montaña rusa. Una voz aburrida y dejada anunció el destino del tren, tras lo cual las puertas se cerraron herméticamente y se encendieron unas luces en el techo, que iluminaron a más no poder el vagón en el que viajábamos.

Se escuchó un fuerte ronroneo y el suelo comenzó a vibrar.

—Atención, señores pasajeros. El viaje comenzará en diez, nueve, ocho…

Giré la cabeza y observé los ojos oscuros de Sangilak, que brillaban por la excesiva luz que había en el tren. Mi lobo se había tumbado dentro de la jaula, aunque intuía que estaba nervioso. No le gustaban mucho los viajes en tren.

—Cinco, cuatro…

Volví de nuevo la mirada al frente y fijé los ojos en el asiento de delante; un señor calvo se hallaba sentado a apenas un metro de mí. A su lado, una niña pequeña, rubia, que parecía su hija, abrazaba con fuerza un osito de peluche de color caramelo, con un lazo de cuadros atado al cuello. El hombre, al percibir el temor de su hija, le tomó la mano derecha y se la apretó cariñosamente.

—Tres, dos, uno…

El corazón se me encogió al recordar una escena similar que ocurrió años atrás, pero que yo había vivido desde el punto de vista de la niña. Cerré los ojos para contener las lágrimas y apreté los puños contra el cinturón de seguridad.

—Viajando hacia su destino.

El tren arrancó con brusquedad y aceleró en unos pocos segundos. Íbamos tan rápido que los cuerpos se pegaban contra los asientos, y los animales se habían anclado a las paredes de las jaulas. Con los ojos todavía cerrados, me dejé llevar por la sensación de velocidad y las imágenes del último viaje en tren que había hecho.

5 comentarios:

Palabras en la noche dijo...

Eiii Tata mee necaantaaa
k noo abiaa comentadoo prok no tuuvee tiempoo peroo k estaa muy bieen eeee
AJajajj tekieroo miamaorrr
besosss
Noss vemossss

Palabras en la noche dijo...

Eiii Tata mee necaantaaa
k noo abiaa comentadoo prok no tuuvee tiempoo peroo k estaa muy bieen eeee
AJajajj tekieroo miamaorrr
besosss
Noss vemossss

ClaryClaire dijo...

as coemntado dos veces albiii!!!
jajaja peor k l de las 10 veces no es...
dianaaa sta geniaal me encanta jajaj io me pondre a escribir de nuebo..... algun dia..., ie so q escribo a mano asi q ia s algoo!! i ademas el de los pendejoss!!! q eso es doble!
teqqqq

Kirtashalina dijo...

jajajj graciaas chicaas osqiierooo

Anónimo dijo...

¡Me ha encantado! Sigue así y llegarás muy lejos.